Nueva Ley General de Bibliotecas: un atentado contra la industria editorial

La semana pasada nos amanecimos con la novedad de que fue aprobada la nueva Ley General de Bibliotecas. Habría que aplaudirla, de no ser porque dicha ley abre muchas dudas sobre el funcionamiento bibliotecario nacional por un lado y, por otro, porque a los editores nos enjaretan cláusulas punitivas cuyas consecuencias, intuyo, serán nefastas.

En plena crisis por la pandemia, que nos ha golpeado seriamente, no sólo vuelven a insistir en un anacrónico “depósito legal”, sino que penalizan su incumplimiento con una multa equivalente a 50 veces el precio de venta al público de los materiales no entregados. Esta disposición pasa por alto que un número creciente de editores independientes publica libros en tiros cortos, y que ese depósito legal es desproporcionado e imposible de cumplir en muchos casos. A esto hay que añadir al menos lo siguiente:

  1. Es creciente la tendencia al uso de la distribución bajo demanda que permite la producción de libros de uno en uno, conforme el lector hace el pedido. Es decir, no hay un tiraje inicial que permita cumplir con este decreto. De hecho, en esos casos el tiraje inicial se tendría que hacer tan solo para cumplir con esta ley, lo que es absurdo.
  2. Muchas editoriales se encuentran en los estados, no en la CDMX. Esta disposición centralista pone a esas editoriales en franca desventaja al tener que hacer los trámites a distancia y al tener que incurrir en costos adicionales de envío.
  3. Muchas editoriales independientes carecen de personal administrativo, es decir, están conformadas por un puñado de entusiastas del libro. El peso que implica cumplir con esta disposición hará impensables muchos proyectos.
  4. La inviabilidad de los proyectos perjudicará a los lectores a final de cuentas, al reducir la bibliodiversidad y la cantidad de planes que podrían surgir y que pretendan navegar en la formalidad.
  5. Esto conducirá, intuyo, a un alejamiento, por parte de muchos protagonistas del quehacer editorial, del anacrónico sistema del ISBN e ISSN, únicos recursos disponibles con los que cuentan las autoridades para medir el cumplimiento o incumplimiento de estas disposiciones.
  6. A esto se suma que la industria editorial ha padecido a lo largo de los años de la terrible ineficiencia de INDAUTOR así como de los elevados costos para tramitar los ISBN e ISSN, lo cual ha propiciado el crecimiento de publicaciones que carecen de estos registros.
  7. Por otro lado, si bien al parecer se contempla la deducibilidad de estos ejemplares entregados, bien sabemos lo complicado que es hacerla efectiva.
  8. Además, el gobierno debería, más que gravar con un nuevo impuesto a la golpeada industria editorial, incentivarla comprando libros. Para eso son nuestros impuestos. Si el gobierno le comprara a cada una de las editoriales un solo ejemplar de cada título publicado para cada una de las bibliotecas públicas del país, estaríamos hablando de una venta asegurada de más de 7 000 ejemplares, lo cual, sin duda, haría posible cumplir con esta ley. Pero sabemos que no va a ser el caso. Pareciera que el gobierno cree que producir los libros no cuesta, que los libros deben regalarse, como si todos los protagonistas de la cadena del libro pudieran vivir del aire.
  9. Insisto en que cada libro cuesta y que alguien debe cubrir ese costo. Generalmente lo cubre el lector, que rara vez compra 7000 ejemplares de cada libro publicado. Si lo que desean es abastecer de libros las bibliotecas, el gobierno al menos debería comprar esos libros que pretende como “depósito legal”. Esa compra se pagaría con nuestros impuestos, es decir, con el dinero de los lectores, y hasta se los venderíamos con descuento.
  10. Seguramente las grandes empresas editoriales podrán cumplir con estos dictados, ya que los ejemplares exigidos no impactan en sus números debido a los grandes tirajes, en general, de sus publicaciones. Pero para las editoriales pequeñas esta disposición, y las sanciones previstas en caso de incumplimiento, son desventajosas, injustas y retrógradas y ponen en riesgo su viabilidad.
  11. Ahora bien, resulta en particular preocupante para la industria editorial en general la confusa redacción del artículo 37 de la citada ley que establece la obligación adicional de entregar los “materiales complementarios que permitan (la) consulta y preservación” de las obras y que otorga a cada repositorio la libertad para establecer sus políticas de almacenamiento, custodia, conservación y CONSULTA PÚBLICA. El depósito legal tiene por objeto original la preservación de las obras, de ninguna manera su “consulta” y menos “pública”. Abrirlo a dicha “consulta pública” equivale a poner en manos ajenas, sin control, el patrimonio de la industria editorial. ¿Quién garantizaría que no se haría mal uso de dicha información? Si las obras que los editores entregamos atendiendo esta ley pasan de facto a ser de dominio público, técnicamente esta ley podría significar la ruina de la industria editorial en nuestro país.

Invito a reflexionar seriamente al respecto y a impugnar esta ley que, en mi opinión, debería revisarse contemplando las voces de los que hacemos posible que la palabra del autor llegue al lector.