De paso por Punta Umbría, mi reencuentro con Madrid

Fue en 1982 cuando acudí por última vez puntual a mi cita con Madrid.

Celebramos allí el I Congreso Iberoamericano de Traductores (que por cierto presidió el Rey Juan Carlos I) en el que acordamos fundar la efímera Sociedad Iberoamericana de Estudios sobre la Traducción (SIET). Franco había muerto, y estábamos en el estertor del inicio de la transición. Allí conocí a Valentín García Yebra, cuya obra En torno a la traducción, que originalmente dio a conocer Gredos, publiqué en Ediciones del Ermitaño con muy mala suerte, por cierto, pues nunca logramos la distribución y venta que habíamos imaginado.

En esa ocasión tuve la oportunidad de conocer Madrid en condiciones privilegiadas. Hotel cómodo, visitas guiadas, recepciones en numerosas sedes reales, gubernamentales y diplomáticas, comidas, cocteles, actos culturales. Años atrás había visitado la ciudad. Mi ignorancia me hizo pasar malos ratos a manos de auténticos “gachupines” que de la cortesía y afabilidad mexicana no sabían nada. Trato rudo era la consigna entre algunos. Pero Madrid siempre supo cautivarme.

Ahora, es decir, en abril y mayo de este año 2007, Madrid volvió a deslumbrarme. Hice el vuelo trasatlántico para participar en un encuentro de editores independientes en Punta Umbría. Llegué a Madrid agotado y, si bien mi trayecto me hacía continuar hasta Sevilla, decidí quedarme y visitar a mi buen amigo Jorge Valdés, de quien tengo un espléndido libro publicado en la colección erótica de Minimalia y quien, cuando esto escribo, dirige el Instituto de México en España. Era un día lluvioso y fresco. Mi llamada lo despertó pero, con su amabilidad de costumbre, me invitó a irme a refugiar en su departamento. Llegué en taxi y subí mis maletas que pesaban más de 60 kg, pues llevaba libros para exponerlos en el encuentro. Jorge salió a mi encuentro con cara de desvelado. Había estado chateando con su hijo, que estudia en Miami, hasta altas horas de la madrugada. Nos quedamos platicando hasta que tuvo que partir a su oficina. Me quedé en su departamento platicando con su encantadora esposa Martha, que es psicoanalista. Traté de recordar, en la plática con ella, mis estudios de psicoanálisis en Alemania y después en México, con Rafael Estrada, quien dirigía el Instituto Wilhelm Reich. En esa ocasión también tomé un curso de hipnosis clínica en el IMSS. Los conocimientos que adquirí los puse en práctica luego en el instituto de Estrada y, más adelante, en Alemania, donde estudié pedagogía. Pero estoy divagando.

Martha nos preparó una deliciosa comida. Gazpacho, por supuesto. Después de degustar los platillos y de conversar un buen rato, Jorge y yo nos echamos una reparadora siesta. Para entonces su secretaria ya me había encontrado boletos para ir a Huelva, donde Uberto Stabile, organizador del encuentro de editores, me recogería para llevarme a Punta Umbría. Tomé un taxi a la estación de trenes de Atocha. Cargar esas cuatro maletas con sus sesenta kilos de peso fue un suplicio. Pero nada comparado con lo que seguía.

El tren salió puntual. Me senté junto a una linda joven. Permanecimos en silencio hasta que, de pronto, sonó mi celular. Era una llamada sin importancia desde México. ¡No mames! Dije en voz alta. La chava a mi lado volteó sorprendida (seguro por el vocablo y por el énfasis). Le expliqué que acababa de contestar una llamada de México que seguramente iba a costar una fortuna. Ni idea tenía yo que las llamadas se enlazan ya con tal facilidad de un continente a otro sin necesidad de hacer petición expresa al respecto. El hielo se rompió y las siguientes dos horas de trayecto nos la pasamos platicando gratamente. Ella era originaria de Punta Umbría.
Punta Umbría

Al llegar a nuestro destino, Huelva, nos despedimos. Uberto Stabile había ofrecido ir a recogerme a la estación de trenes. Como no nos conocíamos, me quedé en el andén escudriñando, hasta que la misma muchacha vino con Uberto. Le había visto cara de que buscaba a un editor mexicano. Y acertó.

Con maletas y los consabidos más de 60 kg a cuestas, fuimos caminando a un bar en el que se realizaría la presentación del encuentro al que iba. Allí conocí a Xabier Vila-Coia, con quien sostuve largas pláticas, aunque nunca las suficientes. ¡Qué fauna la que logró reunir Uberto Stabile en ese encuentro! Los que no ladrábamos, maullábamos, mugíamos, bueno, hasta hablábamos. Después de un recorrido por barco conversé, por ejemplo, con Rodolfo Franco. ¡Todo un personaje! Me acaba de enviar sus poemas experimentales. Sus juegos con los palíndromos, con los anagramas, con sus mándalas videográficos. Con su talento. Me invitó una cerveza, pero alguien se le adelantó y me pusieron enfrente una Corona con un limón incrustado, cuando me moría por una Cruzcampo.

