Entrevista a Gerardo Cabello, editor

Entrevista que realizó A. Zenker para la revista Quehacer Editorial
Mayo 2003

Gerardo Cabello nació en la ciudad de México (1942). Estudió un año en la Escuela Nacional de Ciencias Políticas y Sociales. Trabajó durante 18 años en un taller de imprenta, donde fue corrector de pruebas y de estilo, linotipista y jefe de taller. Posteriormente laboró como corrector de estilo en diferentes periódicos de la ciudad (El Heraldo de México, Diario de México, Novedades, El Día) y en la revista Tiempo, cuando la dirigía don Martín Luis Guzmán. También prestó sus servicios en las editoriales Nueva Imagen, Diana, Nueva Editorial Interamericana, Compañía Editorial Continental, Limusa, Jus y Yug, así como en la Dirección General de Divulgación y la Dirección General de Publicaciones de la SEP. Trabajó durante 19 años (1983-2002) en el Fondo de Cultura Económica, 16 de ellos como jefe de Primeras Ediciones y subgerente de Producción Editorial. Alejandro Zenker (AZ) conversó con él sobre su experiencia en el quehacer editorial.

AZ: En México no existe la carrera de editor. Si bien poco a poco se han venido estructurando e impartiendo cursos, el editor se ha tenido que hacer sobre la marcha, como aprendiz primero, allegándose conocimientos de otros con más experiencia. Cuéntanos cómo fue en tu caso tu acercamiento al quehacer editorial, quiénes fueron tus maestros.
GC: Ahi te va una larga historia. Hice mis pinitos como corrector de pruebas en un lugar llamado Editorial Luz, en realidad un taller de imprenta de regulares dimensiones donde se elaboraban desde tarjetas de presentación, participaciones matrimoniales, bolos, hasta libros: el amplio campo de la tipografía de antaño, en que lingotes, tipos movibles, ramas, minervas y prensas planas eran los elementos de la tarea cotidiana. Considero mi primer maestro en asuntos editoriales a Pablo L. Martínez, quien, gran conocedor de la gramática y creador de un juego para enseñarla denominado Tablas gramaticales, fue mi profesor de cuarto, quinto y sexto años en la primaria pública Francisco A. Peñúñuri, situada enfrentito del actual museo José Luis Cuevas, entonces una derruida vecindad. El profesor Martínez –le decíamos maestro Pablo–, con el tiempo autor y editor, a su costa, de la primera historia de la Baja California, nos impulsó a un grupito de compañeros y a mí a publicar una revistita, Alma Infantil, para lo cual nos lanzamos a conseguir fondos mediante la venta de anuncios de carnicerías, cajones de ropa, panaderías de los alrededores: Jesús María, Corregidora, Moneda, el mero Centro Histórico pues, a la sazón sin el adjetivo. Aunque ya teníamos casi listo el material y había sido exitosa la venta de publicidad, la Editorial Cvltvra, cuyos talleres estaban en las calles de Guatemala, puso a la impresión de la revista un precio inalcanzable para nosotros: fui director de una revista que nunca apareció, si bien puede decirse que ésa representó mi primera incursión en labores editoriales, que tuvo su continuación hacia finales del año 1953, cuando a mis doce años, y juzgándome el maestro Pablo poseedor de buena ortografía y por ello quizá futuro corrector de pruebas, me colocó en calidad de aprendiz en la Editorial Luz, donde Miguelito Arroyo y el Parrandas Balderas, par de ases en linotipo, me enseñaron los signos y el procedimiento para corregir. Desde el primer momento me fascinó el oficio, que abracé con pasión pese a los contados pesos que me pagaban y a las mentadas de madre de quienes se molestaban porque un chavo corrigiera sus erratas. Y de ahí pal real. Memoricé la caja, es decir el recipiente con cajetines que contienen los tipos movibles; luego ya pude formar en metal, me hice linotipista, machoteé revistas –diagramé, diría hoy, elegante, un diseñador de universidad pomadosa–, fui jefe de taller, pero nunca dejé de corregir pruebas y con el tiempo comencé a revisar originales. Aprendí haciendo: no tomé cursos específicos, aunque, claro, seguí yendo a la escuela hasta que en el primer año de la licenciatura destripé. Mis maestros, aparte de los mencionados, fueron los compañeros tipógrafos que traté a lo largo de dieciocho años de brega en talleres de imprenta, de manera que cuando posteriormente trabajé en periódicos o editoriales, ya tenía cierta experiencia, que amplié, también haciendo, en el Fondo de Cultura, donde trabajé como corrector, primero, y luego, durante dieciséis años, como jefe de Primeras Ediciones y subgerente de Producción.
