Y que culminamos esta Nochebuena con la propuesta de matrimonio que le hizo Alex Palacios a Xiluen Zenker, que aceptó por cierto. Así completamos el guión de este extraño 24 de diciembre que iniciamos con el depósito de las cenizas de mi madre (que falleció en octubre pasado) en el panteón alemán y que continuó con un atracón de tostadas con tinga que había preparado Margarita y finalizó con la cena de coperacha en la que nos reunimos las familias Zenker, Ravelo, Palacios y derivados. La pierna, de 15 kilos, la aportó Eréndira junto con unos romeritos. Mi hermano Miguel trajo pan, queso y jamón serrano además de un pastel y un Stollen que preparó mi sobrina Athena. Yo había vencido previamente mi espíritu archirecontrasupergrinchesco de manera que volvimos a poner árbol de Navidad tras años de su ausencia en esta casa, y le entramos al intercambio de regalos, que fluyeron con singular alegría entregados por la única niña en edad de hacerlo, o sea Nimue, que ya sintió pasos en la azotea ante la peligrosa aparición de la bella y recién nacida Camila, que amenaza con desplazarla como la más pequeña del jardín ermitaño, aunque viva en Dinamarca.
Así fue como esta Navidad la celebramos con sentimientos encontrados. Desde que mi madre se fue a vivir a Erongarícuaro se había vuelto una tradición ir a visitarla en estas fechas, pues ella cumplía años precisamente el 24 de diciembre. De tal suerte, más que la Navidad celebrábamos su cumpleaños tal como sucedió a lo largo de la vida de los tres hermanos que conformamos el germen de nuestra familia en México. Mi hermano Pedro hizo el año pasado una remembranza de lo que eran nuestras navidades en nuestra infancia en el seno de una familia entre agnóstica y atea. El mero 24 comprábamos el árbol de Navidad, pues ese día se conseguían más baratos y lo que escaseaba en nuestra familia era el dinero, pues mi padre era un humilde encuadernador y profesor de ese oficio así como de ajedrez en el Colegio Alemán y mi madre maestra de inglés en la UNAM. El árbol lo adornábamos con esferas de cristal y velas de cera que poníamos en unos sujetadores especiales y que encendíamos cuando queríamos contemplarlo. Siempre manteníamos una cubeta llena de agua al lado, de por si las moscas se incendiaba, lo que nunca ocurrió. También solíamos armar un Nacimiento muy peculiar. Sobre una gran tabla de triplay creábamos toda la escenografía, con montañas, cuevas y valles cuya forma dábamos con papel periódico y engrudo. Todo lo cubríamos con heno y musgo. Incluso había un lago que creábamos con un espejo encima del cual nadaban unos patos. Teníamos infinidad de figuritas de barro que comprábamos en el mercado con todos los personajes tradicionales. Por la mañana del 24 le cantábamos las mañanitas a mi madre y, luego, le entregábamos sus flores y su primer regalo. Mi padre quería que ella recibiera uno cada hora a lo largo del día. Cosas sencillas, por supuesto. Por la noche solíamos cantar villancicos y canciones alemanas mientras mi madre las entonaba con la flauta. La cena era toda una aventura, pues mi madre insistía en prepararla y la cocina, dicha sea la verdad, no era su fuerte. Mi hermano Pedro recuerda que en una ocasión le compramos un guajolote vivo a un hombre que los llevaba arreando por las calles, como era común en aquellas épocas en la Ciudad de México. El asado relleno fue un fracaso: el guajolote estaba duro como una piedra. Durante días intentó mi madre ablandarlo cocinándolo en una cacerola, sin éxito. Y así todos los años. Acabábamos comiendo hot dogs o lo que podíamos improvisar. Al día siguiente llegaba Santa Klaus, que dejaba los regalos en el árbol. Los pocos que la mermada economía del Polo Norte permitía. Las cosas fueron cambiando con los años. Los hijos crecimos, nacieron los nietos y bisnietos, y las cosmovisiones adquirieron una diversidad sorprendente. De tal suerte, tenemos parientes que celebran la Navidad con toda la liturgia tradicional cristiana; otros que la conmemoran con una mezcla heterodoxa de ritos; unos más que simplemente ponemos árbol e intercambiamos regalos en medio de suculentas viandas y, finalmente, algunos que no la pelan en absoluto. Por supuesto, las velas fueron sustituidas por luces LED. Algunos seguimos poniendo árboles naturales, pero no dudo que otros ya usen de plástico. La modesta repartición de regalos de antaño se ha convertido en algunos casos en una orgía consumista de objetos generalmente intrascendentes, aunque otros conservan la sana costumbre de regalar sólo cosas hechas por ellos mismos. A final de cuentas, casi todos solemos ver el festejo como el punto final a la chinga del año por lo que, cuando finaliza, caemos muertos y finalmente descansamos y nos disponemos a reflexionar los últimos días del ocaso del año para prepararnos para la friega que inicia en enero. Así que en esas andaremos… Y ustedes, ¿cómo la rifaron?