Cuando Tomás entró por la puerta, un caudal de recuerdos se hizo presente. Nos conocimos cuando éramos becarios en El Colegio de México hace poco menos de treinta y seis años. Yo acababa de regresar de Alemania, donde cursé la prepa e hice mis estudios universitarios de pedagogía, y él provenía de Argentina. En poco tiempo nos hicimos grandes amigos y conformamos un nutrido grupo no sólo de estudiantes del ColMex, porque pronto otros se nos unieron, como Luis y Vero, guitarristas excepcionales que compartían con nosotros el gusto por el ping pong. Ese juego nos volvía locos. En El Colegio, antes de subir las escaleras que conducían a nuestros salones, a la izquierda estaban dos cuartos con sendas mesas. Allí nos reuníamos a jugar rondas que nos permitían desfogar nuestras tensiones. Tomás era uno de los mejores. Durante años solíamos reunirnos a conversar sobre infinidad de temas que nos apasionaban. Política y cosmovisión eran los más recurrentes. Yo vivía en Avenida Revolución, enfrente del Taco Inn, en un edificio que le pertenecía a un español que rentaba los departamentos a precios muy razonables. A la derecha había una fonda, a la izquierda un expendio de tamales. Durante un tiempo, Tomás ocupó una covacha en el rincón del jardín de una mansión en San Angel, muy cerca de la Plaza de los Arcángeles. Nos veíamos con frecuencia para realizar largos paseos por la colonia Tlacopac. En los años en que estuvimos en El Colegio de México íbamos casi cada fin de semana a un rancho en Hidalgo que le pertenecía al papá de Joaquín, uno de nuestros compañeros de estudio. Allí estudiábamos lingüística, paseábamos por esos maravillosos pasajes semidesérticos de la región, nos preparábamos opíparas comidas y, por supuesto, jugábamos ping-pong. No pocas veces nuestros amigos Luis y Vero nos ofrecían un concierto con piezas y arreglos de su autoría. Al terminar nuestros estudios, fundamos la ATP (Asociación de Traductores Profesionales), lo cual fue toda una odisea. Pasaron los años y Tomás emprendió el vuelo y se convirtió en un destacado investigador de la FAO en tanto yo asumí la dirección del ISIT. Seguimos teniendo encuentros… y algunos desencuentros. Sin embargo, siempre prevaleció esa gran amistad que forjamos con los años. La vida, así como fue generosa, también fue cruel con él. Batalló con dos cánceres que lo tuvieron entre la vida y la muerte, buscando alternativas que lo hicieron crecer enormemente como ser humano. Estaba en ese trance cuando lo fui a visitar a Roma. Varios días paseamos por Italia hasta que una feroz alergia me hizo desistir y emprendí el vuelo de regreso a México. Podría escribir largo y tendido sobre nuestra larga vinculación que ya se acerca a los cuarenta años de persistencia. La semana pasada, cuando caí víctima de esta extraña dolencia que ya me ha mantenido diez días en cama, algo que lamenté mucho fue que perdería la posibilidad de compartir momentos de intensas pláticas con mi gran amigo, aficionado más que nada a los paseos, a las caminatas. Sin embargo, no sin sorpresa descubrí que él casi agradeció la coyuntura. Incapaz de involucrarme en el día a día de la editorial, me tuvo a su merced. Me vino a visitar en reiteradas ocasiones y pasamos largas horas conversando. Días atrás, incluso, me hizo Reiki, ceremonia a partir de la cual comencé a recuperarme. Hoy emprendió el regreso a Roma, al encuentro con su mujer y sus hijos. Extrañé no poderlo abrazar como habría deseado, dependiente como ando de las muletas. Sin embargo, esta vez tuve la sensación de que no se va por mucho tiempo y que la vida nos depara grandes y frecuentes encuentros. No sólo por la tecnología, que desvanece las distancias. También porque, cuando tienes semejante afinidad, las moléculas se abren camino para dialogar cara a cara.