FIL Minería, 20 de febrero de 2010
Alejandro Zenker
Los libros de Juan Domingo Argüelles están llenos de vida. Desde que tengo el placer de conocerlo he degustado su irreverente, sana, reflexiva y crítica manera de aproximarse al libro y al fenómeno de la lectura. Cada vez que converso con él, cada vez que tengo oportunidad de leer uno de sus textos, aprendo. Sus escritos generan en mí una especial fascinación porque sus planteamientos coinciden con algunos que he venido haciendo, toda proporción guardada. Mientras él desacraliza el valor que se le atribuye a la lectura per se, yo he orientado mis reflexiones hacia la transfiguración del libro, del lector y la lectura. Desde que nos conocimos, nos hemos ido acercando cada vez más a través de un diálogo que fluye incesantemente.
La obra de Juan Domingo es, en su conjunto, un bálsamo esperanzador en un país en el que la politiquería y la institucionalización de la ignorancia y la estupidez gubernamental predominan. Sus señalamientos críticos ponen al descubierto particularmente a los que navegan con bandera de sabios y son incapaces de asumir su infinita ignorancia. Técnicamente hay más qué saber que lo que cualquier ser humano podría asimilar hoy en día. Es más, cada año se producen más libros que los que cualquiera de nosotros podría leer, así nos los regalaran, y así le dedicáramos la vida a la lectura. Pero una vida dedicada a la lectura, y sólo a la lectura —nos enseña Juan Domingo— sería una vida totalmente desperdiciada. No sería vida. Parafraseando a Neruda, en un intento por sintetizar el mensaje que Juan Domingo nos hace llegar en el libro que hoy presentamos, habría que decir: “Confieso que he vivido, a pesar de que no he leído…”, o quizá… “Gracias a que no he dedicado mi vida a leer, he podido vivir”.
El caso es que, al igual que le ocurrió a Juan Domingo, mis lecturas nunca fueron impuestas. Siempre sugeridas. O llegaron por azarosas circunstancias. Por eso, y por muchos otros elementos de reflexión, sé que el gusto por la lectura se adquiere por innumerables caminos, menos por el de la imposición, y que el no leer no hace inferior a nadie, así como la mucha lectura no hace a nadie superior. El libro del que hablamos lo pone de manifiesto. Leer debe ser un placer. Y no leer es un derecho. Y es un derecho inalienable del no lector ser respetado.
Más allá de la acertada insistencia de Juan Domingo en estos aspectos, en La letra muerta aborda temas que otrora sólo había rozado. Se trata de un libro en el que reúne tres entrevistas que le hicimos María José Bonacifa en enero de 2007, otra que le hice yo en agosto de 2008 y que publiqué en la revista Quehacer Editorial, y una tercera, de septiembre de ese mismo año, que le hizo Gabriela Gutiérrez Galván. Pero además de su agudas respuestas a nuestras interrogantes, Juan Domingo enriqueció el libro con un prólogo, un epílogo y una posdata. La interacción con los entrevistadores lo llevan, entre otros, al escabroso tema de las nuevas tecnologías y su influencia sobre las nuevas generaciones. ¿Tiene futuro el libro electrónico? ¿Sobrevivirá el libro con soporte papel? Del aspecto matricial, de la desmaterialización, de la desatomización y digitalización de la lectura es de lo que yo quisiera hablarles un poco.
Años atrás titulé una conferencia “¡Que muera el libro, que viva la lectura!” Hablaba allí de que el contenedor, es decir, lo que hoy llamamos “libro”, no es igual al contenido. Decidí diferenciar entre el concepto “libro” y el “texto”. El libro es el contenedor, el texto el contenido. El contenedor ha ido transformándose de una u otra manera a lo largo de la historia. Pinturas rupestres, jeroglíficos, pergaminos, rollos… El “soporte” y su forma, es decir, aquello sobre lo que queremos transmitir algo, han ido cambiando. También la lectura se fue transformando. Privilegio de muy pocos en un principio, de algunos más, después; de la lectura en voz alta al ejercicio silencioso, transcurrió históricamente poco tiempo. Y en lo que respecta al soporte, de la piedra, al pergamino, al rollo y al pliego impreso, también. Al surgir la computadora, y particularmente internet, la imaginación comenzó a volar en términos de las infinitas posibilidades que se vislumbraban. Por supuesto, los viejos editores, así como quienes nacieron y vivieron con el libro impreso, se dedicaron obstinadamente a negar toda posibilidad de transformación.