AZ: Podríamos dividir el quehacer editorial en varias especialidades. Tú te dedicaste más que nada a la producción editorial, al menos en el periodo en que tuve el gusto y privilegio de conocerte y trabajar contigo. Aplicaste entonces de manera sistemática los pasos idóneos para producir libros con la menor cantidad posible de erratas. Cada libro pasaba entonces por el diseño, la revisión y el marcaje, el cotejo en el caso de las traducciones, la tipografía, la lectura de galeras, la formación de planas, dos lecturas de planas y la contraprueba. ¿Cómo es que estableciste y seguiste esos pasos?
GC: Nos conocimos en el Fondo de Cultura, ¿recuerdas? Cuando llegué allí –gracias a Felipe Garrido, a quien debo tanto–, empecé como corrector y por ello me di cuenta de que las lecturas de los libros eran excesivas, situación originada por el hecho de que no se revisaba la pertinencia de las correcciones marcadas en cada etapa, es decir, cuando el corrector Mengano devolvía, por ejemplo, las galeras que se le habían dado a leer, el encargado de producción las mandaba al taller tal cual las recibía; luego el corrector Zutano veía las primeras y le enmendaba la plana a Mengano (para muchos correctores el lector anterior siempre es un pendejo) y de nuevo el encargado las enviaba tal cual al taller; con las segundas ocurría lo mismo, de manera que otra vez debía leerse el material. Era un verdadero desmadre. Así que cuando Adolfo Castañón, nombrado gerente de Producción, me invitó a colaborar con él, lo primero que hice fue examinar el trabajo de los correctores y advertí que muchos ni siquiera buena ortografía tenían, se les iban saltos, etcétera. Mandé a la goma a varios que, como es natural, o me mentaron la madre, o me declararon carente o escaso de ella. Luego impuse la aplicación de exámenes a los aspirantes, comencé a revisar la pertinencia de las correcciones señaladas en cada una de las etapas y de ese modo se limitó el número de lecturas. En realidad no establecí nada nuevo: seguí, sí, la antigua tradición tipográfica.
AZ: Siempre decías que un libro que mal inicia, mal termina, refiriéndote al proceso inicial de revisión, cotejo y marcaje. Realizar esa labor inicial es también la más compleja, la que más destrezas y conocimientos requiere. ¿Cómo verías o definirías al corrector idóneo para realizar esta primera etapa en el proceso de producción?
GC: Sería quien, a más de conocimiento amplio de la gramática, así como cultura general aceptable, tuviera también conocimiento amplio de las normas tipográficas y, si se tratase de una traducción, supiera al menos leer el idioma original de la obra en cuestión a fin de evitar los calcos semánticos y los barbarismos en que con tanta frecuencia incurren traductores descuidados.
AZ: En la lectura de galeras se cuidan aspectos diferentes que en las lecturas de planas. ¿Podrías explicar las diferencias entre lectura de galeras y de planas y describir de qué conocimientos tiene que hacer gala quien enfrente estas tareas?
