Los editores también roncan

Los editores también roncamos. Pero, ¿quién no ha sufrido los ronquidos propios y ajenos? Mi padre roncaba. Fuerte. Particularmente cuando dormía la siesta. Nadie se atrevía a hacérsela de tos. Ignoro cuándo me enfrenté por primera vez al fenómeno. Pero llegó para quedarse. Nunca faltó quién roncara a lo largo de mi vida social. Cuando nos íbamos de campamento, en mi infancia, desde alguna de las tiendas de campaña escuchabas a alguien roncar. No faltaba en ese entonces quien llegara con una cubeta con agua helada para callar al pobre barítono. Los llantos eran frecuentes. Ese sonido siguió haciéndose presente en la secundaria y, más tarde, en los happenings de la prepa cuando estudiaba en Alemania. Se convirtió en una ruidosa pesadilla que incluso llegó a atormentarme. ¿Acaso yo también ronco?, me preguntaba. Pero para mi alivio todos afirmaban que no. Cuando comencé a tener novias y la fortuna de pernoctar con ellas, descubrí que ellas también roncan. Pero tocar su cuerpo caliente y aterciopelado, sentirlas cerca, coger con ellas y tener en perspectiva volver a poseerlas, borraba todo inconveniente. Recuerdo que, la primera vez que me tocó una roncadora, busqué la manera de silenciarla aunque no de manera definitiva. ¿Almohada sobre el rostro? Temía sofocarla. Comencé a incorporar el ronquido rítmico a mi sueño. Buscaba alguna sinfonía que pudiera ir al ritmo de ese sonido constante. Vincular ronquidos con música resultó ser un buen remedio. Con la edad de mis acompañantes, el sonido, es decir, el volumen de los ronquidos, fue en aumento. En algunos casos dejaron de ser rítmicos y comenzaron a ser espasmódicos. Recuerdo que en una ocasión invité a acampar en Tepoz a un amigo con su familia. Resultó que mi amigo roncaba. Fuerte. Espantosamente fuerte. Yo estaba en mi cuarto y lo escuchaba. Afuera, sus hijos y su esposa le lanzaban gritos tratando de silenciarlo: “¡ya cállate; estás roncando muy fuerte; ya te dije que te calles; papá, no nos dejas dormir…!” Finalmente, su hija lo despertó, le dijo que sus ronquidos eran insoportables y lo mandó a dormir afuera de la casa en una hamaca. Pues aún así se siguieron escuchando. Los perros aullaban, los vecinos prendieron sus luces, los grillos dejaron de cantar, las cigarras aumentaron el volumen de sus lamentos, los gallos adelantaron sus kikiriki y las nubes cimbraron el cielo con rayos y truenos. No hubo manera. Él siguió roncando y nosotros sin poder conciliar el sueño. La noche siguiente nos repartimos sendas dosis de tequila y Valium con la esperanza de poder conciliarlo. Los ronquidos pudieron más. Cuando regresamos a la Ciudad de México, lo hicimos so pena de acabar estrellados en la “Pera” o en alguna otra curva de la carretera de Cuernavaca al DF. Se nos cerraban los ojos. Sobrevivimos. Ese episodio me hizo jurar que yo jamás, nunca de los nuncas, roncaría. Pero la maldición de algún episodio de literatura clásica se apoderó de mí y comencé a roncar. Primero quedito. No hubo quejas. Más tarde mis ronquidos fueron en aumento, pero me consta que el cariño de quienes me rodeaban superaba las molestias. Un día trágico, en que fui a acampar a un bosque, desperté con una extraña sensación. Estaba solo en mi casa de campaña. Al salir, encontré cientos de elefantes, rinocerontes, hipopótamos, cebras, orangutanes y sí, también leones muertos a mi alrededor. Desde entonces creo que llaman al lugar el Desierto de los Leones. Mis compañeros de campamento se habían fugado. Tomé mis chivas y fui en busca del aventón perdido. Desde entonces, los ronquidos no me abandonaron. Así, mi búsqueda ya no fue en pos de la mujer de mis sueños, sino de la que me tolerara. Ya no les preguntaba a mis consortes si les gustaban mis ojos, mi voz, mis manos aterciopeladas, mi varonil cuerpo peludo o mi sensual abdomen chelero, sino si mis ronquidos no les importunaban. Aguantaban un rato y amanecían amorosas pero con ojos rojos y desvelados y una sonrisa en la boca. ¿Dormiste bien?, les preguntaba, y mentían, mentían y mentían, hasta que me abandonaban. Opté por buscarlas sordas, pero con el mismo resultado. Pronto fui abordado por médicos de renombre que aseguraban que habían hallado en las ondas sonoras de los sonidos que emanaban de mi adormilado cuerpo en las noches esperanza sin igual para generar un nuevo código audible para la población sorda del planeta. No me sirvió de consuelo. El caso es que nunca entendí realmente del todo el problema, hasta que mis ronquidos comenzaron a despertarme también a mí. Busqué taparme la nariz, destapármela, sumergirme en almohadas, darme baños de agua fría previos a ir a la cama, dormir de un lado, de otro. Nada. Me puse aditamentos para abrir las fosas nasales, compré aerosoles contra ronquidos, fui a ver a brujas en Catemaco, ofrendé vírgenes a los dioses del sueño. Nada. Hoy estoy triste y desesperado. Mi hija, que vive a una cuadra de distancia, ya me dijo que desea irse a vivir a otra colonia. Mi mujer está buscando nuevo consorte y el Pichicuaz anda en pos de nuevo editor. Ya llevo siete tazas de café, temo irme a dormir y no encuentro solución. Pero seguiré buscando en Google dónde está el país de los roncadores. Porque algún refugio debe haber para nosotros, ¿no es cierto?