Cumplir 64 años en estas épocas no deja de ser extraño. Crecí suponiendo que quien llegaba a los cincuenta ya era un “viejo”, pero pertenezco a una generación que se siente permanentemente joven. Nacido en 1955, soy en buena medida producto de las Guerras Mundiales. Nací en México fruto del matrimonio de mi padre, un comunista beligerante que combatió el capitalismo y, en particular, el nazismo y que, condenado a muerte, huyó a México en 1942; y de mi madre, una norteamericana nacida en Chicago que vino a México acompañando a un fotógrafo aristócrata austriaco que falleció atropellado en una gasolinería en Coyoacán en los años cincuenta. Ese extraño binomio (padre comunista que detestaba a los Estados Unidos pero estaba casado con una gringa) dio lugar a una peculiar batalla lingüística. Mientras ella quería que los hijos estudiáramos en una escuela donde prevalecía la enseñanza del inglés (la Escuela Waldorf), él insistía en que aprendiéramos alemán. Como él era profesor del Colegio Alemán, obtuvimos una beca perpetua, lo que decidió nuestro destino. Mi hermano Miguel y yo complementamos nuestra educación en Alemania, mientras que mi hermano Pedro se fue a vivir a Estados Unidos. Mi hermano Miguel y yo nos formamos políticamente en Europa, donde yo milité en la extrema izquierda de la ortodoxia marxista, que consideraba que el socialismo entonces existente no era sino una manifestación perversa del comunismo original, lo que me proporcionó una sólida formación en materia de trabajo clandestino y subversivo a nivel internacional (todos tenemos un pasado turbio). El desmoronamiento del bloque “socialista” y la consecuente y compleja crisis ideológica de toda la izquierda de esa época dispersó los movimientos y nos llevó a algunos a refugiarnos en nuestros proyectos profesionales, sin abandonar nuestras bases ideológicas. Yo había proseguido mis estudios de traducción en El Colegio de México y de germanística en Alemania cuando mi vida dio un giro y abandoné la academia y me clavé en lo que toda mi vida había sido mi pasión: los libros. Mientras que mis hermanos habían sido privilegiados con enorme talento para las artes manuales (Miguel es laudero y siempre fue un espléndido carpintero, mientras que Pedro destacó en electrónica y finalmente devino en constructor de instrumentos musicales de viento) yo siempre fui torpe con las manos. Pero la pedagogía, que estudié en Alemania, y la traducción y por tanto la literatura, me encantaron. En mis años mozos de militancia tuve la oportunidad de trabajar en imprentas clandestinas, lo que despertó mi fascinación por las artes gráficas. Más tarde, en los inicios de mi vida profesional, tuve el privilegio de poder usar computadoras personales desde sus inicios y pronto no sólo hacía uso intensivo de ellas, sino que yo mismo las ensamblaba, componía, modificaba. Así fue como el quehacer editorial en el que incursioné a principios de los años ochenta del siglo pasado estuvo desde sus inicios indisolublemente ligado a mi pasión por la tecnología. Aprendí a usar los primeros programas de tipografía y diseño gráfico, e incorporé en aquel entonces novedosas herramientas (LaserMaster) cuyos resultados rivalizaban con la fotocomposición en boga en esos entonces. A principios de los años noventa incorporé por primera vez en México la impresión digital con lo que iniciamos una pequeña revolución digital en las artes gráficas que poco a poco se ha ido imponiendo. Nuestros sueños de internacionalización de la producción, inherente a esas tecnologías, hoy se han hecho realidad con nuestra capacidad de producir libros impresos a nivel mundial. Todo esto, sin embargo, está quedando ya en manos de mi hija Xiluén, que aún no nacía cuando incursioné en el mundo editorial, y que sabe desempeñarse con mucha mayor soltura en el nuevo entorno, complejo, de la gestión editorial internacional. Ahora, a mis 64 años, vuelvo la vista y hago un recuento de lo vivido —y de lo que no he descrito más que una pequeña fracción— y miro el futuro con esperanza y con preocupación. Los cambios que ya nos parecieron vertiginosos y que me tocó también protagonizar se antojan lentos frente a lo que está aconteciendo y pareciera estar por venir. No sólo me refiero a la robótica, a la inteligencia artificial, a la automatización, a la realidad virtual y la aumentada. Enfrentamos enormes retos en materia de desplazamiento de fuerza laboral humana por las tecnologías antes dichas y al aumento progresivo del desempleo. El surgimiento de movimientos populistas de “izquierda” que no entienden lo que se avecina, y el fortalecimiento preocupante de la derecha fascistoide a nivel mundial, con un auge del nacionalismo, el chovinismo y la xenofobia, contrasta con fenómenos como el feminismo beligerante que obliga a repensar en muchos sentidos la refundación de la civilización en el nuevo milenio. El mundo de la era de la civilización siempre ha sido muy contrastante. Hoy me toca navegar en esta nueva etapa de mi vida de manera activa, participativa y crítica, manteniendo mi capacidad de asombro. Tercera llamada, tercera. Continuamos…