El encuentro se llevó a cabo en el Teatro del Mar. El primer día me hospedé en un hotelito distinto. Uberto, habiendo recogido a los que tenía que anfitrionar esa noche, preguntó que quién deseaba irse a tomar una copa. Me apunté. Traía la desvelada del viaje con las 8 horas de diferencia, las toneladas de equipaje y el estrés del vuelo. Caminamos a buscar un bar abierto. Comencé a imaginar que éste iba a ser un viaje de mucha caminata.

Cuando regresé al hotel, el cuarto estaba ocupado por unos cinco humanoides mexicanos que estaban hasta las chanclas. El cuarto lleno de humo. Pinches compatriotas, me dije, ya váyanse a dormir. Pero me ofrecieron un tequilita. Me sirvieron medio vaso. Y los perdoné. Se fueron los que sobraban al poco rato. Me acosté para descubrir que mi compañero de cuarto roncaba como locomotora desrielada. Me tomé un último chorrito de tequila y caí… dormido… muerto.

Desperté al día siguiente tarde. Me bañé, me peiné, me cambié de ropa. Salí. Nadie a la redonda. Hambriento, sediento, aún cansado. Me había dicho Uberto que debía cambiar de hotel. Es decir, trasladarme a un maravilloso hostal al lado del mar. Eso de estar al lado del mar me llamó la atención y no repelé. Pero nadie me sabía decir cómo llegar. ¿Algún taxi? Hallar un taxi en Punta Umbría es más difícil que encontrar un político honesto en México. Es decir: cero esperanzas. Pero me dijeron que el hospicio estaba allá, nomás “tras lomita”… bueno, pero en umbriano. Así que me lancé tras la lomita, y caminé, y caminé, y caminé bajo el sol, aún develado, con los tequilas encima, con los consabidos 60 y pico de kg de equipaje, y nada. De pronto me senté en medio de la nada y me pregunté: ¿qué chigaos haces aquí? Como nadie me respondió, seguí caminando. Hasta que hallé el hospicio. Y me llevaron a mi celda.

Sé que suena mamón. ¿Celda? Un cuarto de unos dos por tres metros, quizás un poquititito más. Un baño compartido con otra celda, digo, cuarto. Me acordé de mi amigo Fernando Valdés, editor encarcelado injustamente en México. Claro… él en una de las prisiones más atroces de México. Yo en un lugar turístico de España. ¿Qué pedo? Bueno, confieso: mi lado burgués estaba tomando el mando.

Al día siguiente, ya recuperada mi espalda con una escoliosis y tres hernias de disco después de arrastrar 60 kg de materia fecal (así lo veía yo a esas alturas), me dispuse a ir al Teatro del Mar, donde se llevaría a cabo el encuentro. Salí, y caminé… y caminé… y ya muerto de cansancio me detuve en un changarro para desayunar algo. Pedí una tortilla española y un zumo. El precio comenzó a espantarme.

Del Encuentro en sí hablo en otra nota en este blog. Fue extraordinario. Pero fuera de serie fue, para mí, la posibilidad que Punta Umbría me ofreció de caminar con libertad. Quien no conoce la Ciudad de México, no sabe lo que es vivir ya sea enclaustrado, o en el ácido diario de qué te podrá suceder (asalto, violación, desastre). Si bien nací en México, tuve la oportunidad de ir a estudiar a Alemania la prepa y la Universidad. Allí degusté no sólo las caminatas, sino las largas travesías en bicicleta. De eso me olvidé al regresar al DF. Puros trayectos primero en delfines y ballenas, luego en peseros, en Metro, y finalmente en mi vocho. Adiós a las caminatas.

Ir a Europa, a NY, significaba para mí en el pasado fundamentalmente recobrar mi derecho a caminar sin temor tanto de día como de noche. Punta Umbría significó lo mismo, y poco a poco lo fui descubriendo. Caminar. La posibilidad de deambular con libertad. Deben comprender que soy un habitante de la Ciudad de México. Salir de la casa con cierto terror no es inusual. Dicen que morir balaceado a las afueras de tu propia casa es más probable que morir porque tu avión se estrella. Y probablemente es cierto. Lo que por supuesto no contribuye a que supere mis fobias a los aviones.

Conforme fueron pasando los días, mi organismo se volvió a habituar a las caminatas. Me fui percatando del grado de deterioro en que se encuentra mi cuerpo a mis 52 años de edad. La caminata del Hostal al Teatro del Mar me pesó al principio. Pero al paso de los días comencé a degustarla. Del Teatro me iba caminando al otro punto de la ciudad, donde atracan los botes de los pescadores, y a caminar por una hermosa calle peatonal donde encontré un restaurante cuya cocina acabó por cautivarme y al que acudí cuantas veces pude, aunque en ocasiones tuve que esperar turno por la afluencia de comensales. Calculo que, finalmente, habré estado caminando diario mas de 12 km. Nada mal para un viejo huevón como yo.

