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Por Guillermo Fárber
Noviembre 2006
Como me imagino que esta historia no sería creíble sobre la pura base de mi palabra, recurriré al único testigo insobornable que conozco: el cuerpo, la fisiología. En este caso, mi cuerpo, mi fisiología. Y el testimonio de ese testigo insobornable no deja lugar a dudas: en ningún instante de esa hora mágica experimenté la menor erección.
Segundo testimonio, y esto tendrás que creérmelo nomás porque lo digo yo (a menos que desees interrogar a Rosamaría al respecto, lo que sería levemente indiscreto y de indudable mal gusto): sí suelo experimentar erecciones. No tan frecuentes como antes, no tan vigorosas como antes, no tan prolongadas como antes, pero erecciones perfectamente aceptables para mi edad, dignas, casi presentables. O sea, nada como para presumir, pero tampoco nada como para avergonzarse. Clase media, digamos. También, espero, podrás ver por qué esa extraña no-reacción no fue “culpa” de nadie, sencillamente porque esa palabra no tiene lugar en el contexto.
Pasemos ahora a ver por qué es insólito que “eso” haya ocurrido (o más bien, no haya ocurrido) cuando ocurrió lo otro.
Lo otro fue una sesión de fotografía de una hora efectiva con una modelo desnuda. Sólo la modelo y yo. Y, bueno, claro, el fotógrafo, Alejandro Zenker.
Y, sí, su compañera y ayudante, mi sobrina, Laurita, también con una cámara menos profesional, haciendo sus pinitos en ese oficio de voyeur tecnificado. Es decir, marcador empatado en el set: dos hombres y dos mujeres, dos frente a la lente y dos tras la lente, dos dando instrucciones y dos obedeciéndolas, dos iluminando y dos iluminados. Sólo había una diferencia ostensible y era la edad: el factor masculino sumaba casi el doble de años que el femenino. Eso le prestaba al ambiente, para mí, un cierto tufillo fáunico ligeramente incómodo, que superé casi en seguida.
Pero vayamos en orden. La cita era en el estudio de Zenker, viernes en el ocaso. Llegué temprano, como suelo hacerlo últimamente por temor al caos citadino; todo de negro, como me había pedido Alejandro. La modelo ya estaba esperando en la pequeña recepción. Nos presentamos. Se llamaba Laetitia, era francesa de Lyon, de figura y rostro agradables, tenía 24 años, llevaba un atuendo refinadamente europeo, hablaba un español con inconfundible acento, había venido a México a dar clases de francés tras terminar la universidad, y apenas se estaba iniciando en el modelaje, al que había llegado por accidente (para mí era igual que fuera novata o fogueada: era la primer modelo con la que yo conversaba en mi vida). Hablamos de algunos temas relativamente personales pero de ninguna manera íntimos. Me dio una buena impresión general, y tan sólo pensé, buscando algo en qué pensar, que debía ser algo osada para el estándar pequeñoburgués de su región. Me pregunté fugazmente qué podría ella estar pensando. De inmediato me cayó bien y me pareció que yo le caí bien. Sin embargo, no puede evitar sentir el abismo generacional entre nosotros: Laetitia era bastante menor que mis hijas y, de hecho, técnicamente (aunque forzando un poco las cosas) podría haber sido mi nieta: tengo 58. Traté de ignorar esa percepción abismal, que de algún modo consideré podría ser negativa para el efecto “que nos convocaba”.
Al poco rato salió Alejandro por nosotros y nos condujo al set, donde nos sentamos los tres a platicar en esa liturgia que se conoce como “romper el hielo” y que se estima indispensable en circunstancias de ese tipo. Unos minutos después llegó Laurita con una charola de bocadillos que yo agradecí enormemente porque no había comido (al parecer yo era el único tan básico pues nadie más se acercó a la charola). Seguimos charlando de todo y de nada, hasta que fue evidente que el descongelamiento no podría llegar mucho más lejos. Finalmente, ya estabilizados los cuatro en una meseta emocional y psicológico de razonable latitud, Alejandro nos pidió pasar frente a las cámaras.
