Ayer asistimos a la bizarra ceremonia de los primeros (¿o los últimos?) 50 años de la CANIEM (Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana). Jamás pensé que asistiría a un festejo de tal naturaleza. No estuvimos presentes mas que un pequeño puñado de editores (poco más de un centenar, quizás). El lugar: La Ciudadela. Llegamos unos minutos tarde, de manera que escuchamos parados en la entrada al auditorio las palabras introductorias de José Ignacio Echeverría, actual presidente de la Cámara. Habló no sólo del papel histórico que ha desempeñado la CANIEM, sino que también brindó unas palabras a evocar esta difícil época de transición hacia lo digital en la que nos encontramos. Al terminar, subimos presurosos a ocupar las butacas y a asarnos ante las inmisericordes luces que alumbraban con igual intensidad a público y a panelistas. Tomó entonces la palabra Enrique Krauze. Contra lo que imaginé, decidió abordar este cincuentenario evocando la memoria de algunos de nuestros grandes editores a lo largo del siglo XX en particular. Por supuesto, Vasconcelos y Cosío Villegas permearon el ambiente. También Orfila y Díez-Canedo. Por supuesto no dejó de evocar a Octavio Paz y por tanto a Alberto Ruy Sánchez y a Aurelio Asiain, estos dos últimos, autores de nuestra casa. Me dejó pensando. Sin lugar a dudas, la historia editorial en México ha sido escrita por esos grandes editores que son históricamente un referente obligado. Y mal haríamos en no reconocerlo. Quizás somos lo que somos por ellos y, en parte al menos, gracias a ellos. Históricamente hablando. No obstante, nuestro momento histórico es otro y, si no sabemos reconocer la dimensión revolucionaria que nos toca jugar, como viles discípulos de ese pasado menudo papel nos tocaría en este proceso presente. En esas estábamos cuando nos invitaron a celebrar un acto verdaderamente revolucionario: ¡cancelar un timbre portal por el 50 aniversario de la CANIEM! ¡Un timbre postal! ¡En el 2014! La mera verdad, el acto me llenó de ternura y nostalgia. Probablemente será el último timbre postal en la historia de la Humanidad, pensé. Quizás deberíamos escanearlo y pegarlo en nuestros correos electrónicos, me sugirió Vicky, porque, ¿quién usa hoy en día aún el correo tradicional? Les digo, se trató de una ceremonia bizarra. ¡La CANIEM remembrando a Vasconcelos y lanzando un timbre postal! ¡En pleno siglo XXI! Miré a mi alrededor y me dije: ¡No, pos sí! Fue en ese mismo momento en que me percaté de un hecho incontrovertible. Nos encontrábamos en una bifurcación entre el mundo de los Bizarros (¿remember Supermán?) y el Parque Jurásico editorial. Pero eso apenas iniciaba. Durante una cena que no incluía baile (cosa que no me molestaba), donde servían un Rioja de desecho de las cavas del desatino económico y social de la Madre Patria, se levantó la napoleónica figura de Emilio Chuayffet (¡ay, güey!, ¿y cómo es que yo llegué aquí?, me pregunté en ese momento). Luego Tovar y de Teresa y, bueno, ya se imaginarán… Los saludé a todos, por supuesto, mientras encaminaba mis pasos para darle un abrazo a Raúl Padilla, presidente de la FIL, que acaba de salir de una larga enfermedad, y a Marisol Schultz, directora de la Feria. Allí mesmamente estaba también mi querido Joaquín Diez-Canedo con su esposa. Fue en ese preciso momento cuando inició la conversación más importante de la noche, pues hablamos de nuestros gatos. Aproveché, por supuesto, para presumirles a todos la obra teatral que montamos de vez en cuando en la sala de la casa y para conminarlos a que vengan a verla. Me refiero por supuesto a “Para Eliza”. Me volví a refugiar en las cálidas caricias de mi prietita hermosa cuando nos comenzaron a apagar la luz. Esa velada la pasé con mis grandes amigos, Carlos, Alma, Ixchel, Jorge, Arturo, Vicky, Joaquín y tantos otros que estuvieron presentes. Eché de menos a un chingo y dos montones. Lo que sé, de cierto, es que el próximo aniversario de la CANIEM deberá, si acaso, festejarse de manera totalmente distinta. Dejar de lado en esa cena el discurso “incluyente” ante el costo insultantemente aberrante en este país de desigualdades y pobreza, y abrir las puertas a las otras expresiones, a las otras propuestas, podría ser un buen inicio. Me sentí como inmerso en las viejas caricaturas de Rius y de Quezada. Allí estaban quienes, con un anillo de diamantes en la nariz, le reclaman a los de San Garabato que no compren libros en lugar de leche que, como todos sabemos, lejos de generarle “cultura” y riqueza a los empresarios editoriales, sube peligrosamente los triglicéridos y, por tanto, el colesterol. ¡Me cae que ayer por la noche los editores estuvimos tan lejos de Vasconcelos y tan cerca de Chuayffet! Pichicuaz me ve, y me araña… ¡Felina indignación!