El pasado 6 de octubre, Alejandro Zenker, director de Solar y de Ediciones del Ermitaño, dictó una conferencia en la Universidad Veracruzana titulada “¡Que muera el libro, que viva la lectura! ¿Extinción o transfiguración del lector?”, en la que analizó el presente y el futuro del libro en virtud del avance de las nuevas tecnologías. Inició diciendo: “El tema que voy a abordar constituye sin lugar a dudas el más polémico de los que se tocan cuando se habla de la crisis de la industria editorial y de las transformaciones del libro y por tanto de su futuro y del de la lectura misma.”
A nivel mundial hay cada vez más encuentros en los que desde distintos bastiones, desde diversas posiciones dentro de lo que es la industria o el quehacer editorial, los protagonistas discurren en torno al tema, mucha veces con posiciones fundamentalistas. De entrada hay que comprender que al hablar del libro y del lector tocamos un universo sumamente complejo, difícil de reducir a simples categorías. Pero suponiendo que lo podemos hacer, habría que destacar al menos la gran industria del libro, la de las transnacionales que impulsan como caballo de batalla el bestseller; luego las editoriales medianas, que en cuanto tienen un catálogo comercialmente interesante son absorbidas por las grandes; seguirían las pequeñas editoriales que trabajan bajo diversos esquemas, ya sea comerciales o culturales; y finalmente los proyectos no comerciales que encajan quizás más bien en el ámbito del quehacer editorial artístico y artesanal o de plano en las artes visuales.
En los últimos meses he tenido oportunidad de participar con sendas ponencias y participación en debates y mesas redondas en varias actividades que han fortalecido la visión que les expondré. Primero fui a EDITA, un encuentro de editores que se realiza en Punta Umbría, España, donde se dan cita los más extraños y extravagantes proyectos editoriales emanados de una comunidad inquieta, creativa y alejada del mundo de las grandes corporaciones. Luego, asistí a Corea, a la FIL de Seúl y a un encuentro internacional de editores y traductores de literatura coreana, donde intercambié opiniones con colegas de Rusia, Estados Unidos, Corea, Alemania y China, y donde pude conocer, entre otras muchas cosas, infinidad de proyectos en materia del libro artesanal, artístico, y finalmente viajé a Islas Canarias, España, de donde acabo de regresar, a participar en el V Encuentro de Editores y la IV Feria de la Edición donde la discusión sobre presente y futuro del libro fue vigorosa entre colegas de muchas latitudes del mundo de habla hispana. El caso es que las inquietudes que aquí abordaremos son universales. Con eso entro en materia.
Me gustaría iniciar con un ejercicio herético de imaginación. Concibamos, por un momento, que la humanidad ha evolucionado y encontrado formas diferentes de apropiarse de la información. Que, por tanto, el libro que conocemos y al que tanto cariño le tenemos, ha dejado de existir y ya no lo encontramos más que… en museos. Este panorama, que presagiaría el fin de mi ámbito profesional de trabajo, es decir, la edición de libros con soporte en papel, lo percibo inminente, donde el término “inminente” es igual a un periodo más o menos largo en función de la vida de un hombre, pero brevísimo en términos históricos absolutos. Me atrevo a exponerlo aquí, precisamente, porque no estoy ante un público de especialistas en busca de argumentos para justificar la perpetuidad de su especie, sino en un espacio de reflexión sobre el futuro del libro y la lectura.
Para entender la razón de este apocalíptico presagio de la desaparición de los dinosaurios de la lectura, que no pueden sino negar la inminencia de su extinción por un mero espíritu de supervivencia, hablaré, si me lo permiten, de algunas experiencias recientes, de algunas desapariciones de especies que dieron vida, durante una época, a los libros, y que, sin embargo, acabaron siendo prescindibles ante la macabra y a veces sádica lógica de la tecnología.