Obedecimos: yo me quité la chamarra y Laetitia se quitó todo.
En la recepción y en la charla previa, Laetitia era una chica linda, menudita y circunspecta. Pero en cuanto se despojó de la ropa (con una gracia felina que Alejandro captó paso a paso en su cámara anticipada), Laetitia se convirtió de golpe en un una hembra deslumbrante, un mujerón que parecía tener el doble de las dimensiones físicas que lucía vestida, y era de golpe diez veces más bella, poderosa y fascinante. Como que al emerger en estado primigenio, se despojaba de moldes y limitaciones mucho más recias y sofocantes que hilos y texturas. Pensándolo bien, ¿no pasa así siempre, en diversos grados, en tratándose de mujeres? Cuánta razón tienen quienes dicen que invariablemente la ropa es un estorbo. Con más razón podrían añadir que usualmente también es algo peor: un lastre.
Considero idiota e irrespetuoso intentar descripciones verbales; para eso están las fotos de Alejandro, ¿o no? ¿Cómo creer que puede haber palabras más eficaces que las imágenes para comunicar lo que esencialmente es una imagen, lo que se diseñó y trabajó para ser precisamente imagen, lo que no tiene otra justificación de ser que la de ser inequívocamente imagen? Sólo te daré unos cuantos datos que no puedes advertir en las imágenes: la temperatura era perfecta, el silencio era casi absoluto (salvo la música de fondo, que pasó de cantos gregorianos a baladas de moda), y la concentración de los cuatro actores de esa obra sin palabras llegó a ser por momentos tan obsesiva que a pesar de estar los cuatro profundamente imbricados en una trama frágil y caprichosa, parecíamos a la vez galácticamente distantes.
Y si la transformación de Laetitia vestida a Laetitia desnuda me pareció sorprendente, aún no había visto nada. Zenker nos pasó al set, que constaba sólo de una sólido sillón de brazos de madera oscura sobre un tapete negro, en el cual me hizo sentar. Me sentí como patriarca de la aristocracia pulquera mexicana del siglo XIX. No sé por qué, pero exactamente así me sentí. Yo era el primero de los escritores fotografiados por Alejandro en esta nueva era, con esta nueva modelo, y él había pasado muchas horas ensayando con Laetitia el estilo que deseaba imprimir a esta nueva era. Y vaya si ella estaba dispuesta a brindarle caudales de energía, entrega, inspiración, imaginación, a las peculiares exigencias del arte visual que ahora se suma a los muros de Solar.
En el instante en que yo me senté y Laetitia se desplegó frente a mí y comenzó a dejar constancia de que mi sensación patriarcal podía ser mucho más que una simple sensación de soberbias confusas y vagas posesiones efímeras, se dio ante mis ojos, como un Big-Bang encapsulado, la segunda metamorfosis, la inconcebible, y comenzó la hora mágica que quedó plasmada para siempre por la cámara de Zenker en episodios fugaces y entrecortados.
Siguiendo las horas de ensayo y sobre todo su intuición exuberante, la chica mesurada se transformó en pantera arrolladora. Yo simplemente traté de no ser arrastrado por el torrente giratorio, envolvente, intrusivo, procurando afanosamente no quedar demasiado rezagado. Porque no debía olvidarlo ni un instante: la semilla debajo de ese para mí inédito happening irrepetible era la entraña de mi novela pornotrágica “Te vi pasar”. No era una semilla galante, y menos aún pasional, sino de poder; de poder crudo, de poder… desnudo. Así lo platicamos antes y así lo vivimos después. Esa era la imagen que debíamos lograr; si lo conseguimos, sólo tú puedes decirlo.
Se dice que una de las mejores definiciones del tango es: un romance de tres minutos. Ahora puedo ver que eso fue lo que yo hice en esa hora mágica: bailar, sentado y con movimientos sumamente pausados dictados más por la conciencia que por el instinto, un tango de sesenta minutos. Un tango como son los tangos clásicos del desengaño que no se atreve a decir su nombre: sardónico, cínico, falsamente despectivo. ¿Fue una experiencia estética? Sí, rotundamente sí. ¿Fue erótica, preguntas presionándome mucho? Concedo para no pelear: tal vez, vagamente, pero desde luego no sexual, ni siquiera sensual sino eminentemente virtual. Por más que esto te parezca incongruente, una mirada superficial a las fotografías parezca proclamar algo distinto, y quizá tú creas que eso es menospreciable. En todo caso, podría admitir que fue de un erotismo insospechado por mí: un erotismo casi totalmente de neuronas y escasamente de hormonas. Lo cual, insisto, no es poca cosa.