Cometían un grave error conceptual: confundir el contenedor con el contenido y considerar que nada en el terreno de la industria editorial es perfectible excepto el volumen de sus ganancias. Tuve oportunidad de vivir las grandes transformaciones que se dieron en el quehacer editorial y me tocó ser de los primeros en México en utilizar la computadora y los primeros programas de composición tipográfica en esta era de los cambios tecnológicos. A fines de 1994 introdujimos los primeros equipos de impresión digital a nuestra cadena de producción, y junto con Xerox y Adobe comenzamos a trabajar en la implementación del libro electrónico basado en un servidor cuya función era precisamente proteger los contenidos que podrían comprarse a través de internet. Negociamos incluso con el FCE para que fuera la primera casa editorial en llevar esto a cabo. Pero las vicisitudes políticas dieron al traste con los buenos propósitos. En suma, lo que tratamos de impulsar hace más de 10 años en México, es lo que hoy estamos viendo ya implementado en el caso de los libros electrónicos que pueden verse en los diversos dispositivos de lectura, como la computadora, la iPod, el iPad, el Kindle, el Sony eBook Reader, etc.
Pese a los tropiezos en el diseño inicial de los libros electrónicos, algunos estábamos seguros de que el soporte tenía que transformarse. Motivos sobraban para que, más que ser un simple deseo de ciber-nerds, figurara como LA gran solución a los problemas de difusión de contenidos. Vivimos desde hace mucho en una economía de mercado del libro que privilegia los bestsellers y busca homogeneizar las lecturas de la población. Es decir, unas cuantas megaempresas dictan qué debemos y qué no debemos leer simplemente con la aplicación de las leyes del mercado. Internet y el libro electrónico representaban y representan la gran oportunidad de desbaratar ese esquema, haciendo posible que paulatinamente una porción mayor de la población mundial tenga acceso a cada vez más contenidos. Los movimientos que han surgido para rescatar obras olvidadas o para distribuir contenidos incluso infringiendo las leyes particularmente de derechos de autor han sido vitales para generar una nueva conciencia sobre el derecho al acceso a la información.
Hay pendiente una discusión precisamente sobre esos derechos de autor que se convierten en limitantes para el desarrollo de la humanidad, similar a lo que son las patentes de medicinas que las convierten en inaccesibles en tanto vencen y pasan a dominio público a costa de la salud de la población. Pero ese es otro tema que supera lo que hoy podemos discutir.
No obstante, hay un aspecto que no ha sido analizado apropiadamente y que tiene que ver mucho con los planteamientos de Juan Domingo. Si esta transición del libro con soporte papel al libro electrónico o a la transmisión de información por la vía electrónica es previsiblemente irreversible, ¿de qué manera está incidiendo sobre la transfiguración del lector y la lectura? Por primera vez, neurocientíficos han comenzado a analizar el asunto. Algunas de sus investigaciones apuntan, y cito al doctor Gary Small de la Universidad de California en Los Angeles, a que “la actual eclosión de la tecnología digital no sólo está cambiando nuestra forma de vivir y comunicarnos, sino que está alterando rápida y profundamente nuestro cerebro.