Yo acabo de cumplir 50 años de existencia. Si viviera en la Edad Media, sería un anciano; si mi tiempo fuera el del siglo XIX, quizás estaría entrando en la vejez, pero como afortunadamente vivo en el siglo XXI, estoy en la plenitud de la adultez. Para mi hija, que está en la adolescencia, soy un viejo ruco, aunque para Alí Chumacero, a sus ochentaitantos años, soy un chamaco. Comencé a trabajar a los 15 años, de manera que puedo decir que llevo 37 años de vida productiva, 28 de vida profesional y 22 de subsistir divirtiéndome en el afanoso mundo de la alquimia editorial, aunque debo confesar que llevo tanto tiempo viviendo del libro como años tengo, pues mi padre fue un encuadernador que vino refugiado a México huyendo de la persecución nazi. En fin, en estos 22 años, llamémosles “profesionales”, mis ojos han tenido oportunidad de ver la transición vertiginosa que la industria editorial ha vivido. Algunos, que fueron mis maestros, ya no pudieron seguir en el medio. No por la edad, sino porque ya no comprendieron los “nuevos tiempos” que los llevaron de la gloria al desempleo en un abrir y cerrar de ojos para la medición histórica del tiempo.
Cuando comencé a hacer libros profesionalmente, hace 20 años, incursioné con pasión en esa mezcla de ciencia y arte de la tipografía allegándome conocimientos y recursos como pude, porque en ese entonces no había lugar en el que uno pudiera formarse académicamente como tipógrafo. Tuve la fortuna de comenzar a trabajar con linotipos. Con mi padre había conocido el complejo arte de componer usando monotipos, que empleaba para dorar textos e imágenes en lomos y pastas de los libros. El linotipo coexistía con nuevas formas de composición tipográfica, como la composer, creada por IBM, y las primeras fotocomponedoras. Un par de años más adelante, sin embargo, surgieron los enemigos mortales de esas herramientas que se disputaban el mercado y el título de ser las más eficientes y profesionales: la computadora y la impresora láser. Cuando llegaron a México los primeros equipos destinados al mercado del diseño, me aventuré a invertir mis escasos ahorros en su adquisición. Mis amigos del medio no dejaron de criticarme, pues esos objetos, más que herramientas parecían juguetes. En buena medida tenían razón, pues estaban plagados de imperfecciones. Sin embargo, me entusiasmaba la idea de tener un centro de producción tan versátil como el que me prometía esa computadora dotada de un “poderoso” procesador 80286 y armada de PageMaker 1.0, una impresora Laserjet y un escáner (todo eso destinado hoy al museo de la chatarra). Al mismo tiempo, según recuerdo, un amigo adquirió una terminal para su equipo de fotocomposición. Se gastó alrededor de $120 000 pesos de aquél entonces. Lo que yo compré, completito, costó unos $36 000. El suyo era profesional; el mío, un “juguetito”. Unos años más tarde, pocos realmente, mi juguetito se había abierto el camino de la aceptación en el medio y había impuesto nuevos paradigmas en la producción con los que las otras tecnologías ya no podían competir. Lo curioso del asunto no es sólo eso, sino que mi amigo se tuvo que salir del mercado de la tipografía, porque no se entendió con las computadoras. Así recuerdo el inicio de una batalla campal que les abrió el paso a nuevos contendientes en el mercado de la tipografía y del diseño. El mundo dejó de ser lo que era. Comenzaron las transformaciones vertiginosas que han cambiado radicalmente el panorama en pocos años.
En los inicios del libro contemporáneo, un individuo concentraba todas las funciones que permitían convertir el texto en libro: elegía el texto, diseñaba, paraba la tipografía, imprimía, encuadernaba y vendía. Poco a poco, cada una de esas actividades se convirtió en una profesión relativamente independiente. Con la aparición de las tecnologías revolucionarias del siglo XX, específicamente la fotografía y el offset, vimos una transformación que habría parecido insuperable. En cada una de esas etapas surgieron necesidades que dieron lugar a oficios, a profesiones que, a su vez, desplazaron a otros oficios del escenario. Sin embargo, las transformaciones fueron relativamente lentas y permitieron que quienes aprendieron un oficio, murieran ejerciéndolo o migraran a otro similar. ¿En qué se diferencian hoy las cosas? En que la vida útil de quien ejerce una profesión es mayor que la vida útil de la profesión misma, y en que la migración de un oficio a otro no es nada fácil a cierta edad en esta era de alta tecnología. Así como los linotipistas dejaron de tener trabajo, también los fotolitos han tenido que abandonar la palestra y lo mismo está sucediéndole a los que basan su producción en el offset convencional.
