Hoy murió mi fiel Heiko, que me acompañó a lo largo de casi 14 años por los derroteros de la vida. Se le rompió su cadera, por lo que tuve que tomar la triste y difícil decisión de solicitar que le aplicaran la eutanasia. Estuve recostado con él acariciándolo hasta que llegó el veterinario, y le hablé y lo apapaché hasta que lanzó su último suspiro. Su declive inició hará unos dos años cuando, al intentar subirse a la camioneta para ir de paseo, golpeó su cadera contra la defensa y quedó lastimado. Ya no tenía la fuerza suficiente para dar el brinco. Después comenzó a perder la vista y el oído. Los últimos meses se quedaba a dormir dentro de la casa, pues ya no aguantaba las inclemencias de la intemperie. Durante mucho tiempo montó guardia frente a la puerta de mi oficina, y nadie entraba sin su permiso. Con él a mi lado fluyeron las letras y se fraguaron infinidad de libros y proyectos editoriales y culturales. El Heiko fue personaje de infinidad de cuentos que contaba yo a los niños que otrora me rodearon. Había sido, entre muchas otras cosas, entrenador y guía de dragones. Su poder de transformación era sorprendente ante los ojos maravillados de los escuincles. Por otro lado, el Heiko tenía su lado perverso. Varios colaboradores y amigos míos se llevaron alguna leve mordida por aproximarse intempestivamente a mi puerta. Lo mínimo que exigía era que se anunciaran. A las mujeres les mordía las nalgas, lo que denotaba buen gusto. De hecho, su final se debió en buena medida a que la Kira, mi bella labradora, pese a estar operada entró en celo. Estos días el Heiko rejuveneció en un dos por tres. Estaba irreconocible. Subía y bajaba las escaleras como un cachorro, aullaba con un vigor sorprendente e intentaba montársele a lo que se encontraba enfrente. Al separar a la Kira, que llevamos a la azotea, puso la mira en el pobre Kivo, su hermano. Fue en estos intentos de desfogar sus lascivos instintos que sucedió finalmente la desgracia. Se podría decir que fue su calenturienta virilidad lo que lo condujo a la muerte. Hace rato, con los ojos llorosos y un nudo en la garganta, al acariciar su cabeza le dije que trataría de seguir su ejemplo. ¡Así quiero morir yo también! Entregado, como el Heiko, a las lúbricas pasiones…