No sé si alguno de ustedes ha sentido el estruendoso e insoportable silencio de la pandemia. Mientras estamos confinados, cada uno vive como puede sus condiciones personales, silenciando los gritos de sufrimiento y muerte. Yo fui siempre un chico estruendoso. Me encantaba escuchar la música a todo volumen. En un principio fue la música clásica: Escuchar conciertos, ópera, me fascinaba. Luego transité hacia el rock. Me tocó asistir a los conciertos en vivo de los Rolling Stones, de Black Sabbath, The Who, Uriah Heep, The Doors, AC/DC, Pink Floyd, en fin, de muchos de los grandes grupos que hacían resonar los estadios donde se presentaban. Fui a Avándaro. Ningún volumen me era suficiente. En mi adolescencia escuchaba la W/FM que transmitió rock durante años sin anuncios. Vivía con mi padre que me consentía todo, ayudado en parte por la sordera que sufría a raíz de su participación en la Primera Guerra Mundial, donde fue cañonero. Conforme fui creciendo, una de mis prioridades fue siempre comprarme equipos de sonido con cada vez más capacidad destructiva. Si bien comencé a trabajar desde los 15 años, ya entrado en mi vida profesional post universitaria me vi sometido a grandes presiones. Vivía solo, así que solía poner música a todo volumen para “bailar” desenfrenadamente hasta medio destruir mi departamento. Eso me relajaba. Así continuó la historia. Hasta en Solar/Ermitaño instalamos bocinas profesionales que inundaban de música toda la Ciudad de México en las épicas fiestas que armábamos. Equipos cada vez más potentes, bocinas más grandes. Hasta que descubrí el sistema de sonido de Sonos y el desmadre no tuvo límites. En esas andaba, cuando Nimue comenzó a crecer y a despotricar porque no aguantaba mi ruido. Ni los demás a mi alrededor. He de decir que siempre busqué espacios donde pudiera estar tranquilo con mi ruidoso desmadre. Incluso mi oficina está ubicada en un lugar donde no hay nadie a quien mi escándalo pudiera estorbar. Pero llegó la pandemia y con ella mi deseo de estar siempre cerca de Noemí y de Nimue que… no toleran mis niveles de ruido. Pronto dejé de poderle subir a mi equipo Sonos el volumen para el que está hecho. Comencé a descubrir, también, que estaba sufriendo cierto grado de sordera. Ya antes, durante algunos conciertos, me di cuenta de que ciertos sonidos me partían la madre, los graves por lo general. Dejé de asistir a los eventos masivo. El sonido en casa, controlado y ecualizado, me era más tolerable. Pero esa intolerancia de Nimue y Noemí a la música estruendosa me hicieron renunciar a mi afición al volumen elevado. Hasta que decidí explorar los audífonos. Allí tengo varios arrumbados que nunca satisficieron mis expectativas. Hasta que Apple sacó los suyos, muy en consonancia con el ecosistema computacional que uso. Hoy estoy escribiendo esto mientras escucho música al volumen que me agrada con unos iPods pro, mientras Nimue y Noemí hacen lo mismo cada una con sus audífonos. Ya no hay un ecosistema musical único. Estamos juntos, a metros de distancia, pero cada uno en su audiomundo personal. Cada quién decide qué música escucha y a qué volumen. Pronto, muy pronto, yo volveré a ir a mi oficina a trabajar sin audífonos, escuchando a Rammstein mientras reviento las paredes. Porque antes que morir por Covid, prefiero reventarme los sesos musicalmente…