Y ustedes se preguntarán: ¿qué tiene que ver todo esto con el libro y la lectura? Porque la lectura, como método de apropiación de conocimientos, pareciera haberse mantenido sin transformación a lo largo de los años. Ha cambiado la manera de hacer los libros, pero los libros que hoy tenemos en las manos siguen siendo en esencia idénticos a los que abrieron esta época. De allí que quienes viven del libro imaginen que las cosas seguirán igual. Es decir, cambiará la manera de hacerlos, más no su forma. ¿O…?
Lo más impopular es hablar de que el libro con soporte en papel está condenado a desaparecer. ¿Por qué esa resistencia? Por dos motivos. Primero, por interés de quienes viven del libro. Es una industria poderosísima que mueve miles de millones de dólares en el mundo. Segundo, por costumbre. El libro, como objeto, tiene todo para encariñarnos con él, si tuvimos la suerte de no toparnos con un profesor que pretendiera hacernos leer a la fuerza y convertir la lectura en tortura y hacer del libro un objeto despreciable.
Pero regresemos a lo básico. El libro es un continente. Su contenido, el texto, la obra de un autor —incluidas fotos, cuadros, gráficas, etc.—, pareciera fundirse con el objeto. Contenido y continente parecieran ser lo mismo. Pero no lo son. Si no distinguimos lo uno de lo otro, seremos incapaces de comprender la capacidad de transformación de lo esencial, que es precisamente el contenido, y por tanto su capacidad de adaptación a diversos continentes y de transformar la lectura misma. El enamorado del libro con soporte en papel aferra o asocia el contenido a lo que lo contiene, y no concibe que la lectura sea distinta y pueda incluso mejorar si cambiamos el objeto que la posibilita. Pensamos que el libro tal como lo tenemos es perfecto y que no hay manera de inventar algo mejor. Las objeciones se centran generalmente en las limitaciones que tienen hoy las nuevas tecnologías, pero la tecnología evoluciona, y lo ha hecho a una velocidad sorprendente. El libro mejoró (aunque hay quien opina que en realidad empeoró) con los siglos, y hoy está en su esplendor… y también en su decadencia. Así como la tecnología permitió la producción de millones de títulos a lo largo de la historia, de pronto ha posibilitado la bestellerización de la lectura y, con ello, el empobrecimiento cultural de la humanidad. Esto pareciera una contradicción: se produce más que nunca, pero se empobrece la cultura. Se producen, hoy, millones de ejemplares, pero de relativamente pocos títulos. En cambio, incontables obras, miles, quizá cientos de miles, no llegan a convertirse en libros y, por tanto, no tienen posibilidad de llegar al lector, o el lector no tiene posibilidad de llegar a ellas. Por eso decimos que la bestsellerización es el empobrecimiento de la cultura, y que las megaeditoriales no son sino los cimientos para un mundo sin lectores. Pero maticemos el asunto: no se trata propiamente de que se lea menos que antes. Las estadísticas nos muestran que la cantidad de títulos publicados y la cantidad de ejemplares impresos han ido en aumento. Se trata, más bien, de que en un mundo donde la población crece vertiginosamente, donde cada vez se crea más, los textos que surgen no se convierten todos en libros y los libros no llegan a todos los que deberían llegar. Pero ojo: aún si quisiéramos, hay imposibilidades técnicas para lograrlo. El libro con soporte en papel lo impide.
Hay otras razones que hacen evidente que el libro con soporte en papel ha llegado a sus límites, y éstos los encontramos en toda la cadena. Producir un libro es caro. El 95% de la producción del papel se basa hoy en día en la celulosa de madera. Es decir, no es un producto que vaya con la idea de la preservación de la ecología. Por otro lado, el libro ocupa mucho espacio y es caro transportarlo. El que ocupe espacio físico limita la bibliodiversidad, es decir, la coexistencia de muchos títulos, porque no hay dónde exhibirlos. Si imagináramos una librería en la que estuvieran todos, realmente todos los libros del catálogo vivo de todas las editoriales, ocuparía varias cuadras. Tendría que ser una espacio mayor que el que ocupa la FIL de Guadalajara, mayor que el que ocupa la FIL de Frankfurt, mayor que esa megaestupidez foxista de la Biblioteca Vasconcelos, cerrada a los pocos meses de funcionamiento tras una inversión multimillonaria. E imaginemos pretender crear un espacio de esa magnitud al que tengan acceso todas las comunidades de un país. Es decir, necesitaríamos una FIL permanente al menos en cada estado de la República, y aún así serían insuficientes. Es decir, las dimensiones físicas del libro han conducido al empobrecimiento relativo de la oferta (en función de los títulos existentes), porque el espacio en las librerías, que finalmente constituyen un negocio, cuesta, y no hay lectores suficientes que agoten los tirajes de una industria cada vez más voraz.
