De cómo se puede vivir sin correctores, pero por qué siguen siendo imprescindibles

Intervención con motivo del Día del corrector
Sábado 25 de octubre 2008
Centro Cultural Donceles 66

Alejandro Zenker

Cuando me invitaron a participar con una ponencia en este Día del Corrector, dudé por un momento. Tenemos la FIL de Guadalajara encima y eso significa trabajo a marchas forzadas para salir a tiempo con los proyectos. Sin embargo, me asaltó una duda: ¿Día del Corrector? No había escuchado antes que, finalmente, al corrector se le diera su lugar. Así que, contra la sabia recomendación de mis colaboradores, decidí aceptar gustoso. Y les explicaré por qué.

Dirijo una editorial independiente, Ediciones del Ermitaño, división editorial de una empresa de servicios llamada Solar, ambas con una trayectoria de casi 25 años. Desde nuestros inicios, el pilar de la empresa lo constituyó algo que llamamos “cuidado editorial”. Se trata del departamento que se hace cargo de todo el proceso de producción editorial. Es decir, donde trabajan los correctores.

Hace 25 años trabajábamos fundamentalmente para el Fondo de Cultura Económica (FCE). Como me había ganado la confianza de la institución como editor especializado, sobre todo en libros de gran complejidad tipográfica, me daban obras para realizar todo el proceso, es decir, generalmente hasta la entrega de pruebas finas. El proceso consistía en lo siguiente:

1. Traducción (ocasionalmente).
2. Revisión y marcaje.
3. Cotejo en el caso de las traducciones.
4. Tipografía.
5. Lectura de galeras.
6. Formación de planas.
7. Primera lectura de planas.
8. Segunda lectura de planas.
9. Contraprueba.

Suponiendo una traducción de por medio, estábamos hablando de cinco procesos distintos de corrección. Teníamos como norma que cada uno de esos procesos lo tenía que realizar una persona distinta. Es decir, la lectura del original para realizar la revisión y el marcaje, que realizaba quien encabezaba el proceso, ya “contaminaba” a esa persona, de tal suerte que la memoria fotográfica que mal que bien todos tenemos la incapacitaba para realizar una lectura de galeras, por lo que ésta debía hacerla alguien más. Por otra parte, cada paso requería de habilidades distintas, de manera que quien leía galeras no forzosamente era capaz de hacer la revisión y el marcaje de una obra, ni tampoco de leer primeras o segundas planas.

Así pues, teníamos un equipo de correctores (lectores) con diferentes aptitudes, entre los cuales hacían revisión y marcaje, lectura de galeras y revisión de planas. Pocos podían hacer las tres cosas bien y nunca al menos en la misma obra. En esa época había tiempo. Un libro podía tardarse un año o dos en ser producido y “no había problema”. El libro se tomaba su tiempo. El tiempo se respetaba.

La labor del corrector se aprendía arduamente, como en la Edad Media. Uno se convertía en aprendiz de otro. Quien quería entrar en el privilegiado círculo de los cultos mal pagados, tímidamente adquiría por las buenas o le robaba furtivamente el conocimiento al otro, que no quería soltarle de manera orquestada los secretos del oficio. El conocimiento era valioso, y a más burros, menos olotes. No había cursos de capacitación, o eran muy contados e impartidos en editoriales para el personal de planta.

Sabiendo eso, a principios de los años ochenta tuve la oportunidad de organizar los primeros Seminarios para la Formación de Editores junto con Felipe Garrido, gerente editorial del FCE, y Margo Glantz, directora de Literatura del INBA. Los seminarios se llevaron a cabo en el Instituto Superior de Intérpretes y Traductores (ISIT), del que yo era director. El primero de ellos fue muy significativo, porque quienes estábamos en el estrado nos percatamos de que, más bien, los que estaban abajo debían subir y darnos lecciones a nosotros. Tal era la avidez por comprender los nuevos vientos, por discutir lo que estaba aconteciendo y que apenas se perfilaba, que aquellos seminarios se convirtieron en espacios de reunión de profesionales, entre los que había no pocos de los más destacados editores del país. El caso es que los más jóvenes nos aventurábamos a presagiar cambios fuertes por el advenimiento de las nuevas tecnologías, a lo que los veteranos respondían con desdén, aunque no sin algo de preocupación.

