Palabras de presentación de Alejandro Zenker
FIL Guadlajara 2002
FIL Minería 2003
Muchas gracias por acompañarnos en esta presentación de una revista que pretende servir de foro de información, análisis y debate de nuestro quehacer editorial. Permítanme explicarles someramente por qué creo que una revista de esta naturaleza puede servirnos a los editores en este momento en que estamos viviendo tantos cambios y afloran tantas interrogantes acerca de nuestro futuro profesional. Para ello me remontaré unos años atrás, casi veinte para ser precisos, cuando ejercía como pedagogo y traductor, y ser editor era una ilusión que había acariciado gran parte de mi vida.
Dirigía yo en ese entonces una institución de educación superior con licenciaturas en traducción e interpretación, presidía la Asociación de Traductores Profesionales, que había fundado tres años antes, y era miembro de la mesa directiva de la Asociación Mexicana de Lingüística Aplicada. Organizaba en aquel entonces muchas actividades en torno a la traducción, pero consideraba imprescindible tratar de manera interdisciplinaria los problemas que nos atormentaban. Así, igual organizaba encuentros de traductores que de lingüistas que de escritores. De estos últimos debido a la relación que establecí con la Asociación de Escritores de México, que presidía en ese entonces Arturo Azuela. El caso es que pronto, en las actividades de traductores participaban igual lingüistas que escritores. Pero los traductores teníamos atravesado el trauma del editor que menospreciaba y tan mal pagaba nuestros servicios. Así, los editores pasaron a conformar parte de nuestro mundo, o nosotros parte del de ellos. El caso es que la interdisciplinariedad fue pronto fenómeno común en nuestras actividades, y por ello no sorprendió que yo tomara la iniciativa de organizar los primeros Seminarios para la Formación de Editores con Felipe Garrido, en aquel entonces gerente de producción del Fondo de Cultura Económica y Margo Glantz, que tenía a su cargo la dirección de literatura del INBA.
Entre las muchas discusiones que sosteníamos en uno u otro foro afloraba siempre por parte de los traductores el mal pago de los editores y el temor a que los programas de traducción automática, electrónica, los pudieran llegar a desplazar, cosa que todo traductor digno rechazaba categóricamente, mientras que para los editores el tema recurrente era la falta de lectores, el costo elevado de producción del libro y de allí la imposibilidad de pagarle más a los traductores. Algunas discusiones, no pocas, giraron en torno a lo que la revolución tecnológica nos depararía. ¿Desplazarían los emergentes programas de cómputo a los tipógrafos y diseñadores, las impresoras láser a los linotipos y a las fotocomponedoras, los correctores integrados a los procesadores de palabras a los lectores de pruebas, los programas de traducción automática a los traductores? Por supuesto las voces que negaban semejante negro futuro no se hacían esperar. Estábamos en los inicios de la revolución tecnológica que hoy nos ha alcanzado.
Cuando ideamos esos seminarios para la formación de editores lo hicimos porque sentíamos que era imprescindible impulsar la profesionalización del medio editorial. No existía, como sigue sin existir, un programa académico para la formación de editores a nivel de licenciatura ni las vertientes técnicas propias del oficio. Los veteranos del medio transmitían sus conocimientos a sus jóvenes aprendices, de tal suerte que ser editor con conocimientos técnicos del medio era como haber tenido la suerte de vivir una iniciación en las misteriosas artes mágicas del quehacer editorial.
Sin embargo, las cosas fueron cambiando rápido para todos. El desarrollo de la tecnología ha desempeñado un papel fundamental en esta transformación. Mientras que durante cientos de años la manera de producir libros y de comerciarlos vivió una evolución relativamente lenta, de pronto nos enfrentamos a una transformación muy rápida que no ha tomado más de 20 años, y lo que se avecina anuncia cambios aún más vertiginosos. En estos veinte años, muchos que fueron nuestros maestros y tenían sus talleres o proyectos editoriales han desaparecido. Comenzaron rechazando la tecnología y sus alcances, luego no la comprendieron y terminaron desplazados.
