El año pasado, un grupo de amigos del medio editorial, editores, libreros y bibliotecarios, decidimos conformar un grupo de trabajo en torno a un plan sistemático de reflexión. A ese grupo invitamos a participar al autor de la obra que hoy presentamos. Sin embargo, los compromisos que tiene Juan Domingo, con quien me une una entrañable amistad de años, lo obligaron a declinar la invitación. Pese a ello, sus reflexiones han estado presentes una y otra vez en nuestras tertulias, como lo están cada vez más en el consciente colectivo de ese microcosmos que tiende a reflexionar sobre el libro, la lectura, y todo lo que le rodea. Juan Domingo nació tres años después que yo, en 1958, en una tierra desangelada en unos tiempos, de ensueño en otros, y flagelada por el terror ahora.
Me refiero a Quintana Roo, tierra de poetas, playas, mar, turismo y políticos corruptos e ignorantes como los que han gobernado y siguen gobernando toda nuestra nación. Juan Domingo pertenece a una estirpe que se caracteriza por su incesante actitud crítica. Poeta, ensayista, crítico literario y editor, ha publicado más de 15 pero menos de 1000 libros, y ha recibido infinidad de reconocimientos, es decir, menos de los que merece, pero más de los que quizá deberíamos mencionar sin aburrirlos, porque generalmente la lectura del perfil curricular del presentado es la parte más tediosa de toda presentación. Es probable, además, que quienes nos acompañan ya tengan una idea tanto de Juan Domingo, como de quien lo presenta. En el caso de Juan Domingo, su perfil curricular se encuentra no sólo en la página de Ediciones del Ermitaño, editorial a la que represento, sino también en la Wikipedia. No descartaría que alguien entre ustedes esté en este momento buscando en la red qué demonios estamos haciendo aquí, chateando, o explorando una página porno. Como sea, quiero suponer que los aquí presentes están haciendo lo que desean hacer en este momento de su vida, único e irrepetible, lo que se agradece en estos tiempos en que estamos hasta la madre de que nuestros sentidos dejen de percibir por esa violencia ajena a nuestros deseos. Y de eso trata, precisamente, la obra de Juan Domingo.
No de la violencia que hoy nos aqueja, que hoy nos indigna, que hoy nos hace levantar la voz por la crueldad que siega la vida de tantos, sino de la otra violencia, la perenne, de la que también hemos sido víctimas por decenios, de la que han ejercido a través de políticas fallidas en el terreno del libro y la lectura quienes han determinado qué y cómo debemos leer, tanto políticos como editores, unos impulsados por la ignorancia y los ímpetus de dominación, otros por sus desmedidos afanes de lucro.
En este libro que hoy presentamos, que a la vez es una suerte de manifiesto, Argüelles va desmenuzando tres temas o “tópicos” vitales que se discuten hoy en México y en el mundo sobre la lectura y los libros. Desde el principio nos advierte que un tópico es una idea común y aceptada, una afirmación vulgarizada por su falta de originalidad y por su simultánea superficialidad. Además, discute extensamente las políticas públicas en torno a la lectura que se han puesto en práctica en nuestro país recientemente y se refiere a ellas como utilidad inútil. Para dejarle al autor abundar en la parte crítica y actual, me permito esbozarles el contenido.
En la primera parte del libro resuenan algunos temas que Juan Domingo ya había tratado en textos anteriores, y esta síntesis constituye el examen riguroso de tres ideas arraigadas, pero falaces a final de cuentas. La primera es que los gobiernos tienen la preocupación de crear ciudadanos lectores y, por ende (supuestamente), pensantes, la cual es rebatida por el autor al término de una documentada argumentación que muestra plenamente lo contrario: que los supuestos programas de lectura propuestos por los gobiernos llevan aparejado el adoctrinamiento y enseñan, en el mejor de los casos, las técnicas para decodificar los símbolos y extraer la información contenida en los textos, la cual, muchas de las veces, no constituye otra cosa que información útil –para el sistema– a la hora de crear ciudadanos explotables y sumisos.
El segundo tópico puesto en tela de juicio es que la lectura, con toda seguridad, es el remedio para abatir las distintas problemáticas que flagelan nuestra sociedad. Esta afirmación, tal como lo ve Argüelles, es falsa, imprecisa y lleva a la confusión. Ni Jesucristo, ni Sócrates, ni Louis Armstrong, etc., menciona Argüelles, parecen haber sido lectores asiduos;
sin embargo, pocos estarían dispuestos a decir que fueron estúpidos, ignorantes, perversos o dueños de existencias inútiles e intrascendentes. En cambio, Hitler, ese tirano genocida causante de una de las más terribles debacles del siglo pasado, sí que fue un lector asiduo, y no sólo eso, también fue un escritor apasionado. No niega Argüelles que la lectura, cuando se hace de manera desinteresada y espontánea, pueda traer (aunque no necesariamente lo haga) grandes beneficios emocionales, morales y prácticos, pero siempre dependerá de qué se lee y porqué.
En tercer lugar, Argüelles se encara con el argumento de que sin cierta obligación, es imposible formar lectores. Esta idea, señala el autor, carece de sentido, pues el amor –no sólo por la lectura– nunca surge de la obligación ni de la coerción. ¿O alguno de nosotros ama a su novia, esposa, hija, o bueno, la cerveza y el vino, por obligación?
