Ponencia presentada en la UNAM con motivo del Día del Libro
México, D.F., 23 de abril de 2009
Alejandro Zenker
Instituto del Libro y la Lectura, A.C.
Para empezar, quisiera remontarme a inicios de los años ochenta del siglo pasado, cuando era director de una institución de educación superior para intérpretes y traductores y propuse al FCE y al INBA realizar un Seminario para la formación de editores. Ambas instituciones accedieron con entusiasmo y llevamos a cabo tres cursos, de los cuales el primero fue paradigmático. Quienes estaban entre el público superaban con mucho la experiencia de quienes figurábamos en el podio.
A lo largo de los días que duró ese primer ejercicio de reflexión, las ideas fluyeron de un lado hacia el otro: ponentes-público-ponentes. Ya, en aquel entonces, un tema ocupó especialmente la atención de los participantes: la computadora y sus alcances. Las descalificaciones de esa nueva herramienta fluyeron con singular desparpajo.
Quienes tratábamos de imaginar el futuro, muy jóvenes aún, pero audaces, teníamos algunas dificultades quizás para precisar las ideas. A fin de cuentas, el futuro era mera ciencia ficción. El libro era EL libro. No había posibilidad de imaginar leer una novela en un monitor monocromático que sólo desplegaba caracteres ASCII, y tampoco de visualizar lo que, años después, sería nuestra realidad: libros formados en computadoras usando lo que, en aquel entonces, comenzamos a percibir como “complejos” programas de diseño y formación: Page Maker y Ventura, por ejemplo. En ese entonces tenía yo menos de 30 años. La traducción automatizada estaba en etapa embrionaria.
Desde entonces, las cosas se han ido transformando vertiginosamente. En 1994 introduje en México el uso de la primera impresora digital aplicada a la industria editorial e inicié la publicación de libros en tiros cortos de sólo 100 ejemplares. Comenzamos a trabajar con Xerox y Adobe en torno a la idea del libro electrónico, con los derechos de autor protegidos mediante un manejador cibernético de contenidos. Era la época en que todos me decían que estaba ofreciéndole al mercado una solución a un problema inexistente. Hoy, en 2009, en medio de una crisis mundial de mayúsculas proporciones, asistimos al nacimiento del otrora problema inexistente que, incluso, enfrenta muchos otros nuevos problemas que, entonces, ni siquiera entraban en el imaginario colectivo.
Hoy sigo encontrando la misma apreciación cuando hablamos del libro electrónico, de la trascendencia de la red y sus implicaciones, de la transfiguración de la lectura y del lector. Pero con una modalidad: al libro electrónico se le ve ya no como una utopía, una ilusión, una posible opción, una oportunidad, una solución a muchos problemas, sino como una especie de competidor precoz que amenaza a su hermano mayor: el libro con soporte en papel. A fin de cuentas, amenaza a una industria cuyos intereses se cifran en miles de millones de dólares en el mundo. Se trata de una concepción equivocada, basada primordialmente en la incapacidad de comprender el tamaño del problema que enfrentamos en todos los planos: tecnológicos, políticos, culturales, humanos, ideológicos… Estamos ante un escenario real: la extinción de los dinosaurios de la edición y el surgimiento de nuevas especies.
Comencemos por lo que hoy nos reúne: el Día del Libro, y por el tema en torno al cual me pidieron que disertara: la bibliodiversidad. El libro tuvo que inventar su día al igual que la madre, el padre… bueno, hasta la secretaria y el compadre. En este día murieron Cervantes y Shakespeare, pero no los recordamos a ellos… Entonces… ¿qué festejamos? ¿Qué es el libro?
La UNESCO es un referente obligado en este caso. En 1964 lanzó una definición que tuvo su función y razón de ser hasta fines del siglo pasado. El libro, decía sucintamente, es una obra impresa de más de 50 hojas, manuscrita o pintada en una serie de hojas de papel, pergamino, vitela u otro material, unidas por un lado (es decir, encuadernadas) y protegidas con tapas, llamadas cubiertas. Hoy, la UNESCO advierte que nos encontramos en un proceso de rápida transformación, por lo que esa definición está sujeta a discusión debido a la aparición del libro electrónico como medio opcional de contenidos multimedia con rasgos totalmente diferentes.
