El libro no ha sido sólo contenedor de letras e imágenes que generan un imaginario en el lector. También ha sido y sigue siendo reducto de los objetos más diversos que podamos imaginar. Lo aprendí de mi padre, que fue encuadernador. El solía ocultar en alguno unos billetes para casos de emergencia. Era una costumbre de la vida clandestina de quienes lucharon contra fascismos y totalitarismos en el pasado. Muchos tenemos hoy como referente quizás novelas o películas en los que el libro es un escondite perfecto para ocultar pistolas, cuchillos, microfilms, veneno… Durante mucho tiempo fue el objeto ideal para aplastar y secar para las postrimerías hojas, flores e insectos. Alguna vez decidí hacer lo mismo. En mi adolescencia decidí escribir diarios. Mi padre me encuadernaba hojas en blanco en pasta dura para que yo escribiera mis relatos y poemas. También me regalaba sobrantes de los libros de anotaciones de los profesores del Colegio Alemán, donde yo estudiaba. Llegué a escribir docenas de tomos donde anotaba a diario todo lo que me acontecía. Pero no sólo eso. También recortes de revistas y periódicos. Un día decidí guardar allí dos objetos paradigmáticos: un cigarro de mota y un condón usado. Allí se quedaron para el recuerdo. No obstante, un día me acordé del cigarro de mota. No había nada a la mano. Así que decidí asaltar mis diarios. En efecto, allí estaba, en su bolsita de plástico, esperándome. Páginas después, el condón. Totalmente desintegrado. ¡Mi semen es ácido puro!, pensé. Y me fumé el cigarro, cuyos efectos fueron nulos. Comencé a dudar de la efectividad de los libros como resguardos de lo preciado. Pero la influencia de mi padre, que aprendió encuadernación en las cárceles de los fascistas alemanes, y que contrabandeaba mensajes entre las guardas de los libros, prevaleció. De tal suerte, muchos años más tarde, cuando me pagaron en efectivo una traducción, oculté la totalidad de lo recibido en un libro que, según yo, pasaría desapercibido a los ojos de un ladrón, ignorante según yo por antonomasia. Por supuesto, olvidé al cabo de unos días dónde demonios había yo ocultado el dinero entre los miles de tomos de mi biblioteca. Pasaron no días, ni semanas, ni meses, sino años sin que encontrara el dinero. Llegué a olvidar su existencia pese a la precariedad en que vivía. Hasta que un día, agobiado por las carencias, busqué consuelo en un viejo libro de Kästner que abordaba precisamente la tristeza, la soledad, el desconsuelo. Tardé en encontrarlo. Cuando lo hallé, lo abrí en la página donde se encontraba el poema que me remitía a mi desesperada situación y allí, allí precisamente estaban esos malditos billetes que supieron ocultarse bajo el manto poético de las letras que los cobijaron hasta que llegara el momento del llamado desesperante. Me salvaron. Aprendí que no sólo hay que saber ocultar lo poco que tienes de los posibles ladrones, sino también acordarte de dónde demonios lo escondiste.