Con gran nostalgia veo cómo amigos míos me envían fotos del Autódromo Hermanos Rodríguez, donde se lleva a cabo el Gran Premio de México de F1. Durante muchos años, en mi niñez, iba con mi hermano Pedro que, cinco años mayor que yo, me incluía solidario en su grupo de amigos. Solíamos acudir en bola. Acampábamos frente a las “eses”, donde había mayor incidencia de percances, lo que le añadía emoción al asunto. Si mal no recuerdo, uno de los hermanos Rodríguez, que le dieron nombre al autódromo, falleció en una de esas curvas. Eran épocas apasionantes. Epocas también de rocanrol. Uno de nuestros amigos tenía un viejo Fiat. Tan destartalado estaba, que amarrábamos los asientos y una puerta, la trasera derecha, con mecates. Solía negarse a arrancar, de manera que teníamos que empujarlo para que jalara. En ese pequeño vehículo nos llegamos a meter hasta diez personas. Era una verdadera lata humana de sardinas. El fin de semana en el autódromo era apasionante. Yo, como niño, lo vivía con peculiar intensidad. Alguna vez logramos abrirnos paso hasta muy cerca de la zona de los pits, a donde llegaban los carros a cambiar llantas y recargar combustible. Además de las carreras, un atractivo fundamental lo constituían las edecanes. Pero no sólo ellas: también las chavas en general que acudían cachondamente esplendorosas. Como niño, solía enamorarme de todas ellas. Por las noches, cuando nos sumergíamos en bola en nuestra tienda de campaña, soñaba con sus curvas y hacía analogías poéticas entre las líneas que dibujaban sus carnes, y las eses donde nos gustaba estar. Sin duda, las eses conformaban la parte más cachonda del autódromo. Supongo que cuando Rodríguez salió volando en ese segmento, lo hizo vislumbrando unas nalgas o unos pechos esplendorosos en el horizonte. No pretendía once mil vírgenes, de eso estoy seguro. Ya desde aquellas épocas escaseaban. Tan solo perseguir sus sueños. Hoy me habría gustado estar en el autódromo para recordar viejos tiempos. Pero ya no estoy para acampar. Y los precios en otras zonas andan prohibitivos. Así que desde aquí recobro los sueños mientras reviso unas planas, controlo la producción de unos libros que hay que entregar la semana entrante, y me imagino en unas horas acariciando las curvas de mi prietita, que nada le piden a las del Autódromo… Algún día acudiré con ella al llamado de los motores, y rugiremos juntos…