Hay que identificar los momentos históricos. La Ley de Guayaquil estableció esas definiciones y políticas, que debían ser adaptadas a cada realidad nacional, en una época en que era lógico hacerlo. Esas políticas clásicas de estimulación de la creación, de establecimiento de condiciones fiscales y financieras propicias, de fomento del comercio y la distribución mediante la supresión de impuestos a la importación, tarifas postales y aranceles aduaneros, tenían su justificación en el contexto del periodo comprendido entre 1948 y 1990. Pero lo que en los años ochenta se vio como una posibilidad remota, en los noventa adquirió notoriedad para pasar a ser, en el nuevo milenio, de indiscutible actualidad.
Mientras que en el mencionado periodo de 1948 a 1990 el mundo seguía regido por el proteccionismo y el nacionalismo, la globalización cambió por completo las perspectivas en todos los planos, incluido el cultural. El reclamo al derecho a la bibliodiversidad (entendido como el derecho al acceso a la totalidad de obras, y que el acceso a ellas dependa no del aparato mercadotécnico, sino de la capacidad de búsqueda y decisión del lector) se universalizó, y con él la pregunta: ¿cómo logarlo? A fin de cuentas, Internet había roto las fronteras.
El reclamo de contar con acceso a esa bibliodiversidad va de la mano con la búsqueda de la universalidad del conocimiento y del acceso a él, y con la ruptura de las fronteras nacionales y nacionalistas a partir, sobre todo, de la disponibilidad que tenemos de una enorme diversidad de contenidos a través de Internet. Las grandes editoriales —bueno, los conglomerados, las transnacionales de la edición— han aprovechado hasta ahora la globalización, pero en sentido inverso. Han acuñado el mercado en función de sus intereses mercantiles: lanzan a la venta relativamente pocos títulos, en grandes tirajes, bestsellers de poca duración (“libros yogurt”, como algunos los llaman, con fecha de caducidad). Con todo y precio único o fijo, las librerías que surgen, sólo exhiben y venden en su mayor parte más de esos libros que bestsellerizan la lectura. La enorme cantidad de libros que son publicados en una sociedad civil cada vez más inquieta y activa, no tiene acceso a ese mercado de librerías o puntos de venta que, dicho sea de paso, probablemente está destinado a desaparecer.
Volvamos al reclamo de la bibliodiversidad, a nuestro derecho a escoger libros de entre ese universo infinito de obras existentes, mas no todas disponibles. ¿Qué libro es para nosotros? ¿Tenemos el derecho de elegirlo? ¿O debe haber alguien que nos muestre el camino?
Una de las grandes tonterías de nuestra época es la de los pretendidos eruditos que intentan establecer las 10 o 100 obras supuestamente más importantes, supuestamente imprescindibles, que todo humano debería leer. ¿Realmente las hay? ¿Realmente debemos permitir que alguien dicte nuestras lecturas? La lectura debería darse, si acaso, por placer, no por obligación, aunque esto ya es un axioma muy trillado. Pero si la lectura debe ser por placer… ¿hay que dejar que otros la dicten?
La escolarización de la lectura es el sepulcro del gusto por la lectura misma. Como bien saben, años atrás hicieron en México una encuesta nacional de lectura según la cual el mexicano lee un promedio de aproximadamente 2.9 libros al año. Al ser un análisis cuantitativo, pasa por alto el aspecto cualitativo (es decir, con qué calidad leemos). Además, a los que leen más, les quitan libros, y a quienes no leen nada, se los suman.
En una reciente encuesta realizada en Inglaterra sobre las encuestas mismas y la respuesta que daban los encuestados a la pregunta de qué libros habían leído, los interrogados confesaron haber mentido. Querían impresionar al encuestador como desean impresionar a la novia, a los amigos, a los padres y a los hijos. Quizás esos 2.9 libros de promedio se reduzcan a una fracción más preocupante en el caso de México.
Uno de los principales problemas para acceder a la lectura es la dificultad que hay para llegar al libro mismo ante la falta de bibliotecas y librerías en general y bien surtidas en particular. Y esto se debe en buena medida a las propias dimensiones físicas del libro con soporte en papel: es decir, su tamaño y su peso. El tamaño en particular impide que las librerías exhiban la bibliodiversidad existente.
