Usos y abusos de los libros en casos de necesidad

¿Que otros usos le das al libro soporte papel? Años atrás un ortopedista, tras auscultarme, tiró los papeles que estaban sobre su escritorio y me pidió que me subiera. Luego fue escogiendo cuidadosamente libros de distinto grosor y los fue poniendo bajo uno de mis pies. Tras un ejercicio de prueba y error quedó satisfecho. ¿Ya ve? -me dijo- su escoliosis se debe a que tiene una pierna mas corta que la otra. Esa fue una aplicación poco común para los libros. Pero durante siglos los hemos empleado para infinidad de cosas. Por ejemplo, para calzar una mesa o una silla que cojea, para inclinar adecuadamente un proyector o para ayudar a un niño a que se siente de tal suerte que alcance la mesa. Yo los he usado incluso como charola, o como estante para añejar vinos u ofrecer tequila a mis invitados. Creo recordar que alguna vez también los usé para leer. El caso es que, cuando era adolescente, nos fuimos de excursión un grupo de amigos. Llevábamos todo menos… papel de baño. Lo único que nos podía salvar, dijeron mis compañeros, era sacrificar el libro que yo llevaba. Iba yo en la página 83, así que solo usaríamos las páginas anteriores. Conforme pasaron los días, las hojas se fueron desvaneciendo en aras de la “limpieza culinaria”. Con tristeza vi cómo el sacristán pederasta y su fiel lacayo se esfumaban en manos de Ernesto, quien se pasaba a retirar tras unos arbustos. Comencé a apurar la lectura, pues las hojas se desvanecían con demasiada rapidez. Cuando las páginas leídas se agotaron, mis compañeros comenzaron a apresurar mi lectura. Día y noche me leían en voz alta, alternándose. Al cabo de unos días, todos estaban clavados en la trama, de manera que tuve que hacer acopio de memoria para relatarles los capítulos previos. Pronto todos lamentaron haberle dado semejante uso al libro, pues tenían la sensación de haber perdido irremediablemente el relato original. Y es que en nuestro trayecto, las hojas, a las que se les había dado un uso indigno, habían sido enterradas o empleadas para atizar las fogatas que hacíamos. Poco antes de regresar, Stefan sacó de su bolsa una hoja que había guardado de por si las disponibles se agotaban. Correspondía a un capítulo particularmente obscuro del relato. Leyó en voz alta las palabras decodificadas, y mis compañeros comenzaron a intuir que lo que yo les había narrado no correspondía del todo con el original. Y así había sido, en efecto. Al no recordar los detalles de mi lectura había ido inventando pasajes, incorporando personajes, alterando la trama. Al regresar, todos fueron directo a la librería y compraron un ejemplar personal del libro mancillado. Pero no encontraron la trama que tanto les había fascinado. Se perdió en medio de las hojas de los árboles y sólo vivió en sus recuerdos.

(Este texto, ligeramente modificado, lo escribí hace nueve años, el 4 de abril del 2012. Lo vuelvo a compartir ante la falta de lucidez derivada de la vacuna que ayer me implantaron y que me tiene en un estado extremo de sueño y agotamiento).