Esa falta de lectores ha hecho que algunas editoriales planteen la necesidad de que la industria se “autorregule”, es decir, que produzca menos títulos, y hablan con singular alegría de los “demasiados libros”. Por supuesto que, considerando la capacidad de lo que un individuo puede leer en su vida, hay demasiados títulos si pretendiéramos que todos leyéramos todos los títulos existentes. Pero para el caso, ya hace siglos había demasiados libros, es decir, más de los que un individuo podía leer en su vida. Para el caso quizás habría que proponer que la humanidad deje de crear para que no incremente ese acervo inmasticable. El planteamiento es por supuesto absurdo. Por fortuna la humanidad sigue produciendo, sigue explorando e innovando. Por tanto, es inevitable que haya cada vez más textos. La globalización, la apertura de fronteras y mercados, contribuye a eso. Esa proliferación de textos y el derecho que todos tenemos a abrirnos paso a nuestro modo en el mundo de la lectura, es lo que llamamos bibliodiversidad.
La pregunta ante esto es: ¿qué hacer? Si nos aferramos al libro con soporte en papel, hay pocas esperanzas de lograr la bibliodiversidad y de revolucionar la lectura, pero si dejamos de lado el objeto y pensamos cómo hacerle llegar lo esencial, los contenidos, a los lectores potenciales, que es a fin de cuentas lo que importa, se nos abren expectativas nada desdeñables gracias a las posibilidades que encierran las nuevas tecnologías. Y aquí entramos en materia.
En muchas discusiones en las que he participado se habla de la dicotomía libro-soporte en papel vs. libro electrónico, como si se tratara de un partido de futbol: ¿quién ganará, el libro en papel o el libro electrónico? Pero no se trata de un partido, sino de una imparable evolución en la que imperará el soporte que demuestre ser:
a) práctico
b) versátil
c) económico
d) amigable
e) adaptable
Tomemos por ejemplo la industria disquera.
Desde hace años he sostenido que la predilección por el soporte en papel no es más que resultado de un binomio:
a) la tecnología (el nivel de desarrollo que ha alcanzado)
b) la costumbre o el factor generacional (quiénes constituyen el perfil de los lectores)
Cambiemos “lectores” por “melómanos” o simples escuchas de diversos géneros de música. Años atrás, yo identificaba tanto la música clásica, como la de mi generación, es decir, la de los Rolling Stones, The Who, Black Sabbath, Deep Purple, etc., con el objeto, es decir, los discos LP. Aún guardo esos discos con nostalgia, aunque ya no tengo dónde tocarlos. Me costó trabajo la transición de un objeto contenedor de música, a otro, al CD, pero lo realicé finalmente. Hoy, la música transita del CD al formato MP3, desprovisto de un continente específico, y a otros formatos en desarrollo, y lo que está en boga es la adquisición de música a través de portales, como iTunes, de Apple, y la búsqueda y compra de una canción en particular, y no de un álbum completo (porque antes nos obligaban a comprar un disco completo aunque sólo deseáramos escuchar una pieza). Eso está cambiando. Por otro lado, ya no se escucha la música sólo a través de un sistema tradicional de reproducción.
Aquí hago un paréntesis: hasta hace poco, no concebía escuchar música más que a través de un equipo de sonido provisto de bocinas. Sin embargo, con el surgimiento de los Walkman primero, y de la iPod después, la manera de escuchar la música ha ido cambiando. Ha habido una transfiguración del escucha. Si nos adentráramos en esa metamofosis vertiginosa, nos encontraríamos con infinidad de aspectos que modificaron sustancialmente la manera de escuchar no sólo música, sino también la voz a través de los audiolibros. El cambio cuantitativo y cualitativo es impresionante. En suma, el LP valió queso, y el CD en ésas anda. La música, convertida a valores binarios, comienza a perder un contenedor reconocible. Ya no hay objeto que la identifique, sino gran variedad de reproductores de contenido. Además, el que escucha puede asumir una parte relativamente activa, pues determina el orden de las canciones e incluso puede editar las transiciones. Y eso va a pasar con el texto, también convertido a valores binarios. Esto nos debe remitir a fenómenos similares en el ámbito de la lectura.