La exposición diaria a la alta tecnología –computadoras, teléfonos inteligentes, videojuegos, buscadores como Google o Yahoo- estimula la alteración de los caminos neuronales y la activación de los neurotransmisores, con lo que gradualmente se afianzan en el cerebro nuevos caminos neuronales, al tiempo que los antiguos se desdibujan. Debido a la actual revolución tecnológica, en este preciso momento nuestro cerebro está evolucionando a una velocidad sin precedentes.” Es más, un importante grupo de neurocientíficos, neuropsicólogos y especialistas en neuroimagen parten ya de que en los últimos diez años los cerebros de lo que llaman “los nativos digitales” han evolucionado más que en toda la historia de la humanidad, es decir, a lo largo de los millones de años que pasaron desde el surgimiento del ser humano, hasta los inicios de esta revolución digital. Por el contrario, los cerebros de los “inmigrantes digitales”, es decir, aquellos a quienes esta revolución tecnológica nos agarró ya con el cerebro maduro y por tanto sin la flexibilidad del infante, han podido quizás salvar la brecha digital convirtiéndose en una suerte de expertos en las nuevas tecnologías, pero no podrán seguirles el paso a estas nuevas generaciones para las cuales pronto, los cerebros y capacidades de los inmigrantes digitales mismos les parecerán ciertamente primitivos.
Hay que comprender esto, que explico de manera muy superficial, para entender cabalmente lo que Juan Domingo ha venido planteando en sus libros y para comprender la magnitud del reto. ¿Cómo van a poder promover la lectura promotores que no entienden los cambios que se están suscitando en las nuevas generaciones y cuyas capacidades cerebrales simple y llanamente no pueden seguir a los nativos digitales? Comprender los retos del lector y la lectura, de la transfiguración que están viviendo, plantea retos mayores a la ciencia. No es algo que los políticos en el gobierno y los políticos de la cultura pueden resolver simple y sencillamente porque no han entendido ni pueden entender lo que está sucediendo. No será sino probablemente hasta que las nuevas generaciones de nativos digitales asuman generacionalmente el poder, que las políticas cambiarán para dar paso a una enorme revolución en el terreno de la apropiación del conocimiento.
La lectura hipervincular
Ahora bien, sin lugar a dudas, en la actualidad, al haber una disociación total entre esos cambios en las funciones cerebrales y los anquilosados sistemas educativos, sociales y culturales en medio de los cuales se mueven los nativos digitales, es decir, las nuevas generaciones, emergen infinidad de problemas. Por supuesto, muchos jóvenes viven en medio de la dispersión, de la incapacidad de centrarse en un tema o tarea y culminarlo sin distracciones, caen en el autismo, en la disolución social, familiar, en fin… Pareciera que la revolución tecnológica trae más problemas que esperanzadoras soluciones. Pero al final de la jornada se abre un universo de posibilidades.
Daré un ejemplo. Nosotros, los inmigrantes digitales, o yéndonos más atrás, las generaciones aún vivas pero que nunca comprendieron y por tanto no incursionaron en la era digital, aprendimos a leer de manera lineal. Usualmente abrimos un libro y lo leemos de principio a fin. Quizás desviamos la vista cuando hay notas al pie de página, o cuando para comprender algo recurrimos a la Enciclopedia Británica, quizás el tomo 8, página 178, y volvemos al punto donde nos quedamos.
Nuestras distracciones son quizás nuestra mujer que nos pregunta algo, nuestros hijos o nietos, el deseo de un café o una copa de vino. Muchos solemos de pronto levantar la vista del libro, cerrar los ojos, y pensar en lo que estamos leyendo o poner la mente en blanco. Es lectura pausada. Bien para la literatura. No obstante, si nuestra intención es, por ejemplo, incursionar en la filosofía, enfrentamos un problema mayúsculo. Para poder entender no digamos a Savater, que nos da la filosofía masticada y en la boca, sino a uno de los filósofos del siglo antepasado, digamos a Hegel, tendríamos que remontarnos a los clásicos, quizás a los griegos al menos, y recorrer las lecturas a nuestro alcance para finalmente llegar a Hegel y comprender lo que planteaba. El camino es cada vez más largo y complejo conforme avanzamos en la lectura y comprensión cabal de los llamados clásicos. Para gran parte de la humanidad, tarea imposible. Tendríamos que dedicar nuestra vida a la lectura, lo que, en palabras de Juan Domingo, es no vivir la vida.
