“Historias de libros” sería quizás el título que englobaría lo sucedido estos últimos días. Como relaté, mi madre regresó de Erongarícuaro con una parte de su biblioteca. Determinaciones un tanto dictatoriales de mi hermano hicieron que las cajas con libros terminaran en mi estudio de fotografía. La promesa era revisar, catalogar y distribuir los libros durante el fin de semana. Mi temor era que eso no sucedería. Mantuve, por desgracia, la razón. Por supuesto la participación solidaria de los nietos brilló por su ausencia. Pero más allá de eso, surgió un elemento inesperado. Los libros estaban más que llenos de polvo, infectados por su milenario confinamiento. Alérgico como soy a los ácaros y hongos, sufrí la primera embestida. Me tuve que retirar con graves síntomas iniciales de alergia. Noemí estuvo al pie del cañón, hasta que comenzó a resentir los estragos de los maléficos patógenos. Miguel y Denia, más inmunes, resistieron sin síntoma alguno. La prietita se reportó horas después fuera de combate, con un cuadro alérgico de dolorosas proporciones. Poco más tarde, iniciaron mis estornudos, la comezón, el lagrimeo. Pasé en cama la tarde noche. Ni el baño, ni la pastilla antihistamínica mitigaron la catástrofe. Recordé entonces episodios del pasado, cuando iba a visitar a mi madre a su departamento en Avenida Revolución, allí mero, enfrente del Taco Inn. Antes de entrar tenías, a tu izquierda, al señor de los tamales. Un bardo enorme simpatiquísimo que murió un día de un infarto. Del otro estaban los de la fondita, donde mi hermano solía pedir desayuno y comida. En ese edificio, que le pertenecía al señor Franco, vivió, hasta su muerte, Mercedes, mi nana, mi segunda madre. También allí tuve mi depa, lleno de libros. No cabía ya ni un alfiler. Entre libros y los aparatos y charolas de mi cuarto obscuro de foto, apenas si había espacio para cualquier movimiento. Hasta los escarceos eróticos tenían lugar entre novelas, poemas y cuentos. Aún tengo una edición de las obras completas de Shakespeare salpicada de esperma y otros fluidos innombrables. El caso es que al fondo de ese primer piso en el que se encontraba el número trece, mi depa, que jamás me trajo mala suerte, le conseguí a mi madre uno espacioso. Allí se refugió con todas sus chivas y tres perros y cuatro gatos. Friolenta como es, ponía día y noche su calefacción de gas. Pasó el tiempo, y yo me cambié de casa. Pero resulta que, cuando la iba a visitar, al cabo de quince, veinte minutos, tenía que salir despavorido, atacado por la alergia que en no pocas ocasiones me postró en cama con fiebre. Siempre pensé que era el cúmulo de cabellos, de ácaros de los animales que cohabitaban con ella en ese reducido espacio. Pero hoy se me iluminó el coco: el origen estaba en los libros, llenos de humedad y hongos, que inundaban de esporas todo el espacio y se incrustaban en mis pulmones. Porque, al entrar al estudio, de inmediato sentí ese ambiente envenenado. ¿Me habré digitalizado tanto que ya mi cuerpo rechaza lo orgánico? Noemí sospecha lo peor: fuerzas obscuras de mi pasado acechan y buscan hacernos daño. Por lo pronto no puedo entrar a mi estudio, lo que es una lástima, pues estoy teniendo que cancelar sesiones que me entusiasmaban. El Pichicuaz, cada vez que me ve estornudar, ya no huye, sino que se acerca y me abraza, como queriendo reconfortarme. ¿Qué hacemos con estos libros?, le pregunto. Me responde con un enigmático “¡miauuu!”, que me ha dejado pensando. Mientras pienso…¿alguna idea que quieran compartir? ¿Alguien tiene un cuarto que pueda poner a disposición un rato mientras se clasifican los libros?