Siento que los libros y la primavera se llevan bien. Quizás es una percepción muy personal. A lo largo de mi vida he sufrido cada vez más los inviernos. Cuando llega el otoño, comienzo a presentir nubarrones en mi estado de ánimo. Ya desde mediados de año veo con preocupación cómo se acercan esos aciagos meses. Tengo la extraña sensación de que yo moriré en enero o febrero de un año incierto. Así de mal suelo sentirme. “Enero y febrero, desviejadero”, solía decía Walter Reuter, tocayo y amigo de mi padre. Y tenía razón. Pero cuando llega marzo e inician los calores primaverales, algo radical sucede en mi organismo. De pronto, todo ese extraño malestar que pareciera eterno se desvanece como por arte de magia. Inician así los meses más productivos del año. Y pululan los proyectos editoriales. Ese extraño ciclo lo vivo, hasta cierto punto, todos los meses. Cuando hay luna llena, me siento terriblemente inquieto. Surge el hombre lobo que llevo a cuestas. Cuando viví en Alemania, durante mis estudios universitarios, identifiqué pronto que la presión atmosférica baja me causaba dolores de cabeza. Mis compañeros comenzaron, por lo tanto, a usarme de barómetro infalible. “¿Te duele la cabeza, Alex?”, preguntaban cuando me veían con semblante sombrío. Si asentía, se armaban de paraguas o al menos de impermeable. Era infalible. “Menos mal que no naciste vieja, cabrón”, solía decirme un amigo de El Colegio de México. “Tú no tendrías periodos, sino milenios”, y estallaba en carcajadas. Así que, cuando algo no salía bien o me sentía mal, decía yo “es que no estoy en mi milenio”. Pero pasó el milenio, y seguí igual. Y si este no es mi milenio, pues ya se chingó la Franz, porque dudo llegar a experimentar el siguiente. Hoy, no obstante, me siento bien. Estoy sentado en la terraza, percibiendo los aromas de las plantas y flores que llenan ya el espacio. Y es que hoy volví a ir a los Viveros a conseguir lo que nos faltó para terminar la readecuación de estos espacios. No había traído suficientes fornios para la jardinera, que se quedó a medias. De paso decidí comprar unos helechos dado que los que planté el año pasado no se han dado como esperábamos. Allí se me cruzaron unos huele de noche que incluí en el cargamento. Las azaleas se me pegaron en el camino. Luego fui a comprar macetas que me hicieron falta. Don Gregorio andaba esta vez inflexible. Ni porque me llevaba once grandes de barro quiso hacer más que un pequeño descuento. Quesque iban a ser un chingo y dos montones de pesos. Como no llevaba tanto, opté por menos macetas y más pequeñas. Reduje la cantidad a siete. Aún así gruñó. Le pagué y me fui a ayudar a acomodar todo en mi carcacha, donde ya Cristian había puesto en la cajuela un par de grandes pliegos de papel en el que nos mandan envueltas las hojas de 57 x 87 o 70 x 95 que cortamos y usamos para la impresión digital de los libros en tamaños carta y oficio. Al subir las macetas, eran de nuevo once, y de las grandes. Así que regresé con don Gregorio para decirle que se había equivocado. “Gregorio nunca se equivoca”, me dijo enfático. “Además, ese cedro limón que se llevó la semana pasada se va a morir en una maceta pequeña”, añadió, y me dio una palmada. Regresé, resignado, hacia la camioneta y me encontré con unas preciosas gardenias llenas de botones. “¿En cuánto éstas?”, le pregunté. Quesque ochenta cada… pero ciento cincuenta por dos. Asentí agradecido y las fui a subir al vehículo, de nuevo atiborrado de plantas. Contento, me dirigí a casa. Respiré profundo, como lo hago ahora, agradeciendo ese delicioso aroma a plantas y tierra. ¡Ah!, que deliciosa es la primavera, pensé. Cuando llegué, todos me recibieron con una sonrisa, excepto la prietita, que a duras penas me saludó, sentada en un sillón texteando frenéticamente y con cara de mírame y no me toques. ¡Chale!, pensé. Creo que este no es su milenio…