GC: Convendría aclarar que todavía algunos tipógrafos, de esos que aún hablamos en cuadratines, llamamos galera a la primera prueba de la composición elaborada en computadora, en reminiscencia de la prueba que, rodillo entintado mediante, se sacaba a la composición de linotipo recién fundida, a cuyo conjunto de líneas o lingotes se le decía galerada y se depositaba en una especie de plancha metálica denominada galera. Respecto de las diferencias entre lecturas, estriban en que la de galeras, por ser la prueba inicial de la formación, es susceptible de cambios, agregados o supresiones, además de que en esta etapa deben verificarse foliación tanto del original como de las pruebas, exactitud de la caja y la familia tipográfica señaladas, propiedad de la jerarquización tipográfica, localización de callejones y viudas, correspondencia entre llamadas y notas, colocación adecuada de cuadros y gráficas, etcétera. Importa recalcar la conveniencia de que la lectura de galeras se haga con ayuda de atendedor a fin de captar posibles saltos cuando se ha capturado el texto en el taller o para comprobar la concordancia del original impreso con la información contenida en el disquete enviado por el autor, práctica común ahora. Todo lo anterior tiene el propósito de que las planas estén exentas de errores hasta donde sea posible y sean casi las pruebas definitivas. Sin duda, quien realice estas labores será un corrector acucioso, avezado, con ojo.
AZ: Al finalizar la producción del libro viene una etapa poco comprendida y mal ejercida en muchos casos, que es la revisión final de lo que llamábamos las “pruebas finas”, es decir, la contraprueba. ¿Cómo llevarla a cabo, cómo evitar las erratas de último momento?
GC: Ahora se confía demasiado en las computadoras y se piensa que cuando se llega a las pruebas finas es imposible que la composición se mueva; sin embargo, un teclazo involuntario e inadvertido puede comerse letras o palabras, o algún factor electrónico provocar reflujo del texto. Opino que debe actuarse a la antigüita: abanicar, lo que se llama abanicar, no ver plana con plana a trasluz. Sin embargo, aun el ámbito editorial universitario se desconoce o se olvidó este procedimiento.
AZ: En el terreno tipográfico tú viviste prácticamente toda la evolución tecnológica, desde el linotipo que se usaba en los viejos talleres del FCE, pasando por la composer de IBM y las viejas fotocomponedoras, hasta la aparición de los programas de cómputo de composición y las impresoras láser. Cuéntanos cuál fue en este sentido tu experiencia, qué perdimos, qué ganamos con la evolución tecnológica.
GC: Como ya te dije, antes de llegar al Fondo yo había sido linotipista, como dos hermanos míos, y conocí también las composers y las fotocomponedoras, las cuales eran manejadas por improvisados operarios con salarios miserables comparados con los cobrados por los linotipistas. Cuando trabajé, como corrector, en un lugar donde había aquéllas, mientras estuve allí no lograron meter automáticamente en el texto las correcciones, lo cual era una de sus supuestas ventajas. Ante esto, pensaba: “No hay como el linotipo”. Luego, ya en el Fondo, para el que trabajaban diferentes talleres linotipográficos, entre ellos nuestra vecina Gráfica Panamericana, empezaron a entrar talleres de fotocomposición: ¡qué problemas acarreaban! Había, recordarás, dos tipos de papel fotográfico en que se imprimía la composición: uno de cierta duración (para libros, digamos, por su proceso lento) y otro totalmente efímero (para revistas o publicaciones de rápida producción) y sobre ellos se pegaban, previamente recortadas, las correcciones (a veces una palabra, a veces una línea, en ocasiones, si había recorrido, todo un párrafo), de modo que cuando llegabas a lo que ahora serían pruebas finas, y además si el taller, mañosamente, había utilizado papel efímero, tus planas eran un conjunto de grises sobre el fondo amarillo del papel, y te decía el dizque tipógrafo del taller: “Tiene que imprimirse de nuevo todo el texto”. ¡Me cachis en la mar! Ante esto, pensaba: “No hay como el linotipo”. Pero al