Por ejemplo, muchos no quieren comprar un libro completo, sino sólo un capítulo (que es como comprar sólo una pieza de un álbum de un disco). Las universidades constituyen un espacio más que ejemplar de esto: la piratería que practican los estudiantes con ciertos capítulos de libros vía fotocopia, para no comprar los libros completos, es abrumadora.
¿No sería más razonable, por tanto, ofrecer la posibilidad de adquirir la producción editorial por partes, al igual que ya se ofrece el contendido de los álbumes discográficos?
Pasemos a otro razonamiento. Una de las objeciones planteadas a la sustitución del libro por las nuevas tecnologías ha sido su costo. Es decir, ¿qué poblador de la sierra de Guerrero, de los Altos de Chiapas o de las islas Fiji estará en condiciones de comprarse una computadora con conexión a Internet para leer en ella libros? Y si se la pudieran comprar, ¿querrá leer en ella? Quizás hoy no, pero mañana probablemente sí. Recordemos el camino que transitó la TV. En un principio fue cosa de adinerados. Hoy la encontramos en los lugares más recónditos de la República. La tecnología se abarata. Años atrás diversos gobiernos, en alianza con Microsoft e Intel, anunciaron un programa para la producción de computadoras con un costo no superior a los 100 dólares. Por otro lado, la conexión alámbrica e inalámbrica a Internet se extiende más veloz de lo que uno hubiera imaginado. El uso de los teléfonos celulares ha crecido a una velocidad sorprendente. El acceso a Internet a través de celulares comienza a ser de existente y de costo sustentable a algo cada vez más común. Las nuevas computadoras salen ya con conexión inalámbrica a Internet (WiFi). Pero no sólo eso. Hace unos meses salió al mercado el iPhone de Apple que nos hizo presagiar el siguiente paso: la nueva iPod con conexión inalámbrica a Internet. Esa iPod ya nos permite intuir hacia dónde se dirige la industria. En breve, Amazon sacará al mercado un dispositivo de lectura basado en el eInk. Se trata de un aparato similar a la nueva iPod, con monitor en blanco y negro, cuya opacidad se acerca o iguala la del papel y que estará conectado inalámbricamente a una gigantesca base de datos de libros electrónicos, permitirá navegar por internet e incluso consultar periódicos en línea. Sigue sin igualar al libro, que no requiere pilas ni conexión a Internet. Pero ya ofrece ventajas por encima del libro común. Y apenas es el inicio. Quizás seguirá siendo más cómodo leer el libro con soporte papel por un rato. Pero para un estudiante, las ventajas de estos nuevos dispositivos serán más que tangibles. Porque estamos asistiendo como testigos no sólo al proceso de transformación del libro, sino también a la transfiguración misma de la lectura. Algo como lo que aconteció históricamente cuando pasamos de la lectura en voz alta a la lectura en silencio.
¿Qué persona tiene hoy dinero para comprarse la enciclopedia británica impresa, por ejemplo? Sale más barato comprarse una computadora y una enciclopedia en CD o de plano hacer consultas gratuitas en la red, y más barato aún adquirir esos dispositivos en el futuro. Y, por otra parte, ¿no es más razonable usar una enciclopedia viva, frecuentemente actualizada, como Encarta? Ya existen comunidades de decenas de miles de individuos que intercambian textos de literatura, ciencia y tecnología a través de páginas en la red en formato Word, es decir, puro texto. El que los textos carezcan de formato, es decir, de características tipográficas vertidas sobre una caja como es el caso del libro, no es un impedimento para que lean ávidamente. El rechazo a la lectura en pantalla no es, finalmente, más que un prejuicio. Preferible poder leer aunque sea en pantalla, que no leer.
