Con la muerte, hoy, de JEP, viene a mi memoria una tarjeta que mi padre solía recibir a principios de año. Decía: “Enero y febrero, desviejadero”. Si mal no recuerdo, la solía enviar su tocayo Walter Reuter, fotógrafo y gran amigo que veía con cierto sentido del humor nuestro paso por este mundo. No hay que perder de vista que, en muchos casos, se trataba de personajes que no creían en el más allá y eran furibundos ateos y anticlericales que habían sufrido persecuciones, encarcelamientos, carencias y hasta condenas a muerte, como fue el caso de mi progenitor. Habiendo sufrido todo eso, la muerte por otras vías no les causaba sino gracia. En estos días hemos perdido, entre muchos otros, a tres grandes personajes de nuestro imaginario cultural: Ahumada, Gelman y ahora a José Emilio Pacheco (JEP). Otros, menos conocidos pero no por ello menos queridos, como el poeta Marco Fonz, que días atrás se suicidó en Chile, han partido dejando a su paso estelas creativas, de luz y de dolor. Cuando murió Gelman, me abstuve de publicar comentario alguno. Había tantos testimonios, que quise dejar el mío en un ámbito privado. Tuve oportunidad de retratarlo hace muchos años, cuando vino a conocer la editorial, es decir, Ediciones del Ermitaño. Cuando organicé el Pabellón Tecnológico, en la FIL de Guadalajara, en el 2001, nos prestó su libreta de notas, donde muchos de sus poemas encontraron manera de expresarse a través de las letras. Allí estuvo, acompañado de originales de Juan García Ponce y Alí Chumacero. A José Emilio Pacheco lo leí mucho, pero en realidad no lo conocí más allá de haber coincidido en actividades literarias y académicas. Sin embargo, siempre fue y será un obligado referente. Como traductor literario, lo teníamos muy presente cuando fui becario de El Colegio de México. Si mal no recuerdo, fue conferencista inaugural en algunas de las actividades que realizamos como Asociación de Traductores Profesionales, allá en los años ochenta del siglo pasado. Me entristecen mucho estas inesperadas ausencias que, en efecto, estarán, como muchos insisten, con nosotros a través de sus obras (pero eso es un lugar común). La mera verdad uno extraña su continua reflexión. Extrañaremos al JEP que hilvanaba poemas y a la vez reflexionaba sobre este país sumido ahora en una inédita guerra, como extrañamos al Monsiváis sarcástico que se pitorreaba de todos, al Montemayor que más allá de su erudita traducción de los poemas de Safo analizó como nadie a la guerrilla en México, al Germán Dehesa que derrochaba humor crítico y al Paz que sus otrora críticos apenas comienzan a entender. Confieso que, a veces, esas retóricas declaraciones que manifiestan que quienes acaban de morir siempre vivirán en nuestra memoria a través de sus obras, me parecen una reverenda pendejada. ¡A cuántos, que en su momento parecieron inmortales, no hemos olvidado a lo largo de la historia! La mera verdad, extrañaremos su presencia. De quienes los conocimos, su voz, su gracia, sus alegrías, confesiones y tropiezos. De quienes no, su continua reflexión acerca de nuestro presente. Hoy brindo por José Emilio. Pero no por aquél a quienes muchos quieren inmortalizar. Brindo por el de carne y hueso, a quien sus familiares, sus amigos, sus conocidos, sus verdaderos lectores lloran y quieren y, más que recordar, desearían que nunca se hubiera ido. En fin, brindo por la vida, la que en todos y cada uno de nosotros florece y que, sin embargo, se nos acaba. ¡Por José Emilio, Pachecos!