Esta semana falleció Huberto Bátiz Martínez, amigo querido, autor de Ediciones del Ermitaño, compañero de muchas batallas. No saben la enorme tristeza que me embargó. Cuando lo fuimos a ver a su casa en mayo, ya muy enfermo, conversamos de muchas cosas y emanaron tantos, tantos recuerdos. Al irnos me dijo, ven, cabrón, dame un abrazo. Y nos abrazamos largo y tendido.
Me fui con un nudo en la garganta. Sin embargo hubo algo festivo. Huberto fue siempre un homenaje a la inteligencia y al buen humor. Hace un momento Noemí habló con su mujer, Patricia. Le dijo que Huberto se fue con una sonrisa. Murió, pues, contento. Quienes nos quedamos atrás no podemos despedirnos de igual manera. Algunos al menos. Sé que en lugar de llorar, debería quizás sonreír. Cuando mi padre murió, un desconocido detuvo el entierro y dijo que las lágrimas estaban fuera de lugar. Que mi padre, ateo, pensaba que la muerte no era sino la liberación de una existencia fortuita. Que deberíamos regalarle una sonrisa. Seguimos llorando con tanta o más elocuencia. Pienso que Huberto imaginaba lo mismo. Murió, dice Patricia, con una sonrisa. Y así lo quiero imaginar. Aunque yo llore su partida. Huberto es un monumento a la inteligencia, a la irreverencia, a la amistad. ¡Cuánta falta nos ha hecho! ¡Cuánta falta nos hacen los Hubertos! Lloremos por él. Brindemos por él. ¡Viva Huberto!