Hace dos años, en el marco de un encuentro internacional de editores independientes en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, me pidieron que hablara sobre el mismo tema que abordaré el día de hoy, es decir, la profesionalización del editor independiente. Al reflexionar hoy al respecto, me pregunté si algo ha cambiado en este tiempo que ameritara escribir algo distinto. Después de revisar el punto del que partí y las variables inherentes al tema, concluí que no. Que lo planteado en ese entonces sigue siendo igual de vigente ahora.
Trataré de contextualizar. Mi editorial, Ediciones del Ermitaño, tiene más de 20 años de existencia, y yo más de 35 de seguir el surgimiento, esplendor, decadencia y desaparición de innumerables proyectos que nacieron en buena medida como los que hoy veo emerger.
Gran parte de las editoriales llamadas independientes nace de un mismo concepto: el deseo de un individuo, o grupo de individuos, de impulsar un proyecto editorial que, en el mejor de los casos, busca abrir puertas a propuestas literarias que los grandes conglomerados editoriales han decidido rechazar. Ese es un común denominador de las editoriales independientes. Sin su existencia, sin nuestra existencia, el universo de libros publicados se reduciría notablemente, y nuestro propósito de lograr que la bibliodiversidad se extienda se vendría abajo para dejarles a los grandes consocios editoriales globalizados el futuro de una humanidad cultural y literariamente empobrecida, sujeta a esa bestsellerización que cunde por el mundo.
Hasta aquí, tal vez, todos podríamos estar de acuerdo.
El tema es la profesionalización del editor independiente. Aunque, en mi opinión, lo “independiente” lo podríamos dejar momentáneamente de lado, pues de igual manera las grandes editoriales requieren profesionalizar su labor en muchos sentidos. Sin embargo, las pequeñas editoriales enfrentan una situación peculiar. Como decía antes, en gran parte del mundo son fruto del deseo de un individuo, o de un grupo de individuos, de impulsar un proyecto editorial. Pero ese deseo, más que obedecer a un plan de trabajo o de negocio, bien articulado, se basa en el voluntarismo.
A veces el editor tiene buenos contactos que le permiten intuir que podrá librar los escollos financieros del proyecto, en ocasiones cuenta con patrocinadores para superar los difíciles inicios del negocio… a veces… Pero quedémonos en el tema “negocio”.
Toda empresa, aunque su propósito sea cultural, debe concebirse como negocio. El principal problema no es propiamente producir el libro, sino comercializarlo, es decir, saber hacerlo llegar al lector, de tal suerte que el capital invertido regrese en el menor tiempo y arroje las mayores ganancias posibles. Esto, que es el principio del que parten las grandes editoriales, motivo por el cual apuestan al best seller, debería regir a las pequeñas editoriales. A menos que sepan darle la vuelta al problema e inventar nuevos paradigmas que hagan sus proyectos no sólo cultural, sino también financieramente rentables.
El problema es que los editores independientes, y no me refiero a los que están aquí, sino a los que no vinieron, carecen de muchas bases y conocimientos. Conozco a muchos colegas en México, por ejemplo, que viven un total desastre organizativo.
No tienen contratos firmados con los autores; su contabilidad es un caos; no han presentado sus declaraciones de impuestos y, por lo tanto, no han pagado adecuadamente sus impuestos y deben más de lo que imaginan al fisco; no están al corriente en el pago de derechos de autor; no tienen un control efectivo de inventarios, producen más de lo que pueden colocar en los puntos de venta que les dan espacio y sus inventarios los aplastan porque carecen de bodega, los libros se almacenan en todos los rincones de la casa, incluyendo el baño y debajo de la cama; lo colocado en librerías se vende, pero olvidan pasar a cobrar o carecen de un sistema administrativo que les permita hacerlo, en fin, están técnicamente al borde de la quiebra o, si las autoridades hacendarias se lo proponen, de la cárcel. Podríamos decir que ese es precisamente el encanto del editor independiente. Pero partamos, para darle sentido a esta intervención, de que realmente queremos hacer algo por cambiar esa situación.
Entonces necesitamos profesionalizar nuestro oficio. La pregunta es… ¿se puede? ¿Cómo?