El desmembramiento de las tres falacias enunciadas sirve al autor, finalmente, para dibujarnos el cuadro de la utilidad inútil que reina en el escenario nacional. “La Secretaría de Educación Pública […] parece que nunca ha entendido la diferencia entre lectura instrumental y lectura autónoma”, y destaca la palabra parece porque, en efecto, la SEP finge que ignora la importancia del placer en la lectura, a pesar de que predica la utilidad de leer para ser un buen ciudadano. En lugar de crear estrategias que permitan el florecimiento de lectores autónomos y desinteresados, privilegia solamente el utilitarismo del libro como potenciador del utilitarismo humano, es decir, la explotación. De este modo, la mayoría de la gente, aunque más alfabetizada, sigue sin tener acceso a una mejor calidad de vida. La postura oficial, a pesar del fracaso de sus estrategias, se empeña en decir que el florecimiento de una cultura libresca significaría el progreso del país, soslayando que “la sociedad [mexicana] en su conjunto, con todas sus problemáticas, es consecuencia directa, en gran medida, de un Estado que es bueno para los discursos y malo para las acciones”.
Aún más, las técnicas anunciadas y promovidas por la SEP, tras la exploración de Argüelles, aparecen a todas luces como una vacuna contra la lectura, precisamente porque pugnan por el establecimiento de una relación solamente pragmática entre libros y lectores. Añade, entre otras cosas: “Muchos aún no damos crédito al hecho de que la SEP quiera estatuir el aborrecimiento de la lectura como consecuencia de llevar a la casa la obligación de leer y, además, medir lo que se lee”.
El manejo de la lectura no es, pues, sino un calco del manejo de la educación como algo básicamente utilitarista. Se ha sustituido la educación que busca “enseñar a vivir” por la escolarización que pretende enseñar a pasar exámenes, a ganar dinero, a competir. La lectura, la educación y en general las relaciones sociales están determinadas en México por la lógica de una élite tecnocrática que no entiende de humanismo, sino sólo de números, estadísticas y, sobre todo, de dinero: “la escuela y los libros tendrían que servir para algo más que el alpinismo empresarial, burocrático y administrativo”.
Hasta aquí la reseña. Brevemente añado lo siguiente. Al día de ayer había un corpus estimado en más de 130 millones de libros publicados a lo largo de la historia de la humanidad. Al día de ayer, había más de 15 millones de libros ya digitalizados. Al día de ayer, el léxico del inglés sumaba más de un millón de palabras, mientras que el Webster incluía, de éstas, sólo 348 000. Al día de ayer, Facebook sumaba más de 600 millones de usuarios. Usuarios de una comunidad global que no respeta Academias de la Lengua, reglas gramaticales ni significados oficialmente aceptados por los diccionarios.
Estamos hablando ya de una nueva generación de lectores, los llamados “nativos digitales”. Y estamos hablando de una nueva generación de educandos, que comienzan a entender que su formación académica depende no sólo de sus profesores, sino sobre todo de ellos mismos, de su capacidad de investigar, de navegar por el ancho mundo del conocimiento que, hasta hace poco, era privativo de unos cuantos. Quizás intuyen, incluso, que su formación debe avanzar a pesar y en contra de los académicos anquilosados, los dinosaurios de la educación. También estamos hablando de nuevas formas de acceder a la información, ya no de manera lineal, sino matricial. Es imposible apropiarse del conocimiento si seguimos pretendiendo que las nuevas generaciones lean como a nosotros nos enseñaron de manera lineal. Matemáticamente es imposible. Conceptualmente es erróneo. Quienes hoy instrumentan políticas de “fomento a la lectura” no tienen —y perdonen el tecnicismo— ni puta idea de lo que está pasando. Los lectores ya no son los de ayer. Impulsar políticas en materia de promoción de la lectura con mentalidad prehistórica no puede más que llevar al fracaso y al gasto inútil de enormes presupuestos. Los lectores están cambiando más rápido de lo que nuestros burócratas tardan en leer una nota corta de sociales, que quizá no comprenden, mientras van al baño.
Tenemos que concebir de nuevo nuestra idea de lo que es lectura. Ya no se trata sólo de un seguimiento lineal de letras, palabras y oraciones. De una decodificación de signos y significados. La matriz enormemente compleja del cerebro recableado requiere de una matriz ad hoc, y no de una mente anquilosada como la que dirige el magisterio nacional. Hay que decirlo con claridad: las políticas públicas en materia del libro y la lectura sólo se equiparan en estupidez a las políticas gubernamentales en materia de combate al crimen organizado. No llevan a ninguna parte. O quizá sí: a hacer que estemos hartos, hasta el cogote.
Regresando a lo que nos trajo aquí: éste es un libro que manifiesta eso, en un símil social con el que difícilmente podemos estar en desacuerdo. Así como estamos hasta la madre de la violencia, de la sangre que se derrama a lo largo y ancho del país, de un gobierno fallido, de policías corruptos y políticos caracterizados por la imbecilidad de sus acciones o inacciones, también estamos hasta la madre de políticas ineficientes de supuesta promoción de la lectura.