Fondo llegaron las computadoras, más bien llegó porque era una pequeña Macintosh en la cual se elaborarían las preliminares, que los talleres que trabajaban para el Fondo se dilataban mucho en hacer. La verdad, nunca me había acercado a una computadora y me maravilló, me espantó diría la rapidez y la claridad con que operaba la maquinita. Aun así, me resistí un poco a aceptar que la computadora sí superaba al linotipo y te eximía del riesgo de la silicosis, contraída por muchos compañeros tipógrafos. Ahora estoy convencido de que es un gran sistema, aun cuando, como todo actualmente, se emplea con un sentido mercantilista exagerado por gente que no tiene la menor idea de la tipografía. Eso es lo que perdimos: la experiencia de los viejos tipógrafos que no quisieron o no pudieron actualizarse para operar los nuevos inventos, los cuales dieron paso a una cáfila de advenedizos e improvisados que se dijeron o se dicen tipógrafos porque saben teclear en una computadora. Pero finalmente se ha ganado: la nueva tecnología nos permite hacer todo y más de lo que hacíamos con aquellos instrumentos ahora sí arcaicos. Claro, a condición de que se tenga u obtenga el conocimiento necesario para ello. Permíteme recordar a don Jaime García Terrés: él se empeñó en que el Fondo de Cultura Económica tuviera su propio taller de composición electrónica y lo consiguió pese a la oposición de funcionarios subalternos de él enquistados en esa institución. No creo equivocarme si digo que don Jaime fue precursor del uso de la nueva tecnología en una editorial.
AZ: Si bien los libros los producíamos de acuerdo con ciertas normas, recuerdo bien la lección que una vez me diste cuando me expresaste sabiamente que hay que seguir las normas escrupulosamente, pero no a lo pendejo, frase que apliqué con singular alegría en mis talleres. Cuéntame de esa flexibilidad que debe tener el editor.
GC: Si alguna vez te dije eso, lo he olvidado. Las normas son las normas.
AZ: Evidentemente, en materia tipográfica, un libro debe componerse de manera armónica. Cuéntame cómo concibes una relación adecuada entre caja, interlínea y cuerpo.
GC: No soy, de ningún modo, teórico de la tipografía. Sin embargo, pienso que como nosotros para respirar, la página necesita aire para ser legible: márgenes generosos, interlíneas amplias, tipos bien definidos. Por cierto, tamaño del tipo e interlínea constituyen el cuerpo: tipo de 10 puntos en cuerpo de 12, por ejemplo.
AZ: Las familias tipográficas han pululado en los últimos años, víctimas de una especie de explosión demográfica donde hay engendros espantosos que son una afrenta al buen gusto y otros que logran su objetivo. Recuerdo que una de tus familias predilectas era el Aster. ¿Por qué? ¿Qué otras familias privilegias en el caso de los libros?
GC: Porque es un tipo de rasgos bien definidos y de buen ojo. Me gusta mucho la Garamond; no tanto la Garamond a secas, que es muy redonda: la Simoncini Garamond, la AGaramond.
AZ: No hay libros sin erratas. Sin embargo, después de toda esta experiencia que has acumulado, ¿qué crees que podría hacerse para mejorar el trabajo editorial, para minimizar erratas?
GC: Pienso que si el encargado de cada una de las etapas de producción trabaja con cuidado, las erratas disminuirán: la capturista o el formador deben pasar indefectiblemente el diccionario a lo largo del texto que estén componiendo o formando; los correctores, de galeras, primeras o segundas, deben hacer su tarea pensando que su lectura será la única, que no habrá otra oportunidad para cazar la errata, porque ocurre que muchos correctores esperan irresponsablemente que el lector de la prueba siguiente marcará lo que se les haya pasado. Pero, sobre todo, hay que aplicar exámenes aun a las personas que se jacten de ser correctores: ¡te llevas cada sorpresa! Mediante aquéllos verificarás su dicho y también serán útiles para descubrir el ojo, las posibilidades de algún aspirante a quien quizá le falten los conocimientos suficientes, pero al que puedes capacitar, porque tiene eso: ojo, es decir, la rara cualidad de captar con presteza las erratas.
