Tras un épico periplo, finalmente trajimos las cenizas de mi madre a la Ciudad de México, donde ya reposa provisionalmente frente al retrato que ella misma pintó de mi padre, Walter, cuyos restos irá a acompañar en breve en un nicho sobre su tumba en el panteón alemán. Fue una jornada agotadora física y emocionalmente que inició con nuestro viaje a Michoacán, estado que sirvió de hogar a mi madre en estos últimos diez años. Vivió en Erongarícuaro, pequeño poblado de menos de tres mil habitantes, cabecera del municipio del mismo nombre y que ha sido polo de atracción para nacionales y extranjeros, por lo que es más conocido de lo que sus diminutas proporciones podrían indicar. Allí, Martha y Vincent Geerts, antropósofos amigos de mi madre, construyeron un pequeño rancho que sirve de sede a la iniciativa “Las canoas altas” y da albergue a una escuela Waldorf a la que acuden niños de los alrededores. Ese proyecto fue el que atrajo la atención de mi madre, pues ella fue atropósofa pionera en México, discípula del decano Berlin, y maestra en la primera escuela Waldorf en el país. En sus últimos años de vida, mi madre dio instrucciones contradictorias sobre lo que debería ocurrir tras su muerte. Finalmente optamos por seguir las que nos parecieron más razonables y acordes con su cosmovisión. Falleció en Erongarícuaro, de donde trasladamos su cuerpo a Pátzcuaro para ser velado tres días, contra la norma que dicta que el entierro debe darse en el lapso de 24 horas tras el fallecimiento. Fue en el velorio donde Martha leyó un pasaje de la Biblia y un poema que le escribió a mi madre. Denia Díaz y Athena Zenker entonaron con flauta barroca piezas que a mi madre le gustaron en vida, Theo Zenker elaboró un dibujo que puso en su féretro mientras Miguel Zenker y yo permanecimos esos días concentrados en nuestros pensamientos. Finalmente, acompañamos su cuerpo para ser cremado en Uruapan. La parte formal, la de los permisos y las actas, fue verdaderamente kafkiana y algún día, que ya termine todo, la narraré como reflejo de este México bárbaro que aún habitamos. Por lo pronto comienzo a recobrar la tranquilidad, si bien aún anida en mí una profunda tristeza. Sé que no debería ser así, porque mi madre tuvo a fin de cuentas la fortuna de vivir más de un siglo de manera plena y creativa, como mujer libre y firme en sus principios y convicciones, y nosotros la fortuna de convivir gran parte de nuestra vida con ella. La noche previa a su fallecimiento cenó con normalidad. Amaneció con hambre y parlanchina hasta que, de pronto, guardó silencio. Había fallecido así, sin avisar. “¿De qué falleció, doctor?”, le preguntaron los que elaboraron el acta de defunción. “De muerte natural a sus mas de cien años de edad”, contestó. “Usted sabe que eso no lo podemos poner en el acta”, repusieron. “Que diga entonces: murió empachada de lecturas voraces, de vivencias plenas, de conocimiento acumulado, de comunión con el universo y de un derroche incontenible de amor hacia sus prójimos que le produjo un suspiro profundo que detuvo momentáneamente su corazón”, contestó. “Entonces fue un infarto”, repuso el burócrata aliviado.
“La antroposofía es un sendero de conocimiento que quisiera conducir lo espiritual en el hombre a lo espiritual en el universo”, dijo Rudolf Steiner. Así quisiera yo ver ahora a mi madre, una mujer profundamente espiritual en vida, encaminándose a lo espiritual en este universo que todos habitamos y que quizás tan pocos comprenden tan cabalmente como lo entendió ella…