Parto de dos escenarios:
- El inmediato: es decir, el de los editores que hoy están ejerciendo como tales o aquellos que están a punto de ingresar al negocio y necesitan urgentemente capacitación y…
- El futuro: el de la legión de editores que el mundo necesita para enfrentar los retos venideros.
Hasta aquí he hablado del hoy que nos es familiar, pero, ¿qué hay de lo que se avecina? Me he encontrado en el camino, y hablando de lo “inmediato”, a editores que acometen sus tareas de manera tradicional en todos los sentidos. Tengo, por ejemplo, un par de amigos que producen sus libros utilizando monotipos y prensas planas y que han logrado crear un mercado para sus libros, que son caros y que producen en tirajes mínimos. Pero ésa, más que una labor editorial comercial, es una labor artística. La mayor parte de los pequeños editores usan las mismas herramientas, hasta cierto punto “modernas”, que los “grandes”, es decir, programas de cómputo para diseño y formación, impresión en offset y encuadernación rústica cosida o hot melt. Pocos han explorado las nuevas tecnologías y muy, muy pocos, comprenden sus ventajas y las saben aprovechar alternándolas con las tecnologías convencionales. El mercado del libro está cambiando a velocidad vertiginosa.
El editor actual tiene que aprender a paso acelerado para adelantarse a los cambios, y el futuro editor tiene que formarse académicamente, de tal suerte que el mundo de la edición esté, cada vez más, en manos de profesionales del libro.
Quizás aquí, en Europa, este planteamiento les parezca exagerado porque en varios países cuentan con opciones para la formación universitaria de editores, pero en México y en gran parte de América Latina las ciencias y artes del libro se aprenden en la práctica. Para que se den una idea: hace más de veinte años organicé en México los primeros seminarios para la formación de editores. En aquel entonces mi planteamiento respecto a la necesidad de crear carreras para la formación de editores con nivel universitario causaba sonrisas entre la concurrencia. Quince años después, más o menos, se creó la primera maestría en edición en la Universidad de Guadalajara, que fracasó tras pocos años y sólo consiguió, si mal no recuerdo, dos egresados. Hoy se imparten infinidad de cursos de capacitación para editores impulsados particularmente por la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (Caniem), y un diplomado.
Sin embargo, los cursos son demasiado caros para los editores independientes, que viven al día y no tienen siquiera los recursos para pagar su cuota a la Cámara, y el diplomado es muy absorbente para quien tiene que atender su negocio y muy general, equivalente apenas a una introducción al quehacer editorial.
Pero no me malentiendan. Los cursos son imprescindibles, aunque hoy se impartan de manera inconexa y estén pensados más para paliar deficiencias de quien ya ejerce alguna labor en el terreno editorial que para dotarlo de sólidas bases integrales para su profesionalización. ¿Y qué significa esa profesionalización? Lo resumiría en los siguientes 10 puntos:
- Saber definir un proyecto editorial a partir de estrategias claras, previa investigación del mercado, con una clara definición del nicho al que uno quiere dirigirse.
- Saber planear el trabajo a corto, mediano y largo plazo en función de los objetivos planteados, acorde con un presupuesto bien estructurado.
- Saber trabajar protegiendo los activos, estableciendo con los autores contratos que protejan los intereses de ambas partes.
- Saber organizar la estructura de la empresa, por pequeña que sea. Esto puede significar, en el caso de la empresa unipersonal y a falta de personal qué administrar, la adecuada planeación del tiempo.
- Saber llevar a cabo un análisis constante del comportamiento de las operaciones en cuanto a producción, colocación y venta de libros.
- Saber qué publicar una vez definido el nicho que uno quiere abordar, ya sea adquiriendo derechos o propiciando el desarrollo de obras.
- Saber ser gerente y agente de ventas, pues el libro no se vende solo, y aprender a desarrollar nuevas estrategias de venta ante la feroz competencia que se da en el mercado por los nichos de venta.
- Saber elaborar un programa de producción, previo conocimiento de las diversas tecnologías disponibles; es decir, saber aprovechar las tecnologías para desarrollar nuevas formas de producción, comercialización y venta.
