Infinidad de aristas tienen las famosas 117 erratas de los libros de texto. Yo ya había señalado que, si se tratara de libros electrónicos, las erratas, una vez descubiertas, ya habrían sido corregidas. Pero a las erratas originales se les van sumando otras. Una, que no deja de causarme gracia, es la que se desprende de la pretensión de que sea la Academia Mexicana de la Lengua (AML) la que asuma la tutela sobre la corrección de los textos. ¿Con qué criterio lo hará? Porque más allá de la vil ortografía, las Academias suelen querer tener injerencia en otros aspectos sustanciales, como los ideológicos, por ejemplo. Estamos en el proceso de edición de un irreverente diccionario de Juan Domingo Argüelles en el que pone de manifiesto las estupideces que permean el diccionario de la RAE. Claro, no es lo mismo la RAE que la AML… ¿aunque quizás lo mesmo? En un comunicado, Profesionales de la Edición (PEAC) manifiesta algo de elemental lógica en el medio editorial: no es la AML quien debería tener en sus manos la corrección, sino editores (correctores) profesionales. En ese mismo escrito, critican una declaración que hizo Joaquín Díez-Canedo: probablemente tratarán de hacer caer la responsabilidad sobre unos pobres correctores que, si bien les fue, cobraron unos 3000 pesos. Conociendo a Joaquín, no comparto la idea de la PEAC de que desprecia al gremio de los correctores. Más bien puso de manifiesto una triste realidad: el medio editorial siempre ha buscado ahorcar a los profesionales de la edición, pagando sueldos de hambre. A veces “no queda de otra”, por la terrible complejidad del mercado editorial en que nos encontramos. Pero tratándose de libros de texto… ¿no es una gran estupidez ahorrar en la corrección? Es algo que también vivimos en el terreno de la traducción: se pretende pagar una miseria a los traductores, por lo que quienes las hacen muchas veces o no son profesionales, o se encuentran luchando por sobrevivir “freelanceando” todo lo que pueden. No obstante, por mal que esté pagado un trabajo, si uno lo acepta, debe hacerlo con total dedicación y profesionalismo. Pero muchos “profesionales” en los hechos no lo son. Así las cosas, nos encontramos con un sistema que en su conjunto está totalmente viciado. De entrada, el gobierno no debería ser el editor. Se trata de un acierto histórico que se ha convertido en un desacierto garrafal. Acierto quizás en sus orígenes, desacierto en sus postrimerías. El estado-editor ha frenado el desarrollo de la industria editorial en México. Pero, por el otro lado, el estado no produce profesionalmente los libros. Siempre hay tiempos excesivamente cortos para la producción. Tiempos burocráticos, no profesionalmente estudiados. Luego pagan irracionalmente mal. Un elemento tan crucial como la corrección de estilo y pruebas tendría que estar en manos de los mejores profesionales que deberían estar muy bien pagados. Finalmente, el estado va a la zaga de todo. Legisla, como lo he dicho muchas veces, con los ojos en la nuca. Compra laptops cuando éstas van de salida e invierte más en esta chatarra que en la capacitación en materia de capacidades digitales para los maestros. Apresura la incursión en el mundo digital sólo para hacerlo con las patas, sin una adecuada planeación y con una mirada no estratégica, sino obsoleta. Lo que necesitamos es trabajar con una visión estratégica. Hay que dedicar un presupuesto generoso a la investigación a largo plazo en materia de planeación educativa con sus múltiples derivaciones científicas. Pero es viernes, caray, y hoy toca. ¿A quién se le ocurre escribir sobre esto al concluir la semana? Sólo a mí. Y ya estoy cansado. Y el Pichi demanda atención, y mi prietita anda en otros confines y la extraño. En fin… Como quiera que sea… ¡hoy toca! ¡Salud!