Con tango nos despedimos hoy de Buenos Aires. Acudimos a un pequeño teatro porteño a disfrutar del espectáculo. Todo fue producto de la casualidad y de nuestra terca pendejez chilanga. Nuestro propósito era ir hoy a visitar la ciudad de Colonia, en Uruguay, que queda aquí, nomás cruzando el río. Sin embargo, olvidamos un pequeño detalle: que al ser Uruguay otro país, necesitaríamos pasaportes, que por supuesto habíamos dejado en nuestra habitación. Además ya era tarde para regresar por ellos y nuestros escasos recursos económicos se habían agotado, como agotados estamos nosotros. Así que armamos plan B: nos fuimos a Caminito, que está en la Boca, de gran significado para los hinchas futbolísticos. Es un barrio muy pequeño al que los turistas acuden a comprar pendejadas (chácharas de recuerdo), con algunos tintes divertidos.
Huimos de allí tan pronto como pudimos no sin antes dejarnos convencer de ir a ver un espectáculo de tango que Xiluén anhelaba. Ella escogió, de entre los muchos disponibles, uno de los supuestamente más reputados: el Café de los Angelitos. El dealer, un cubano convincente, nos ofreció un paquete de transporte, cena y show por una cantidad realmente reducida. Pagamos y volvimos a la habitación a descansar un rato. Yo andaba con la idea de que, igual, habíamos caído en una fraudulenta trampa. Sorprendentemente, a las ocho en punto sonó el timbre. Bajamos, y un amabilísimo chofer nos estaba esperando en un automóvil que ya los Uber desearían tener. Nos llevó, con amena charla, hasta el lugar. Para variar, habíamos olvidado traer los boletos. Pero aseguró que no importaba: con el nombre bastaba. Llegamos al teatro y, en efecto, ya nos esperaban. Dijimos el nombre y la magia se dio. Ocupamos una mesa en un costado, pero con una vista impecable al escenario. La cena, que dejó mucho qué desear, transcurrió agradable, bañada en vino Malbec, con nuestros compañeros de mesa: una pareja de argentinos que había ido a Buenos Aires a pasar unos días. El espectáculo estuvo espléndido: buena música en vivo, magníficos bailes. En suma, una grata experiencia que dejó a Xiluén muy contenta. Al salir, nuestro chofer ya estaba esperándonos y nos trajo sanos y salvos a nuestra habitación. Un final feliz en Buenos Aires. Debo decir, como corolario, que todo ha sido sorprendentemente grato. La gente en general muy amable, siempre dispuesta a la plática. Jamás nos negaron ayuda ni explicación alguna, usualmente con una sonrisa en la boca. Los taxistas merecen mención aparte. Si los mexicanos son platicadores, los taxistas argentinos son unas luminarias. En los trayectos no sólo recibimos explicaciones turísticas de primera: también cátedra sobre fútbol, política y economía. Nos sorprendió la cantidad de taxistas de la llamada tercera edad. Uno, incluso, parecía sacado de una película de zombis, pero manejaba mejor que Fittipaldi. Una maravilla. Recibimos cátedra política desde todos los ángulos habidos y por haber. Amamos a los taxistas argentinos. Hoy, sin embargo, estamos ya por cerrar los ojos. Mañana será cosa de empacar y sobrevivir, porque a duras penas podremos comer en McDonalds sin tener que salir corriendo o acabar lavando los trastes. Extrañaremos a los porteños, de eso no me cabe duda, aunque no tanto como extraño a mi prietita y al Pichicuaz…