Hoy vivimos cierto caos, si se me permite la apreciación. Hay infinidad de personas que ejercen el quehacer editorial sin contar con los más elementales conocimientos para hacerlo profesionalmente. Me refiero al ancho y amplio mundo de la edición. No sólo la que ejercemos en las editoriales, propiamente, sino a la que practican en las instituciones universitarias, en las instituciones gubernamentales, en las empresas privadas.
Permítanme hacer una analogía con lo que sucedió en el terreno de la traducción. Al igual que la edición, que ha vivido un auge impresionante a lo largo del siglo XX, la traducción adquirió importancia con las guerras mundiales, particularmente la segunda, tras la cual los gobiernos entendieron su trascendencia en la toma de decisiones y en la comunicación en un mundo conflictivo y luego cada vez más globalizado. Pero en un inicio la traducción la ejercieron quienes de alguna manera habían adquirido conocimientos de varias lenguas. Poco a poco, esos artesanos de la lengua fueron reflexionando sobre su quehacer y definiendo las reglas básicas que había que acatar. En un lento proceso se fue perfilando la idea de la traducción como una profesión, del traductor como un profesional. Surgieron así cursos, seminarios, diplomados, hasta llegar a las carreras técnicas, licenciaturas y maestrías. Pero no sólo eso. También la lucha por conquistar un reconocimiento social y académico como profesionales. Cuando fundamos la ATP esa fue nuestra bandera: la capacitación, la profesionalización y el reconocimiento.
Creo que hoy, los editores enfrentamos un paradigma similar. Necesitamos profesionalizar nuestro quehacer, para lo cual necesitamos capacitación, y tenemos que luchar para que se reconozca que para ejercer como editor se requieren credenciales académicas. Es un proceso paulatino. Yo no tengo una formación académica como editor, sino como pedagogo y traductor. Tuve la fortuna de tener muchos maestros notables del quehacer editorial en el camino. Pero esos maestros o han dejado de ejercer, o ya no están actualizados y no han incorporado las nuevas tecnologías a sus conocimientos fundamentales.
El reto es grande, pero impostergable. Si queremos hacer de éste un país de lectores, los editores tenemos que desempeñar un papel preponderante. El quehacer editorial es hoy una actividad interdisciplinaria en la que intervienen las ciencias del libro, o LA ciencia del libro. Ser editor no significa, hoy, simplemente escupir libros de la máquina empresarial llamada editorial. Representa, más bien, saber qué editar, bien, desde el punto de vista del contenido, del diseño, de la tipografía, del cuidado editorial, y saber llevar ese contenido al lector. Significa comprender que nuestra misión no estriba simplemente en vender una mercancía llamada libro, sino en encontrar caminos para hacer de la lectura un placer entre la población. Significa ser profesionales en todo el sentido de la palabra y asumir un compromiso social y cultural.
Para contribuir a eso hemos creado esta modesta revista cuyo primer número ponemos hoy en sus manos. No es todavía el ideal de revista que tenemos contemplado, porque no hay tal ideal. Es simplemente una propuesta. Queremos que esta revista, que hoy hemos diseñado como libro, viva una transformación paulatina y aborde las temáticas que importan o deben importar al editor. Quehacer Editorial nació como libro. El año antepasado, que organizamos en la FIL de Guadalajara el Pabellón Tecnológico, llevamos a cabo un coloquio sobre el libro y las nuevas tecnologías y publicamos un libro con el mismo nombre. El segundo libro de la serie lo íbamos a dedicar al problema de la lectura desde el punto de vista de los editores. Pero fue allí donde decidimos convertir ese esfuerzo en revista. ¿Por qué? Porque hemos detectado esa necesidad de contar con foros de información, análisis y debate.
Creo firmemente que, por modesto que sea este esfuerzo, es necesario, como igual creo que es impostergable crear un Instituto del Libro y la Lectura cuya misión sea impulsar la investigación, la docencia y la difusión de las ciencias del libro.
Espero que esta revista despierte su curiosidad y que los editores, que tanto apelamos a que la población lea, nos convirtamos en lectores de lo que nuestros mismos colegas piensan, reflexionan, debaten, y nos convirtamos también en colaboradores, porque este es un espacio abierto al que todos están invitados.