Shie Gilbert: Un ejercicio de retrato fuera de serie

Cuando Joaquín Diez-Canedo me propuso publicar las memorias de Shie Gilbert, escritas por su hijo Arón, a quien le narró sus aventuras y desventuras, me sentí sobrecogido. Shie sobrevivió al campo de exterminio de Auschwitz. Emprendí la tarea de publicar el libro en la colección Minimalia, de Ediciones del Ermitaño. Pero no sólo eso. Le propuse a Arón hacer una sesión fotográfica. Quería aportarle al libro mi propio granito de arena, inmortalizando a este personaje histórico, cuyo carisma cautiva a propios y extraños. Nos reunimos en mi estudio de fotografía y, en una larga sesión, busqué plasmar cada gesto de Shie. Pero no sólo eso. También retratarlo junto con Arón, su hijo. Más adelante me pidieron que escribiera una nota introductoria para el libro. Así, una tarde me senté frente a mi computadora, y escribí lo siguiente.

Hay paralelismos en la vida que conducen a la reflexión. La historia apasionante que Arón Gilbert relata me llevó instantáneamente a revisar la que ha marcado toda mi existencia.

Arón nos cuenta la vida de su padre. En primera persona. Porque tuvo, y tiene, la fortuna de ver frente a sí al personaje principal de su drama narrativo. Cuando conocí a Arón, lo primero que le dije fue que él hizo lo que yo habría deseado: relatar la vida de mi padre. Pero lo que me indujo a confesarle esa tarea frustrada no fue el hecho de que él, conversando, entrevistando, atosigando a veces a su padre, pudo escribir la historia que están ustedes a punto de leer. No. Lo que me fascinó fue encontrar cierto paralelismo en nuestras historias presentes y pasadas. Paralelismo que, a la postre, nos hizo encontrarnos en el siglo XXI y reconocernos, como hijos de los que lo sufrieron, como sobrevivientes del holocausto, cada uno a su manera.

Shie Gilbert es un hombre que vivió, sufrió y sobrevivió al holocausto, es decir, a la política sistemática de aniquilación de judíos (y otros grupos “antagónicos”) en la Alemania nazi. Mi padre, alemán no judío, es decir, gentil a los ojos de la comunidad judía, fue un hombre que luchó desde su adolescencia contra el sistema que hizo y hace posible que surjan nazis y neonazis que desconocen al otro, sistema que busca metódicamente exterminarlo, trátese de negros, amarillos, homosexuales, discapacitados (a quienes hoy llamamos “personas con capacidades diferentes”) y, por supuesto, judíos, entre muchos otros.

El personaje de esta historia nació entrado el siglo XX; mi padre, en el ocaso del siglo anterior, es decir, en 1898. Una de sus primeras acciones contestatarias fue leerle el Manifiesto Comunista a su tropa, lo que le valió la cárcel. Visitó las rejas una y otra vez, hasta sumar cinco años de encarcelamiento. Se casó con una alemana, de la que se separó, y tuvo un hijo que murió en la guerra. Las persecuciones lo hicieron vivir clandestinamente. En ésas andaba, cuando se enamoró de una joven judía que, enferma de tuberculosis, huyó con ayuda de otros a Inglaterra cuando arreció la persecución nazi; mantuvieron correspondencia durante muchos años, incluso durante el exilio de mi padre en México. Él tuvo que luchar y huir, luchar y huir, como lo hicieron millones, separado de los suyos, opuesto frontal y radicalmente a la dictadura nazi y a la idea del exterminio de los “otros”, entre los que se encontró finalmente él.

Mientras, Shie Gilbert vivía en Polonia una vida normal, hasta que los nazis iniciaron la más cruenta y terrible de las guerras con la invasión a su país. Aparentemente, no hubo resistencia más que de los mismos polacos. El mundo guardó silencio. Se estableció el pacto de Hitler con Stalin. El futuro inmediato del mundo, el éxito de las ambiciones hitlerianas estaba sellado.