AZ: Recordarás aquellos tiempos en que la producción de un libro tomaba eternidades. Lo menos que corría era la prisa por sacarlos. Salían cuando debían salir. A veces eso sucedía hasta años después de iniciada su producción. Pero un día eso cambió, y lo que antes tomaba años tenía que salir en pocos meses, a veces ahora hasta en semanas y en casos extremos en días. Esa prisa ¿hace que el libro se pueda cocinar debidamente? ¿Antes sólo perdíamos tiempo o hubo algo que se perdió con el cambio de paradigma?
GC: Sólo te hablaré de mi experiencia en el Fondo. Tal vez de lo que diré te venga la idea de que la producción era lenta, pero hay razones para ello. Hace dieciséis años, cuando asumí la jefatura de Primeras Ediciones, había más de doscientas obras en diversas etapas de producción, las cuales estaban siendo elaboradas por treintaicinco talleres de calidad desigual, algunos malísimos, lo que agravaba la situación. Se habían rezagado no sólo por el ir y venir de pruebas que ya mencioné, sino porque muchos de esos talleres tenían el trabajo del Fondo como relleno, a pesar de que habían cobrado jugosos adelantos. Imagínate el relajo. Me llevó mucho tiempo la revisión de la pertinencia de las correcciones, práctica que no se seguía, como ya te dije. Al principio lo hice solo, pero fui preparando en ello a correctores de nuevo ingreso, a los que con el tiempo llamé editores, en el sentido de quienes cuidan un libro desde original hasta pruebas finas. Respecto a si puedes cocinar aprisa un libro, yo diría que mientras coordines adecuadamente a tus colaboradores, puedes hacerlo tan rápido y tan bien como lo desees. Finalmente, no considero que perdiéramos el tiempo, pues aprendimos a hacer mejor las cosas cada día.
AZ: En la producción editorial hay quienes ejercen el oficio superior de burócratas y no entienden a quienes estamos en la trinchera de la producción editorial. ¿Qué nos puedes contar de tus batallas contra la ignorancia en las propias filas de la editorial?
GC: Bueno, esas batallas de que hablas fueron enconadas, pero pienso que cuando tienes razón debes defenderla contra cualquier funcionario por gallón que sea. Yo tuve muchas broncas por exigir respeto a nuestra tarea, tan ninguneada sobre todo por los lameculos de los jefes y hasta por estos mismos.
AZ: Emilio Brugalla Turmo anotaba en una de sus ponencias que “se ha hablado de los libros malos y buenos”. Y continuaba: “¡Curiosa discriminación! En el prólogo de la novela picaresca El Lazarillo de Tormes, el supuesto autor, Diego Hurtado de Mendoza, nos informa que Plinio dijo: que no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena. Aforismo que repite dos veces Cervantes en el Quijote.” ¿Opinarías hoy en día lo mismo? ¿Te tocó alguna vez producir un “libro malo”? ¿O a todos los libros por igual les pones el mismo cariño?
GC: Como tipógrafo, como editor, tu deber es producir lo mejor posible el libro que te sea asignado, independientemente de su calidad literaria: que ésta la juzguen los críticos.
AZ: En el pórtico de las grandes bibliotecas de Egipto esculpían una frase referente al libro (en aquel entonces en forma de rollos de papiro): “Tesoro de los remedios del alma. Vergel de abundantes frutos. Maestro de bellas enseñanzas”. A ti te tocó producir libros ordenados por intereses políticos. ¿Seguirías suscribiendo esa frase o la enmendarías?