De pronto cambiaron las cosas. Habíamos sufrido crisis financieras y no había dinero. Las instituciones, tanto editoriales como particularmente de educación superior, despidieron a parte del personal y no había trabajo. Un día llegué al Fondo de Cultura y quien me recibió me dijo: “Aquí está este libro. Te doy tres meses para producirlo y no te puedo pagar cuidado editorial”. Por “cuidado editorial” entendíamos un porcentaje adicional sobre lo que se cobraba por cada rubro de producción y se justificaba porque nos hacíamos cargo de toda la responsabilidad. ¿Tres meses? ¿Para un libro para el que normalmente contábamos con un año? No había remedio y no teníamos suficiente trabajo, así que acepté el reto con una condición: cambiaríamos la metodología de trabajo. No hubo objeción. Para salir en esos tres meses tuve que hacer otra cosa inaceptable en ese entonces: repartir la lectura de los capítulos entre varios correctores.

Sólo la revisión final estaría en manos de un solo lector que se centraría en los aspectos críticos del libro, es decir, uniformidad terminológica, congruencia tipográfica, correspondencia entre llamadas y notas al pie, foliación, numeración de capítulos, índices, etcétera.

A partir de entonces ya nada fue igual. De pronto ya no había tres, sino sólo dos meses disponibles. En una ocasión tuvimos que producir un libro de más de 600 páginas en sólo dos semanas. Una locura. Pero siempre salimos adelante, siempre cumplimos con los tiempos. Rompimos una y otra vez con las normas que nos habíamos impuesto, y las entidades editoriales para las que trabajábamos preferían velocidad y bajo costo a pulcritud editorial. No era raro que me dijeran: “¿Para qué lees tantas veces el mismo texto? Con una lectura basta”. La labor silenciosa del corrector se convirtió en la más despreciada, la más ignorada.

Atrás quedaron las tertulias con Alí Chumacero y Felipe Garrido sobre la manera de ganar una colita, de superar una viuda, de evitar callejones. Desapareció el linotipo, las composer, las viejas fotocomponedoras que nos arrojaban los rollos de galeras que luego cortábamos para pegar los tramos en los cartones, talacha del “peistopero”. La computadora se hizo cargo. Y con ella no faltó quien estaba seguro de que lo único que hacía falta era pasar el texto por una revisión ortográfica automática. La devaluación definitiva del corrector sobrevino. Hasta que uno y otro desastre, las quejas de los lectores, la indignación de los jefes que, al recibir los libros terminados, encontraban infinidad de erratas, comenzó a revitalizar la imagen de quien, calladamente, está allí, buscando y erradicando erratas.
Algunos compañeros manifestaban su tristeza porque nadie notaba su trabajo, pero finalmente caían en la cuenta de que, precisamente, de eso se trataba: de que no se notara. Nadie nota la mano del corrector de un libro bien producido. Todos despotrican cuando se nota su trabajo, es decir, su mal trabajo cuando el libro sale lleno de erratas.

La labor que realizamos en Solar y Ediciones del Ermitaño se nutrió de la experiencia de estos 25 años. En un principio fui yo quien transmitió los conocimientos adquiridos a mis colaboradores que estaban a cargo del cuidado editorial, de las lecturas de los libros. Posteriormente, ellos fueron capacitando a sus sucesores, y cada uno fue añadiendo sus experiencias a lo heredado. Hoy contamos con un mayor bagaje de libros de referencia, de los que contamos con un buen arsenal, lo cual nos alivia, porque los viejos maestros han ido desapareciendo.

Hoy seguimos capacitando a nuestro personal y explicándole en breves talleres lo esencial.

De cualquier manera, el mundo produce hoy tal cantidad de material escrito, que no alcanzan los correctores disponibles. La velocidad a la que se transmite y requiere la información es también tal, que aunque hubiera un corrector disponible, en muchos casos no se haría (no se hace) uso de él. El mundo necesita a los correctores, pero no lo sabe y vive cada vez más sin ellos; y, por otro lado, surgen más herramientas de corrección automática que, sin lugar a dudas, son deficientes.

Estoy convencido de que no sólo la labor del corrector de estilo se tiene que profesionalizar, sino la de toda la cadena involucrada en el quehacer editorial.

Por eso creamos la revista Quehacer Editorial, por eso impulsamos el Instituto del Libro y la Lectura, A.C. (www.illac.com.mx) dedicado a las ciencias y artes del libro, por eso también organizamos la Red Internacional de Editores y Proyectos Alternativos (RIEPA www.riepa.org), a la que los invito a integrarse. En estos espacios encontrarán almas afines. Son un granito de arena que ponemos desde Solar y Ediciones del Ermitaño para hermanar voluntades. De allí quizá nazca lo necesario para convencer al mundo de que si bien puede publicar sin nosotros, lo haría mucho mejor si incorporara nuestro trabajo.

*azh, 18/10/08

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