Este rostro quizás no te dice nada, pero está lleno de historia. En él se reflejan no sólo infinidad de libros, sino también plegaderas, cosedoras, guillotinas y cizallas, papel y cartulina, keratol y telas. En su rostro adusto están impregnados pegamentos que llamábamos cola blanca y cola negra. También el oro quemado en las pastas y lomos de los libros dorados a mano. Vivió entre libros y entre papeles y, sin embargo, era analfabeta. Con grandes dificultades escribía palabras y oraciones simples. Pero poseía la sabiduría de una gran mujer que supo abrirse camino a lo largo de la historia. Cuando era joven, mi madre la incorporó a su vida. Se convirtió en parte de esa familia tan pequeña que sin ella habría vivido en el aislamiento de esta sociedad mexicana en la que nos desenvolvíamos. Porque nosotros no conocimos abuelos ni tíos. La guerra y demás circunstancias nos hicieron crecer como si no hubiera existido un antes. Fue ella, Mercedes, quien de la mano de quienes trabajaban en el taller de encuadernación de mi padre nos mostró desde pequeños la enormidad de país y de gente de la que estábamos rodeados. De su mano conocimos las quesadillas, las gorditas, los sopes, los frijolitos con carne, los conejos de masa en salsa verde con hoja santa, las rajas de chile poblano con crema… en fin. La comida. Era de las que con unos pesos salía a diario a hacer milagros para alimentar a una familia con tres pequeños niños, hermanos hambrientos. Se casó con Arturo, un tranviario que recorría media ciudad en su tranvía y se detenía frente a ella a cortejarla, mientras los pasajeros esperaban pacientes a que reanudara su trayecto. Arturo, por cierto, se convirtió en aprendiz de encuadernación de mi padre, oficio que luego le transmitió a su hijo Toño, que aún lo sigue ejerciendo. Fue también Arturo quien me inculcó el gusto por la fiesta brava, el box y el fútbol. El caso es que Mercedes habría cumplido hoy años. Y la recuerdo con muchísimo cariño. Fue mi segunda madre, de la que tanto podría escribir de no ser porque recordarla hace que llueva arena que me irrita los ojos y pierda la vista, esa vista a la que hoy dejé recorrer un pequeño pasaje del pasado…