Revisaba hoy mis pendientes, particularmente los derivados del Coloquio sobre el Futuro del Libro, cuando me entró una renovada euforia primaveral. Después de ver ayer al Pichi tan entusiasmado con las nuevas plantas, me lancé de nueva cuenta esta vez a comprar cuatro costales de tierra preparada, así que encaminé mis pasos hacia los Viveros de Coyoacán, uno de mis lugares preferidos. Antes iba mucho a Xochimilco, hasta que el viaje y el trajín se me hizo cansado. Descubrí, además, que las plantas de los Viveros ya están más aclimatadas a los malos tratos de algunas malas manos. Porque se dice que si una planta se da o no, depende de la buena o mala mano de quien la adapta a su nuevo espacio. A veces he pensado que así son las lecturas. No sólo dependen del libro en sí, sino del lugar donde las lecturas se dan. La Terraza del Ermitaño es un espacio de encuentros, pero también de lecturas. Allí se han fraguado numerosos proyectos que se han rodeado de las bugambilias, los helechos, las enredaderas, las garras de león, el laurel de la india, en fin, de toda esa jungla en la que habitan mis pericos, mis pájaros, Baskerville el Conejo y, por supuesto, el Pichi. Pero muchas de mis recientes lecturas se han dado allí. Por ejemplo, la maravillosa “Antología general de la poesía mexicana”, de Juan Domingo Argüelles, o “Las razones del libro”, de Robert Darnton, entre muchas otras. Las gardenias y claveles que traje ayer, además del espazote, la albahaca y el perejil, sumaron colorido a ese espacio de convivencia con las letras, por el que ahora, cada jueves, pasa Alberto Chimal con su grupo para impartir su taller de creación literaria. Pero hoy se me fueron pegando, como por arte de magia, un bellísimo helecho macho y una paloma amarilla floreciente, un cedro limón torcido de más de dos metros de altura y un ficus que amenaza con salir disparado, rompiendo el techo de policarbonato de la terraza, para ir a besar las nubes y, luego, la luna. Cuando terminé mi recorrido me pregunté si todo eso cabría en mi destartalada camionetita que a partir de ahora ya no circula un día a la semana y un sábado de cada mes. Pero Don Nemesio, que me ayudó a llevar todo con su carretilla, me dijo que él lo acomodaría sin problema. Delgado, tuerto, con vista maltrecha y más de sesenta años en su haber, Nemesio cargó los bultos de tierra y los fue acomodando con un entrañable sentido del orden y de las proporciones. Solito metió no sólo el ficus, ya de por sí amenazadoramente pesado, sino también el cedro limón, de al menos el doble de peso. Y cuando le pregunté que si cabrían otras cinco plantas que había olvidado en el camino, me dijo que sí, me acompañó a llevarlas a la camioneta y, tras lanzar su ojo escudriñador, el único que le queda, decidió vaciar la cajuela y volver a meter todo en impecable orden. Quedé maravillado y agradecido. Manejé como pude de los Viveros hacia la casa. Detuve mi camino para comprar algo en Pollos Río de Barranca de Muerto (entre otras cosas un mole que tienen y que está poca madre), y seguí, cubierto de plantas hasta llegar a mi casa. Allí, Margarita y Felipe me ayudaron a bajar trabajosamente todo. Entre los tres apenas y pudimos sacar y medio acomodar lo que Don Nemesio hizo solo con sus más de sesenta años a cuestas. La terraza se ve preciosa. Los canarios entonaron himnos impecablemente ejecutados mientras el Pichi corría de un lado a otro sin saber qué hacer con tanta dicha felina. Me senté finalmente a comer mi pollo con mole y a contemplar la hazaña de este día. Ya estamos, ahora sí, armados para recibir a la Primavera, le dije al Pichi, que maullaba de gusto mientras jugaba, de paso, con la fuente que nos regaló sonidos que relajaron mi mente. En eso recibí las primeras llamadas. Primeras, primeras. Primeras llamadas. La semana reinicia y augura severa chinga. Mañana comenzamos…