El mundo se mueve
Hasta hace relativamente poco, en términos de latidos históricos, quien no tenía recursos económicos, no la hacía en términos académicos. Hoy, quien no tiene capital busca su camino hacia lo que lo hace tenerlo, que es muchas veces el conocimiento. El estudiante que enfrentado a la exigencia del profesor de leer tal capítulo de este, y tal de ese otro libro, los saca de la biblioteca y los fotocopia, comete un “crimen” llamado piratería. Pero ese crimen no es más que una situación propiciada por un sistema basado en la globalización de la ignorancia, de la defensa de quienes lucran de manera desmedida con la difusión de la información. La industria busca el lucro, el lucro requiere capital, el capital está en manos de pocos, el que poco tiene busca apropiarse de conocimientos, conocimientos que posee el capital, por tanto delinque y se apropia ilegalmente, mediante la piratería, de lo que el capital desde un punto de vista legal posee, pero que desde un punto de vista social debería ser ¿capital universal? De cualquier manera el capital, es decir, la industria, no puede frenar la piratería, por tanto, busca la manera de darle la vuelta a la forma de delinquir, para que, quien hoy delinque, encuentre una oferta aceptable que le aporte algo a la industria. El caso es que la sociedad civil busca la manera de acceder al conocimiento, ya sea a través de la piratería industrializada, como la de Tepito; la socialmente aceptada, como la fotocopia; o la underground, como el intercambio de información a través de redes tipo lo que fue Napster, o grupos de interés conectados a través de la red. Quizás esto nos lleve a una agria y también vieja discusión acerca del derecho a la información, al conocimiento y a la cultura, como la que protagonizó en Francia de manera radical Condorcet en 1776. Creo que, en perspectiva histórica, el conocimiento, y esto incluye a la literatura, debe estar desprovisto de lucro y que, por tanto, la creación y el conocimiento deben ser de libre circulación, es decir, estar libre de “derechos”. Esto, por supuesto, mina mi manera de supervivencia, porque hoy vivo de hacer libros, de circular literatura y conocimiento. Hablo, por tanto, de mi propio exterminio, pero lo hago porque sé que mientras llega el Raid de los editores y demás parásitos de la cultura, alcanzaré con cierta tranquilidad el final de mis días productivos.
Por lo pronto, mientras la industria editorial busca formas de perpetuar su dominio sobre el medio predilecto que contiene el conocimiento, es decir, el libro, y maneras de mejorar sus condiciones, se están dando numerosas contracorrientes. Actualmente, una de las formas predilectas de difusión de información tecnológica y científica es el archivo electrónico. Si comparamos, por ejemplo, la disponibilidad de textos en librerías sobre lingüística, versus los que encontramos en la red, hay una desproporción gigantesca. Pero no sólo eso. Ya hay decenas de miles de personas que intercambian gratuitamente miles de títulos en la red, desde los clásicos de la literatura, hasta los más sonados best-sellers de la actualidad, como los libros de Tolkien o los de Dan Brown. La discusión acerca de la superioridad del libro impreso en papel vs. el libro en archivo electrónico comienza a resquebrajarse ante la contundencia de los hechos. Hoy en día, la lectura de libros y archivos electrónicos se está convirtiendo en una verdadera opción para hacerle llegar bibliotecas a más personas que, de otra manera, no tendrían acceso. Por cierto, a unas cuadras del Palacio de Bellas Artes ofrecen ya DVDs que contienen más de 1000 títulos de literatura por unos $100 pesos. Pero aun si nos alejamos de este submundo de la distribución ilegal de obras, la tendencia es clara.
Yo, además de editor, soy impresor. Fui pionero en la incorporación de las nuevas tecnologías de impresión digital en México. De todos los libros de mi editorial produzco un tiraje inicial de sólo 100 ejemplares, lo que me ha permitido publicar lo que para otras editoriales sería impublicable, porque carecería de atractivo económico, como lo es la poesía, por ejemplo. Poco a poco, más y más editoriales, instituciones académicas y empresas privadas recurren a nuestros servicios para editar textos cuyo público lector presumen tan reducido que no vale la pena más que hacer un tiraje corto. Por otro lado, cada vez más entidades solicitan no sólo la publicación de sus libros con este sistema, sino que piden también que los convierta a libro electrónico. Han de saber ustedes que hoy en día, en prácticamente todos los casos, cuando se produce un libro se crea un archivo electrónico equivalente al ebook, que a su vez puede tener varias vertientes. Una es la impresión, pero con un par de clics el libro está listo para subirse a la red. Esto lo saben Google, Microsoft y Amazon. Por eso su actual lucha por hacer acopio de archivos electrónicos, pero también por digitalizar los libros publicados que carecen de soporte electrónico. Hoy la tecnología permite automatizar la digitalización de enormes volúmenes, hacer un reconocimiento óptico de caracteres (OCR) para dotar a la imagen facsimilar del libro de una subcapa con el texto para luego realizar la indexación de todo, de manera que cualquier búsqueda que se realice en la red lleve a los contenidos de esa biblioteca universal. Ese proyecto ha avanzado enormemente, y muchas editoriales están trabajando con Google y/o con Amazon en ese sentido, como es nuestro caso. Si este proyecto continúa, y todo parece indicar que así será, en unos años la riqueza bibliográfica en Internet será infinitamente mayor que la que podamos encontrar incluso en las mayores bibliotecas del mundo. Y no sólo en materia de libros técnicos y científicos, sino también literarios.