Cuando terminó el Encuentro, empaqué mis chivas, pero le dejé a ese fantástico personaje que es Uberto Stabile una colección de los libros de Minimalia. Ha estado formando una biblioteca que a la fecha cuenta ya con más de 10,000 títulos donados por los editores que han acudido a su llamado a lo largo de 14 años. Hice nuevos amigos y recobré mi gusto por la sencillez y por los viajes. El Hostal me comenzó a gustar cada vez más, y mi celda se convirtió en cuarto, pese a los discursos y ronquidos nocturnos de mi vecino a dos desvencijadas puertas de distancia. A fin de cuentas, cuando regresaba a dormir estaba tan cansado de las largas horas de caminata sumadas a las cervezas que consumía en el camino, que simplemente caía muerto y no revivía sino hasta el día siguiente a la hora del desayuno.
Madrid

Para cuando todo terminó, ya había encontrado finalmente dónde había taxis. Le pedí a un taxista que me recogiera al día siguiente temprano para tomar el tren, y acudió puntual a la cita. Llegué a la estación, me despedí de Punta Umbría, puerto con el que ya me había encariñado, y subí al tren. Esta vez no me acompañó ninguna hermosa madrileña. Me propuse disfrutar la vista, pero caí dormido. Desperté cuando los altavoces anunciaban nuestra llegada a Madrid. El viaje se me hizo brevísimo.

Mi retorno a Madrid tenía la intención de reencontrarme con mi hija, que estudia en Alemania y a quien no había visto desde la Navidad pasada que nos visitó en México. La convencí de que nos viéramos en Madrid, para que luego nos fuéramos puebleando hasta la ciudad de Aachen, en Alemania, cruzando Francia y haciendo escala en París. Sin embargo, Jorge Valdés me había sugerido que aprovechara que estaba en Madrid para recorrer con mi hija la ciudad los días que me quedaban libres. Cuando llegó mi hija Xiluén, le sugerí ese plan, pero ella quería que yo fuera a Alemania con ella, pues deseaba presentarme sus espacios y amigos. Decidimos discutirlo armados de una paella. Encontramos un restaurante llamado La Paella Real, que unos madrileños que encontramos a la salida del Museo del Prado nos sugirieron. Pedimos la paella de mariscos y una botella de vino tinto. Rioja, por supuesto. Tras degustar la paella y el vino, mi hija cayó rendida ante los encantos de Madrid. Nos trasladamos al día siguiente del hotel en que estábamos, lejos del centro, a otro que estaba en la Calle Arenal, es decir, en plena avenida peatonal, cerca de la Puerta del Sol y de la Plaza Mayor. Un hotel gallego, diría mi hija con su habitual sarcasmo. El Petit Palace High Tech. Incluía conexión permanente a Internet. Pero el inodoro estaba conectado a la toma de agua caliente, de manera que al sentarse, recibías un baño sauna en el culo. Por supuesto, las tomas de agua caliente y fría estaban invertidas, de manera que si nos descuidábamos, acabábamos recibiendo un baño helado o hirviendo, inversamente proporcional a lo que habíamos deseado. Madrid está lleno de esos hoteles, todos con idéntico nombre, de manera que en un descuido, te metías a un hotel que no era el tuyo.

Durante seis días recorrimos las calles madrileñas. Arenal, Gran Vía, Paseo del Prado y Paseo de Recoletos, el Jardín Botánico, el Parque del Buen Retiro y el Palacio Real. También exploramos el Metro como medio de transporte. Por supuesto nuestros pasos nos llevaron a la fuente de las Cibeles, a la Puerta de Alacalá y a Atocha. También llevé a mi hija a conocer el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, donde nos esperaban Dalí, Picasso, Juan Gris, Miró, Chillida y Tàpies, entre muchos otros. Al llegar al Guernica, apenas pude ocultar esas lágrimas que también fluyeron cuando vi ese maravilloso y estrujante cuadro de Picasso por primera vez. Pero recorrimos más calles, bares y restaurantes, que museos. Aunque no dejamos de ir al Escorial, donde nos recibió un viento helado combinado con lluvia que nos caló hasta los huesos. Armados con nuestras cámaras fotográficas recorrimos los rincones de la ciudad, descubrimos luces y sombras; experimentamos. Desde que nació mi hija, hace más de 18 años, soñaba con una convivencia así. Largas caminatas hasta altas horas de la noche, interminables conversaciones, cero conflictos. Degusté Madrid como nunca, y me sentí como pavo real caminando orgulloso, contento, feliz con mi hija del brazo en ese último reencuentro en Europa antes de que retorne a México a continuar sus estudios y a integrarse a la familia y a nuestro proyecto editorial.
*azh, mayo 2007

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