Después de meses de navegar en medio de la ceguera, ayer llegaron los nuevos lentes de contacto de Noemí. Había sobrevivido malamente con sus lentes de armazón. Desde que nos encerramos por la pandemia, hace ya más de un año, ir a la óptica no era opción. Por ningún lado encontraba la referencia de sus dioptrías. Había traspapelado el testigo de sus últimas mediciones. Finalmente, la semana pasada, como de milagro, abrió un cajón más de la cuenta y allí apareció el anhelado papel con la factura. Con eso en la mano, se metió a la página de Costco y pidió unos lentes de contacto que más o menos corresponden con los que necesita. Ahora se siente en la gloria. ¡Ya ve! En lo que a mí respecta, dejé de usar lentes. Mi miopía es ligera, de manera que los uso sólo para ver películas. He notado, además, que en estos largos meses en que deambulo sin lentes algo en mi vista ha cambiado. Por supuesto, la siento cansada de tanto leer. De paso, la semana pasada me comenzó a atacar una severa alergia primaveral. Me convertí, de nueva cuenta, en un asesino de Kleenex. Hoy, mientras me echaba mis 45 minutos en la caminadora, me tuve que sonar no menos de quince veces y secar constantemente las lágrimas de mis ojos irritados. El Pichicuaz está cambiando de pelambre y supongo que nubes de polen navegan por la ciudad y entran por cuanta ventana está abierta. El antihistamínico le hace al pelo y al polen lo que el viento a Juárez, así que tendré que resignarme a sufrir unos meses. Meses duros, por lo visto, pues se aproxima la tercera ola de Covid, que muchos vaticinan más contagiosa y mortal que las dos anteriores. Lejos, muy lejos estamos de superar esta pandemia. Lejos, muy lejos, de volver a algún tipo de normalidad; a menos que la nueva normalidad sea lo que estamos viviendo ahora…