En esta época de transición, un tema que nos ocupa a quienes estamos involucrados en la formación de editores es el desarrollo de una didáctica adecuada para la época del nativo digital. Gran parte de los enfoques pedagógicos parten de lo que está quedando atrás, es decir, del paradigma del libro con soporte papel. Muchos creen que el cambio del soporte implica simplemente el traslado de contenidos de una plataforma a la otra. Sin embargo, enfrentamos algo mucho más complejo. Se trata de reinventar toda la madeja de producción, transmisión y consumo de contenidos. El problema es que la formación de los nuevos editores sigue en manos de inmigrantes digitales, en el mejor de los casos, los cuales difícilmente piensan como nativos. Para formar nativos digitales tendríamos que pensar como ellos. Pero… ¿se puede? Difícilmente. Lo que sí podemos hacer es cambiar el concepto mismo de aproximación didáctica al problema. Dejar de lado la intención de “enseñar”, para más bien “guiar” el proceso de aprendizaje. Hoy, varias instituciones de educación superior se cuestionan a sí mismas. Cada vez es más evidente la imposibilidad de transmitir conocimientos estáticos como antaño. La tecnología, las ciencias y las humanidades están avanzando a pasos agigantados. Hoy, los estudiantes tienen fuentes de información a la mano inimaginables en el pasado. No sólo eso: cada vez conforman con mayor asiduidad colectivos de aprendizaje en red. Cuando yo estudié en El Colegio de México, el profesorado constituyó sólo un elemento del proceso de formación, y quizá ni siquiera el más importante, si bien tuve la suerte de tener maestros excepcionales. Dos factores complementaban el panorama: una biblioteca muy generosa que ofrecía condiciones extraordinarias (el equivalente en pequeño de un acceso a la bibliodiversidad de la web) y una cohesión y colaboración de un grupo de estudiantes diverso, de muy buen nivel académico y extremadamente colaborativo. Ese triunvirato (maestros-base de datos/biblioteca-grupo de trabajo) es lo que hoy se da cada vez más, pero a lo grande. El maestro debe entender su cambio de función: ya no transmite conocimientos, sino que guía el aprendizaje, y el acopio de información puede ser muy diverso en un mismo grupo y superar ampliamente lo que el profesor mismo podría aportar en lo individual. Tampoco tiene ya que estar presente. Cada vez es más frecuente la enseñanza a distancia, vía teleconferencia, por ejemplo. Por otro lado, la base de datos, antaño la biblioteca, es inmensa y carece de fronteras, pero hay que saber utilizarla para distinguir entre lo sustancial y lo improcedente. Y el grupo puede ir mucho más allá de lo presencial, convertido en red con la posibilidad de desarrollar infinidad de ramificaciones. Los títulos comienzan a carecer de importancia. Ser licenciado, maestro o doctor en algo concreto es menos que “saber hacer”, “saber imaginar”, tener la capacidad de crear y de inventar, aunque no se esté titulado. Y eso es, a fin de cuentas, lo que debemos buscar al reinventar, en general, el mundo académico que impera y que lanza al mercado doctores en derecho que sólo encuentran chamba como taxistas o despachadores en McDonalds y Starbucks. Hacia allá debe ir, también, la búsqueda de una nueva didáctica para la formación de nuevos editores.