GC: Creo que si bien no todos los libros se ajustan a esa frase, si hablamos en términos generales continúa vigente. Respecto de los otros libros de que hablas, los hice con igual gusto que los demás, aun cuando despreciara a sus autores: suficiente tienen con que sus engendros se pudran en los almacenes.
AZ: Hoy en día las editoriales se han convertido en entidades muy complejas, donde ya no forzosamente hay un solo dueño. En muchos casos, los directivos ya no siempre saben cómo se produce un libro más que en términos muy superficiales si es que acaso. Eso hace que tengan que rodearse de gente que sabe hacer libros y que también se den conflictos entre quienes “mandan” (y representan los intereses comerciales) y quienes “obedecen”, siendo estos segundos los que tienen en sus manos la producción editorial. Ellos, los dueños, los directores, probablemente se consideran “editores” como si “ser editor” fuera igual a “dime qué vendes y te diré qué eres”. ¿Consideras que ellos son editores? ¿Qué es para ti propiamente un editor?
GC: El mercantilismo ha sido llevado al extremo. Es natural que haya conflictos: ¿aceptarán los dueños del parné que son pendejos? Es el cambalache de que habla el tango: hoy lo mismo vale un burro que un gran profesor. Conozco a algunos de tales mercaderes, porque eso son. De editores sólo tienen el nombre. Para mí un editor es quien, en acuciosa tarea, se encarga del cuidado de un libro desde el original hasta las pruebas finas, proceso durante el cual sugiere, enmienda, mejora.
AZ: Muchos aprendimos de ti a lo largo de los años de trabajo. Siempre fuiste un mordaz crítico, pero también un maestro solidario. ¿Qué nos cuentas de tus discípulos, de tus enseñanzas?
GC: Qué propio eres: me calificas de mordaz crítico por no decirme cabrón. Si algo enseñé a alguien, ojalá le haya sido útil.
AZ: El quehacer editorial ha venido subdividiéndose en ciertas especialidades. ¿Consideras que eso es conveniente? ¿O deberíamos volver a nuestros orígenes, cuando el editor conocía y manejaba el proceso de pe a pa?
GC: Creo que esto último sería lo conveniente, pues el libro debe verse como un todo.
AZ: En México no existe la carrera de “editor”. Sin embargo yo creo que los que ya vamos de salida, por decirlo de alguna manera, tenemos que bregar por la profesionalización del quehacer editorial. ¿Consideras necesaria esa profesionalización? ¿Qué opinas de una carrera de editor a nivel de licenciatura?
GC: Bueno, ya existe una maestría en la Universidad de Guadalajara, ¿no? Estoy de acuerdo en esa profesionalización que mencionas: debe darse la importancia que merece a una ocupación frecuentemente ninguneada. Se me ocurre que las aulas en que se impartiera tal licenciatura estuvieran constituidas por un gran taller donde se aprendiera a hacer los libros haciéndolos.
AZ: En otros países el quehacer editorial se aborda ya como ciencia, por lo que a su estudio y capacitación se ha dado en llamar “ciencia del libro”. ¿Consideras que el quehacer editorial puede ser abordado científicamente?
GC: Yo he sido, soy, tipógrafo, editor empírico. No quisiera enfrascarme en temas que francamente desconozco.
AZ: Tras todos estos años de dedicación a la producción de libros, ¿Qué es lo que más te ha resultado gratificante, qué es lo que más te satisfizo?
GC: Tenía yo doce años y dizque corregía un boletín de la Embajada Argentina, que en opinión del agregado cultural argentino tenía menos erratas desde que yo lo leía. Me dijo: “Te felicito, pibe”. No lo olvidé. Y siempre quise hacer mi trabajo lo mejor posible para mi propia satisfacción.
AZ: ¿Quieres agregar algo?
GC: Es la primera vez que alguien me entrevista y no creo que haya otra. Me agradó que fueras tú. Y quién quita, de aquí a la fama.

*azh, mayo 2003

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