Por mi parte aplaudo esta tendencia. Veo en ella la única manera de superar las limitaciones que presenta el actual mercado bestsellerizado orientado al libro. No encuentro manera de que se creen librerías que contengan la riqueza bibliográfica que la diversidad requiere. La multiplicación de librerías no llevaría más que a la reproducción de los actuales esquemas, es decir, habría más puntos de venta para los pocos títulos bestsellerizados, porque los libreros quieren hacer negocio y no una labor cultural al poner a la venta libros cuyas posibilidades comerciales son menores. Si la tendencia de la industria encaminada al libro electrónico se impone, ¿quiénes saldrán perjudicados, quiénes beneficiados?
En principio, todos saldrán beneficiados, particularmente los lectores, tanto existentes como potenciales, quienes tendrán acceso a mucho más a un costo muy inferior. Esto sin mencionar a quienes tienen algún impedimento visual y que, a través de la tecnología, podrán cambiar el tamaño de la tipografía o incluso disponer de lectores electrónicos en voz alta que les lean no sólo los textos de libros, sino también periódicos y revistas. El sueño de la bibliodiversidad podría hacerse realidad. Ya no habría impedimento para que todas las obras pudieran darse a conocer. Por supuesto, habrá editores que, al no comprender estos cambios y al no encontrar maneras de adaptarse, es decir, de ofrecer valores agregados que les permitan cobrarle algo al lector, desaparecerán del escenario y nadie les llorará. Al mismo tiempo, estos cambios nos enfrentan a incontables retos en materia de investigación de procesos de lectura, y de adaptación de aspectos que inciden sustancialmente en ella, como el diseño y el manejo de la tipografía. También habrá que analizar las implicaciones de la proliferación de hipervínculos y metatextos y, por tanto, de la lectura no lineal. Por supuesto, la tecnología tendrá que avanzar en materia del desarrollo de dispositivos de lectura que sustituyan la interfase amigable del papel, es decir, dispositivos cuya opacidad contribuya a una lectura descansada y fluida, cuya portabilidad sea cada vez mayor y cuyo precio descienda con la misma rapidez con la que lo hicieron las calculadoras de bolsillo. ¿Hacia dónde nos llevará la tecnología en el terreno del desarrollo de dispositivos de lectura? Es muy temprano para decirlo. Aunque ya comenzamos a intuirlo, si observamos los avances en proyectos como los que mencioné.
Finalizo: es claro que la batalla de hoy en el mundo del libro y la lectura se da entre grandes consorcios económicos con intereses muy poderosos, y que lo que está en juego es la bibliodiversidad y la democratización del conocimiento. Podemos encontrar solución a los problemas que enfrentamos para hacerle llegar al lector cada vez más títulos aprovechando los recursos tecnológicos. La democratización de la lectura pasa por encima de los intereses de las pirañas del conocimiento y del libro (es decir, de las megaeditoriales). Estamos en los albores de grandes transformaciones en las que el conocimiento y la lectura tendrán que enfrentarse a los intereses de los grandes capitales tanto de la industria editorial actual, como de quienes están propiciando estas transformaciones, es decir, los amos de la tecnología y la Internet. El futuro de una humanidad lectora pasa por la necesaria desaparición del libro tal como hoy lo conocemos después de una etapa más o menos larga de convivencia con los diversos soportes existentes más los que vienen en camino. Ante el sepulcro del libro con soporte en papel se erigirá el florecimiento de la literatura, del conocimiento, de la cultura universal.
De cualquier manera, mientras viene la desaparición del libro impreso en papel, seguiré rodeado de ellos y viviendo de ellos, contribuyendo como editor independiente a la bibliodiversidad y luchando, como individuo, contra los dinosaurios que pretenden frenar la proliferación del conocimiento manteniendo la lectura como un privilegio de una élite pudiente.
¡Que muera el libro, que viva la lectura!
*azh, octubre 2007