Pero hagamos un paréntesis. Una de las cosas contra las que siempre he respingado es el de la generalización, como hablar de “los gringos”, “los españoles”, “los árabes” y, también, por supuesto, de “los alemanes”. Si bien todo pueblo, toda nación, tiene aspectos genéricos, también en cada país los pobladores están divididos. Esto se manifiesta claramente en las democracias. En Alemania, gran parte del pueblo abrazó, más con esa imbecilidad que impele al ignorante que con el convencimiento del conocedor de causa, las banderas nazis. Pero hubo un enorme segmento que se opuso a esa blasfemia contra la civilización, y resistió. Fascistas los hubo por doquier. Por supuesto en Alemania, pero también en Polonia, Francia, Italia, España, en fin… Sin embargo, igualmente hubo legiones de opositores que dieron literalmente su vida y su libertad por impedir la barbarie. Este libro nos permite conocer una de las partes más aterradoras, pero sin su contraparte, la historia de Shie y de muchos otros, no se habría escrito. Mi padre fue parte de la contraparte y vivió los absurdos de la conflagración. Para darnos una idea: él, hasta entonces miembro del Partido Comunista, envió una carta de protesta a Dimitrov, dirigente de la Internacional Comunista, por el pacto del dirigente ruso con el dictador alemán. Con eso se convirtió en perseguido no sólo de los nazis, sino también de los comunistas, pues se había transformado en “traidor” a la causa. Así, quedó en el limbo, perseguido por unos, despreciado por otros. Y sin nacionalidad, pues el régimen hitleriano lo consideró indigno de ella. Dejó de existir. Como dejaron de existir los judíos ante una cobarde comunidad internacional.

Corrieron así los paralelismos opuestos. Mientras mi padre fue un militante que se rifaba la vida en una batalla contra la barbarie, Shie vivía una vida tranquila sin imaginar lo que se avecinaba. Uno, mi padre, supo que arriesgaba la vida; el otro, Shie, no sabía que su vida corría peligro. Finalmente, ambos, uno que siendo “ario” luchaba contra quienes empujaban a Alemania y al mundo hacia una guerra, la más terrible de todas, y el otro, “judío”, que vivía pacíficamente como cualquier ser humano, se vieron enfrascados en la conflagración, envueltos en un torbellino, en ese macabro juego de la muerte, la destrucción, el aniquilamiento.

Pero este libro no trata de mi padre, sino del padre de Arón. O quizás de los dos. O quizás de todos nosotros. Es, sin duda, una vacuna contra el olvido. Porque recuperar la memoria histórica es imprescindible para impedir la involución. ¿Cuántas veces no hemos dicho “nunca más” para volver a vivirlo pocos años más tarde? Yo estudié, entre otras cosas, pedagogía en Alemania y trabajé con niños en edad preescolar y luego con adolescentes. Con horror fui descubriendo que estaba naciendo una generación sin memoria histórica. Del olvido nace la negación. Cuántos no hay que no sólo ignoran, sino que incluso niegan que el holocausto realmente tuvo lugar. No sólo en Alemania, sino en todo el mundo. De allí la importancia del estudio realizado con gran erudición por Francisco Gil y que sirve de colofón a este libro.

Shie vivió lo que nadie debió haber experimentado. Es un testigo vivo que lleva un tatuaje sobre su brazo izquierdo que su hijo Arón acariciaba en su niñez sin comprender la magnitud de su significado, marca de la barbarie. Pese a ello, mantiene un sentido del humor y un amor por la vida que lo convierte en un personaje encantador. Comparte, en ese sentido, características que recuerdo de mi padre. ¿Cómo sobrevivió? ¿Cómo sobrevivieron tanto él, como mi padre, cada uno viviendo su propia épica, su propia tragedia? Sin duda hubo mucho de casualidad, de suerte, de ingenio, de arrojo. Si ellos no hubiesen sobrevivido, ni Arón, autor de este libro, ni yo, su editor, viviríamos.

Como editor independiente y promotor de la lectura, espero que esta obra, que debería estar en las manos de todo el mundo, vaya encontrando su universo de lectores más pronto que tarde. No se trata de hacer justicia, ni de recordar al padre, abuelo o bisabuelo masacrado, encarcelado, torturado o simplemente desaparecido. Se trata de evitar volver a lo mismo.

Los historiadores dedican años de sus vidas a analizar los aspectos epistemológicos y prácticos del conocimiento histórico, a analizar la función normativa de la noción de la verdad. En este libro, la verdad está no sólo en la narrativa de Arón Gilbert, sino también en el número 73 670, tatuado por los nazis en el brazo izquierdo de su padre. Ese número, ese tatuaje que lleva en su brazo izquierdo, debería fijarse en nosotros como una vacuna indeleble contra el olvido.

*azh, 14 de marzo 2007

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