Para darnos una idea del problema, tomemos como ejemplo la Feria Internacional del Libro de Frankfurt, donde el año pasado fueron exhibidos más de 400 000 libros, de los cuales más de 123 000 fueron primeras ediciones. Si suponemos un ancho de lomo promedio de tan sólo 2 cm, los 400 000 libros requieren de 8 000 metros lineales de espacio de exhibición, 8 km, y las 123 000 novedades, 2 460 metros, casi 2.5 km. Y estamos considerando sólo los lomos. Si quisiéramos exhibir las portadas y partiéramos sólo de un tamaño promedio, media carta, es decir, de 13.5 cm, estaríamos hablando de 54 km de espacio de exhibición. Y ésta es sólo una fracción de los libros “vivos”.
Para ilustrar nuestro pesimismo, la UNESCO registra un total de 1 004 725 títulos publicados en un total de 78 países en un solo año, partiendo del último registro disponible entre 1990 y 2005. Ese año, 2005, en Inglaterra se publicaron 206 000 títulos y en Estados Unidos, 172 000. En el 2009 llevamos ya, en el mes de abril, más de 289,000 títulos publicados según la UNESCO. Y podemos suponer una cantidad igual o incluso mayor de títulos que escapan a todo registro. ¿Dónde y cómo albergar semejante riqueza científica, técnica y literaria? ¿Cómo tener acceso a ella? Y eso que sólo mencionamos estadísticas de lo “medible”, de las que escapa el inmenso universo de las publicaciones independientes y de los libros de autor que no entran en la lógica del ISBN y, por lo tanto, de una de nuestras instancias burocráticas más perniciosas en México, como lo es Indautor, que con su pretensión rectora ha causado enormes estragos a la industria editorial en nuestro país.
La única manera de albergar todo eso en un espacio con millones de puntos de acceso en todo el mundo, tantos como computadoras con conexión a internet puede haber, es, por lo pronto, mediante la digitalización. Porque, ¿podríamos imaginar librerías y bibliotecas en cada punto de nuestra República con esos kilómetros de espacio de exhibición? ¿Espacios a los que pueda llegar toda nuestra población? Necesitaríamos miles. Ni siquiera ese mausoleo del libro llamado Biblioteca Vasconcelos los tiene.
Hay, pues, muchos elementos que nos permiten presumir que, entre otros muchos factores, las características físicas del libro con soporte en papel, tan sensualmente acogedoras al tacto y a muchas de nuestras miradas, constituyen el principal obstáculo para tener acceso a la bibliodiversidad. Quizá por eso los visionarios tecnócratas vienen trabajando, desde hace muchos años, en la digitalización del acervo bibliográfico de la humanidad e invirtiendo infinidad de recursos en ello. En primer lugar Google, que acaba de ganar un juicio importantísimo para o contra la industria en el ámbito mundial, dependiendo de cómo se le vea. A partir de este año, los cientos de miles de títulos disponibles en la red, parcial o totalmente, de manera gratuita o mediante pago previo, seguirán allí, enriqueciéndose con otros tantos de manera exponencial.
La digitalización del universo bibliográfico conocido está en camino. Y a las nuevas generaciones no les importan nuestras opiniones: están leyendo en formato digital. Es más accesible y está disponible por la vía de las diversas versiones de bibliotecas libres. Más importante aún: es relativamente gratuito. Por ejemplo, la misma UNESCO, en colaboración con la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y la Biblioteca de Alejandría, lanzó ya, en estos días, su Biblioteca Digital Mundial (www.wdl.org) en siete idiomas —inglés, árabe, chino, español, francés, portugués y ruso—, con relativamente pocos contenidos hasta ahora si se comparan con los cientos de miles de títulos que ofrece Google, pero ha ofrecido a las naciones integrantes apoyo para la digitalización de sus acervos nacionales. Ahora podemos conocer muchos incunables a través de estas redes, y los fondos reservados están saliendo a la luz gracias a estas iniciativas.