- Saber estimar adecuadamente los costos y, en función de éstos y del conocimiento que uno debe tener de la cadena de comercialización, establecer el factor multiplicador que permita que el retorno de capital no signifique pérdida, como en muchos casos, sino al menos recuperación, aunque preferentemente ganancia que permita el crecimiento de la empresa y la acumulación de capital.
- Saber administrar la empresa, donde esto significa saber elaborar contratos, estimar costos, controlar gastos, cumplir con el pago a proveedores, elaborar declaraciones hacendarias y pagar impuestos, controlar la distribución y venta y saber, finalmente, cobrar pronta y oportunamente.
Esto suena, quizá, como un esquema para formar a un administrador y no a un editor. Y es cierto. Creo que el éxito o fracaso de una empresa editorial radica no sólo o, al menos, no fundamentalmente en un buen catálogo, sino en una buena administración. Conozco catálogos que son unos bodrios, pero bodrios exitosos.
Sin embargo, la profesionalización del editor debe partir también de sólidas bases en materia de lo que le es inherente a la producción editorial, y que resumo en los siguientes cuatro puntos:
- Conocimientos sólidos de tipografía y de diseño editorial basados en el dominio del proceso de preproducción y producción en su conjunto.
- Conocimiento del proceso de preproducción, es decir, de los recursos para realizar las lecturas propias del cuidado editorial en cada uno de los pasos que lleva convertir un original en plana formada, la tipografía, la formación, y la creación de lo que se llamaba “prueba fina” y que hoy es, generalmente, un archivo electrónico en formato PDF.
- Conocimiento de los diversos recursos de producción, desde el libro electrónico, el aprovechamiento de las nuevas tecnologías de impresión digital basadas en tóner o en tintas, la utilidad de las tecnologías de impresión tradicional, como el offset, y la sabia combinación o alternancia entre ellas.
- Y, finalmente, el conocimiento de las diversas opciones de encuadernación y acabados.
Yo, como supongo que muchos de ustedes, me formé en la práctica, pero tuve la fortuna de tener buenos maestros y de empezar cuando aún se usaba el linotipo, para luego llegar a las primeras fotocomponedoras y la composer de ibm. Fui de los primeros en México en explorar y usar la computadora, armada de programas como Pagemaker, Ventura y Corel Draw, para formar libros. También me tocó la carrera tecnológica para incrementar la resolución de las impresoras láser de 300 a 400, luego a 600, 800 y 1200 puntos.
Enfrenté la resistencia de los editores de aquel entonces que rechazaban lo nuevo y desconocido, hasta que vieron sus ventajas y se familiarizaron con ellas, sólo para volver a su testarudez cuando, en 1995, introduje por primera vez al mercado editorial mexicano el uso de la impresión digital para promover la impresión en tiros cortos. Tal fue la resistencia a lo nuevo, que decidí reorientar mi propio sello, Ediciones del Ermitaño, hacia esa nueva tecnología. Creé la colección Minimalia, que desde entonces produzco en tirajes iniciales de sólo 100 ejemplares. Fueron al menos diez años muy duros, años de “evangelización” en torno a las nuevas tecnologías, de infinidad de pláticas y conferencias, de asesorías que impartí en numerosas instancias; años en los que a duras penas conseguía el trabajo necesario para justificar económicamente las impresoras digitales que había adquirido, hasta que finalmente más y más editores se dieron cuenta de sus ventajas y muchos comenzaron a explorar la alternativa que durante 10 años les había estado ofreciendo.
Desde que surgió mi empresa editorial, hace 22 años, he visto surgir y sucumbir infinidad de proyectos editoriales. Y he visto cambiar el mercado. Pero sé que lo que he visto no es más que el inicio de transformaciones más profundas. Y precisamente para enfrentar los cambios que se avecinan es que es imprescindible realizar una labor de profesionalización del medio.
