¿Qué hacer con tu biblioteca acumulada a lo largo de toda una vida cuando careces de espacio para albergarla? Esta no es una disquisición teórica sino una interrogante cada vez más acuciosa hoy en día, cuando el costo de los espacios es cada vez mayor. Ese ha sido uno de los temas obligados de estos días en el seno de la familia a raíz del regreso de mi madre al DF, después de haber vivido largos años en Erongarícuaro, en Michoacán. Allá rentaba una modesta casa por menos de tres mil pesos que contaba con espacios generosos para albergar no sólo sus libros, sino también su taller de pintura y escultura y sus reductos personales. Sin embargo, sus amigos fueron emigrando y la violencia se fue acercando. Eso, aunado a sus necesidades por los agobios de la edad, la hicieron decidirse por acercar sus pasos a esta metrópoli. Con ella llegó un cargamento de libros y lámparas y cuadros que hoy ocupan espacios solariegos y buscan acomodo. Los hermanos y cuñadas nos preguntamos qué hacer. Como biblioteca, es un pequeño tesoro. Alberga además documentos conmovedores, como una gran cantidad de exámenes que aplicaba a sus alumnos y que ella pensaba usar para una investigación lingüística sobre la enseñanza del inglés en México. Recuerdo entonces: los lectores cargamos con nuestras bibliotecas. O pretendemos hacerlo. Tiempo atrás, mis espacios eran libros, techo y cama. Lo demás, estaba oculto. Los libros eran mesas, bancos y repisas para otros libros que requerían de su apoyo. Cuando me fui a Alemania a estudiar, los empleados de Lufthansa se apiadaron de mí cuando vieron mis lágrimas al saber que las maletas y cajas con libros que pretendía llevarme rebasaban con creces el peso permitido. Cuando regresé a México, un amigo me ayudó a conseguir apoyo de la embajada para financiar el desmedido menaje bibliográfico que insistía en traer a casa. Yo y mis libros éramos lo mismo. Lo mismo pasa con mi madre. Ella y sus libros llegaron a conformar una unidad indivisible. Pero fue perdiendo la vista. Ya no puede leer. Pero sus libros siguen formando parte de ella. Llega pues a lo que quizás sea su última travesía. Pero ya no hay espacio para tantos libros. Y uno llora. Es como si te dijeran que ya no hay espacio para tus brazos o para tus piernas. Y todos nos vemos desconcertados. Quizás puedas dejar una pierna aquí, otra acá, un brazo en este sitio, el otro más allá, le decimos, y nos percatamos de lo absurdamente triste que es esa propuesta. Yo mismo lo he vivido. Gran parte de mis libros han quedado en cajas. Los he sacado en parte conforme he migrado de un espacio a otro. Y cada vez he tenido menos cupo. En el terreno digital, mi biblioteca ha crecido enormemente. Pero en el analógico, los espacios se han reducido. Es más. Los libros ocupan lugares dispares. Desacomodados. Algunos de cabeza. Nada con nada. Esta casa se ha vuelto digital. En estos días nos hemos estado quebrando la cabeza para ver cómo rescatamos la biblioteca de mi madre. Los libros que ya nadie leerá. Aquello que ha conformado su imaginario, que tiene una importancia histórica circunscrita a su fascinante vida. Ella, a sus 96 años, sigue imaginando un futuro inacabable. No importa que ya no pueda leer, que ya sus ojos sólo le permitan ver luces y sombras periféricas. “Podemos, Alex, vender mis pinturas y publicar mis novelas y poemas y con las regalías edificar un espacio cultural en el que ancianos, niños y minusválidos tengan acceso a la cultura que el sistema les ha escatimado”, me dice. Veremos qué se puede hacer, le digo. Sé que pocas son las esperanzas. En el fondo, ella lo sabe también. Intuye, además, que ni siquiera sabemos qué haremos con sus libros y documentos. La vejez es cruel y dura, más cuando tu mente es lúcida y tu cuerpo torpe. Hoy, cuando mi hermano y mi cuñada se fueron, llenos de polvo tras batallar con infinidad de libros que llegaron en cajas mal empacadas, mis ojos no pudieron menos que humedecer mis mejillas. Tenemos nostalgia de lo que se nos va. Sabemos que también vamos por esas vereda. Y nuestros vástagos… esos andan en otro pedo. Quizás les caerá el veinte cuando ya no estemos. Antes no. Pichi y yo nos abrazamos. Solidarios. Nos decimos ¡salud! Ay, no seas maricón, nos decimos con las miradas mientras tomamos un Kleenex y nos limpiamos nuestras respectivas mejillas.