En fin, puedes no creerme, pero un testigo insobornable custodia la paz de mi espíritu.
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La escritura y el deseo es un proyecto que nació con la intención de crear una enciclopedia gráfica de escritores y poetas erotómanos en México. En un principio creí que sería difícil convencerlos de que posaran acompañados de una joven modelo desnuda. Sin embargo, el primero que aceptó fue el multipremiado Juan García Ponce, uno de nuestros grandes creadores, erotómano consumado, que pese a estar postrado en una silla de ruedas participó con gran entusiasmo. Esa sesión tuvo lugar en su casa. Las siguientes, con otros escritores y poetas, en mi estudio. Cada una ha durado largas horas en las que el invitado interviene activa o pasivamente en el montaje. La búsqueda ha consistido en retratar momentos peculiares, pinceladas de luz sobre la penumbra. De cada reunión resultan cientos de fotografías, de las que selecciono unas cuantas para su exhibición. El proyecto evolucionó rápidamente. Al ser escritores los retratados, y yo editor de libros de literatura, era inevitable la fusión de ambos elementos. Así surgió la idea de crear una colección erótica en la que el texto del autor alternara con mis fotos, donde los mismos autores fueran los protagonistas que ilustran con su imagen su propia obra. Estamos apenas en los inicios, acariciando las orillas de un mar de posibilidades. En un mundo en el que la mojigatería, la censura y el puritanismo hipócrita parecieran florecer, están quienes ejercen su derecho a afirmar la vida, a defender el placer que sólo en la libertad se disfruta. Son muchos, y de diferentes generaciones, los que aquí se manifiestan abiertamente. Lo que los distingue es que son notables creadores literarios que nutren nuestra cultura. Son una esperanza para el florecimiento de la civilización y la libertad, de nuestro derecho al goce, al hedonismo, a la felicidad.
La escritura y el deseo
Un proyecto en el que la fotografía lleva al texto, y el texto a la fotografía. Es el cuerpo de la literatura y la literatura del cuerpo.
“Alejandro Zenker convocó a novelistas, poetas, cuentistas y creadores para fotografiarlos frente, detrás, alrededor de una mujer desnuda, como encarnación de sus deseos, como provocación, como estímulo. Se trataba de algo imposible: intervenir en el dominio misterioso donde solamente nos es dado suponer, pero nunca comprobar; donde surge el impulso creativo. Fuimos invitados a un mundo escindido entre noche y día, entre sujeto y objeto, entre sueño y vigilia, y nuestra estancia nos produjo cierto bienestar, cierta inquietud, cierto silencio. El fotógrafo, el escritor, la modelo: artistas religiosos en un mundo en el que se han eclipsado la vieja metafísica y las ideas estéticas. Los varones llevan máscaras de escritores famosos. La tarea es mirar otra vez. Este ejercicio fotográfico es una sucesión de hipótesis y réplicas y preguntas interrumpidas de vez en cuando por alucinaciones sin causa. Una especie de suspensión, de vacío, de silencio, de trance. Los escritores aquí han sido convertidos en seres fantásticos sin relación con las personas reales con las que conviven. Con el cuerpo lleno de voluptuosa laxitud, los escritores aquí retratados guardan los deseos, las alegrías, las penas humanas. Se ven como de nieve por fuera y de llamas por dentro. No saben amar y están amando siempre. Alejandro Zenker ha creado esta atmósfera y ésta lo rodea visible e invisible. La luz es reducida e íntima. El artista se levanta como despertando. Ella se cubre. Se apagan las luces. Abandonan la habitación. Vuelve la oscuridad y el desamparo.”
Gustavo Sainz