“Para ilustrar el problema se me antoja hacer un paréntesis e importar un ejemplo que me tocó vivir hace más de 20 años, cuando fui director de una institución que tenía por objetivo formar traductores e intérpretes. La situación de esas profesiones era similar a la que viven los editores. Se trataba de una labor que carecía de reconocimiento profesional y que, por lo tanto, cualquiera podía desempeñar impunemente. Es decir, los jefes encargaban las traducciones a sus secretarias, supuestamente “bilingües”, que a duras penas dominaban su propio idioma, lo mismo que hoy se encarga la producción de un libro a insensatos impostores, diseñadores gráficos en el mejor de los casos, que confían en la automatización de los programas de diseño y composición tipográfica, ignorando las más elementales reglas del oficio. Había quizás en aquel entonces una ventaja en el terreno de la traducción e interpretación: ambas se impartían como carreras técnicas y ya existían estudios con características de posgrado. A mí me tocó elevarlas al grado de licenciatura y encabezar la lucha por el reconocimiento profesional de traductores e intérpretes en México. Con anterioridad habíamos creado la Asociación de Traductores Profesionales, que batalló por lograr el reconocimiento social de la profesión.
De entonces a la fecha, la situación de traductores e intérpretes ha cambiado notablemente.
Extrapolando esa experiencia, diría que hoy enfrentamos en el terreno del quehacer editorial un reto similar. Necesitamos, por un lado, profesionalizar esa labor y, por otro, lograr el reconocimiento social del profesional vs. el improvisado. Sé que esto puede sonar ofensivo para quien hoy ejerce profesionalmente el quehacer editorial sin una formación académica, forjado sobre la base de la experiencia. Lo mismo pasaba en el terreno de la traducción e interpretación. Quienes ejercían ambas actividades se habían forjado en la práctica. Esos profesionales empíricos tuvieron que convertirse en los teóricos y profesores de las futuras generaciones de licenciados en traducción e interpretación. Hoy, los editores empíricos tenemos frente a nosotros un reto similar: formar a las futuras generaciones de licenciados en las ciencias y artes del libro, a los futuros editores.
Sin embargo, la creación de carreras profesionales, de estudios técnicos, de licenciatura y de posgrado en el terreno del quehacer editorial no es más que el inicio de una larga batalla que debemos librar por profesionalizar nuestro medio, porque es una labor a largo plazo que debe ir de la mano de la creación de conciencia social acerca de la necesidad de que, quienes tengan en sus manos convertir los textos de los autores en libros, sean profesionales calificados. El segundo frente de esta batalla por la profesionalización de nuestro medio reside en el hoy y el ahora.
Concluyo: la labor sistemática de capacitación profesional del editor es vital e impostergable. Vital, porque su función es crucial para mantener viva la bibliodiversidad en el mundo. Impostergable, porque muchos vamos atrás de las transformaciones, y hay que saber ir adelante. Pero también es impostergable impulsar la creación de carreras profesionales en el terreno de la edición a niveles de licenciatura, maestría y doctorado, apuntaladas por una labor constante de investigación en torno al cambio de paradigmas en los procesos de la lectura en las nuevas generaciones, cada vez más apegadas a las nuevas tecnologías.
Tiempo atrás me invitaron a dar una conferencia en el Centro Universitario de Investigaciones Bibliotecológicas de la unam que intitulé: “¡Que muera el libro, que viva la lectura!”, que escandalizó y molestó a más de uno. Estoy convencido de que el contenedor del texto que hoy llamamos libro, y que ha sufrido muchas transformaciones a lo largo de la historia, está por vivir cambios importantes que llevarán a modificar también nuestro concepto de tipografía, formación y diseño de los libros y, a la postre, nuestra manera de leer, de apropiarnos del texto. Hoy tenemos no sólo la tarea de capacitarnos para competir cada vez mejor en un mercado difícil, sino también de prepararnos profesionalmente para lo que se avecina. Tenemos la obligación social y cultural de preparar nuevas generaciones de editores que dominen las ciencias y las artes del libro.
Mientras lo logramos, bienvenidos sean los editores independientes, innovadores, los kamikazes del oficio editorial, que innovan, enriquecen nuestra cultura. Profesionalizar no debe significar perder esa frescura ni nuestra desmadrosa forma de ser, dicho en buen mexicano. El sentido de profesionalizarnos es simple y sencillamente aprender a perdurar, a prevalecer, a sobrevivir y, quizás, a crecer.
*azh, abril 2007