Esa imposibilidad de leerlo todo (de los clásicos a los contemporáneos) es lo que nos ha convertido en lectores de los intérpretes de los intérpretes de los intérpretes… Es decir, por ejemplo, entes cuyos conocimientos universales provienen de la serie de libros “For Dummies”, o sea, filosofía para idiotas, arte para idiotas, ajedrez para idiotas, etc. Nos hemos vuelto tan ineficientes para apropiarnos de los conocimientos fundacionales, que dependemos de unos idiotas que escriben para otros más idiotas que ellos. Es decir, nosotros.
Recuperar los conocimientos pasados… (¿se puede?)
Pero, ¿por qué sucede eso? Hace muchos años, al hacer cuentas para ver si podía apropiarme de los conocimientos necesarios para ser un sujeto y no un simple objeto de las elucubraciones de otros, llegué a la conclusión de que, o me dedicaba a la lectura, al estudio, o a vivir apasionadamente. Elegí esto último. En ese esquema de lectura lineal, la vida no me alcanzaba para llegar con conocimiento de causa a comprender plenamente los postulados filosóficos que me movían en ese entonces.
Pero las nuevas generaciones, los nativos digitales, pueden hacer las cosas (o podrán hacerlas en una generación más si acaso) de manera distinta. Una versión básica del libro electrónico es el texto con una serie de hipervínculos. Un concepto te lleva a su definición y, dentro de ella, a su vez a otros conceptos que nuevamente contienen hipervínculos, y así, al infinito. La navegación lineal puede ser interminable, es decir, puedes comenzar investigando sobre los Elementos de Euclides, es decir, sus tratados matemáticos, y acabar leyendo las estadísticas sobre los goles del mundial de futbol y de allí pasar a la fórmula para un cálculo preciso de arsénico para deshacerte de tu suegra.
Pero hay un escenario más interesante. La lectura que podríamos quizás llamar “matricial”. Es decir, donde leemos en varios planos a la vez. En el horizontal, igual quizás a la lectura lineal, y en un sinnúmero de planos verticales atravesados por nuevos planos horizontales. ¿Puede nuestro cerebro lidiar con eso? El nuestro, el de los inmigrantes digitales seguro no. Pero el de los nativos quizás sí. Y eso me regresa a la reflexión anterior.
Quizás los nativos digitales sean capaces de asimilar las reflexiones, los conocimientos, la sabiduría milenaria, sin dejar de tener relaciones sexuales, de jugar, de bailar, de divertirse, de emborracharse y de tirarse en el pasto a mirar las estrellas comprendiendo cada vez más nuestro humilde paso por el Universo. Es más, sus cerebros están siendo entrenados para eso y más, es decir, lo comprendido dentro de lo que llamamos ciberliteratura, género complejo que apenas está en pañales y cuyos alcances son ilimitados, pero cuyo análisis consumiría más tiempo del que hoy tenemos disponible.
Juan Domingo y yo somos inmigrantes digitales. Humildemente veo lo que sucede a nuestro alrededor y trato de comprenderlo. La cantidad de información es abrumadora. Sobre mi escritorio tengo cuatro pantallas de computadora conectadas a un cpu con dos tarjetas de video y más de 8 terabytes de información. Generalmente tengo entre 20 y 30 ventanas abiertas. En unas leo y contesto correos, en otras navego en internet haciendo consultas, en unas más, chateo, algunas tienen documentos abiertos en los que trabajo, etc. Sobre mi escritorio hay infinidad de papeles y manuscritos.
Recientemente, mi hija me dijo a manera de reproche que yo casi nunca leo “libros”. Y, en efecto, cada vez leo menos “libros”, es decir, cada vez me apropio de menos información a través del soporte papel, porque cada vez son más los manuscritos, los textos, los escritos que tengo que leer en formato digital, y no me doy abasto. Si así se está perfilando el quehacer diario de un humilde editor inmigrante digital como yo… ¿cómo trabajarán nuestros nietos?
No me resta más que recomendarles ampliamente la lectura de La letra muerta, publicada por Océano, y que pueden adquirir aquí mismo, en esta feria de Minería. Parafraseando a Juan Domingo, La letra muerta es un libro que nos confiere placer y nos anima a pensar, por lo que su lectura puede tener un efecto decisivo que nos puede durar sin duda toda la vida…
Azh, 19/01/2010