¿Qué nos depara el futuro? Eso es precisamente lo que se le preguntó a más de mil especialistas de todo el mundo el año pasado con motivo de la celebración de la Feria Internacional del Libro de Frankfurt. El 70% consideró que la industria editorial está preparada para hacerle frente a la digitalización; 40% pensó que, para 2018, el libro electrónico superará en ventas y penetración en el mercado al libro con soporte en papel, si bien 60% especula que la industria tardará al menos cinco años más en adaptarse a la nueva realidad del libro electrónico. Y aunque pocos creen factible que el libro electrónico se abra camino en el corto plazo, prevén un cambio generacional importante en los próximos 10 años, que hará que los consumidores se inclinen cada vez más por el libro digital.
En cuanto al dominio en el campo de la digitalización, la mitad de los especialistas consideran líder a Estados Unidos (51%), seguido de Japón (15%) y luego a Europa (11%). Pero una de las cosas más sorprendentes es que un número creciente de especialistas intuye que, en el corto plazo, será China quien asuma la delantera en este terreno.
En este contexto, los temas que nos ocuparán en estos años serán:
1. Derechos de autor.
2. Administración de los derechos digitales (DRM).
3. La estandarización de los formatos (por ejemplo, epub).
4. El precio único o el desorden de los mercados
En cuanto a los problemas que enfrentan sus propias editoriales, la percepción de estos especialistas es:
1. Falta conocimiento de las implicaciones de estas tecnologías y las estrategias que hay que adoptar.
2. Hay que establecer nuevas alianzas.
3. Falta infraestructura técnica.
Ya se prevé que será necesario que las editoriales establezcan nuevas alianzas pero con otros protagonistas hasta ahora ajenos al mundo del libro. O que quizá sean otros quienes asimilen el quehacer editorial, pues éste pasará de manos de los llamados “editores” a las de quienes dominan las tecnologías, en particular la red y las telecomunicaciones (tipo no sólo Google y Amazon, sino también Telmex, Movistar, Televisa, etcétera).
Es probable que la industria cinematográfica, la de los juegos y la de la música, asuman un papel cada vez más preponderante en el manejo de los contenidos digitales llamados “libros”. Un aspecto muy interesante es que los especialistas consideraron que la más importante innovación en los últimos 60 años ha sido, precisamente, el comercio electrónico del libro, las nuevas reglas del marketing, así como la transformación de las ferias y de las cadenas de librerías. Pero, de igual manera, muchos prevén que las librerías minoristas no sobrevivirán en los siguientes 60 años, como tampoco los agentes literarios ni los mismos editores.
Si bien esto se desprende no de una investigación científica sino sólo de una encuesta realizada entre los más destacados especialistas del libro en el mundo, es interesante ver cómo la negación que hasta hace poco permeaba el medio, ha admitido la posibilidad de una profunda transformación de la cadena del libro, hasta el punto de la desaparición de la industria y sus protagonistas tal como hasta ahora los conocemos.
En medio de todo esto, da gusto ver cómo los editores pequeños aprovechan las nuevas tecnologías y se abren paso con entusiasmo cuando los grandes protagonistas comienzan a presagiar su propio desmoronamiento. Las nuevas tecnologías abren la puerta a la bibliodiversidad tan anhelada y, con ello, emergen infinidad de interrogantes que requieren serios trabajos de investigación, no sólo en materia de las ciencias y artes del libro, sino también en lo que respecta a la transfiguración del lector y la lectura.
El motor de estas transformaciones lo constituirán los mismos editores y los tecnócratas, pero sobre todo los nuevos editores, los autores y los mismos lectores que serán, en última instancia, quienes determinen si asimilan o no las nuevas propuestas y entierran el libro con soporte en papel y asumen las nuevas ofertas.
Contemplando todo este panorama, quizás el mayor temor debe residir en que, al final del día, sólo unos cuantos protagonistas se queden con el mercado: aquellos visionarios con el capital y control de ese espacio otrora libertario que era Internet. La censura se cierne sobre nosotros. Y, asimismo, el control por parte de unos cuantos capitales de lo que hoy se nos abre como espacio de inmensa libertad, para catapultarnos al mundo tenebroso de Orwell. Lamentablemente los tiempos corren rápido, y es muy probable que muchos de nosotros vivamos para contarlo.
*azh, 21/04/2009