Julio 2006
Es un lugar común hablar de la crisis de la industria editorial en México.
Sin embargo, eso que llamamos “industria editorial” se caracteriza por la heterogeneidad de sus componentes. No todos los editores son iguales. Los problemas que enfrentan las editoriales pequeñas difieren en algunos o muchos sentidos de los que tienen las medianas y grandes. Pero unas y otras tienen una serie de problemas en común: la falta de hábitos de lectura aunada a una reducida capacidad adquisitiva de la población, la falta de incentivos gubernamentales y la competencia desleal que ejerce el gobierno. Porque, ojo, cuando hablamos de “industria editorial” nos referimos a las empresas privadas que arriesgan su capital para producir libros. Sin embargo, ¿es todo esto cuantificable? Un grave problema que sufrimos en México es la falta de datos duros. No tenemos una cultura de la investigación científica en materia de hábitos de lectura y sus consecuencias. De allí que gran parte de las elucubraciones se basen bien en especulaciones, bien en los pocos datos de los que disponemos.
Sin embargo, algo sabemos. Según la ONU, México es uno de los países con mayor tasa de analfabetismo en América Latina y con menor índice porcentual de hábitos de lectura (apenas del 2%). Nuestro nivel de competitividad en materia de comprensión de lectura nos ubica, según la OCDE, en el lugar 35 a nivel mundial. Esos factores, aunados a otros, condujeron a una disminución anual en los últimos 10 años del 4.2% en la producción y del 5.2% en las ventas de la industria editorial mexicana. Esa brutal reducción es la que nos permite hablar de una genuina crisis. Sin embargo, la oferta de libros aumentó de 1998 a 2003. ¿Cómo? Por las ediciones gubernamentales. El gobierno, a través de la Conaliteg y de las coediciones se ha convertido en el principal productor de libros, desplazando a la industria privada. En 1991 había 423 editores privados registrados. Para el 2003 esa cantidad se redujo a sólo 215 de acuerdo con datos de la CANIEM (con una reducción anual en el periodo del 28.7%). Claro, esa cifra podría resultar engañosa, ya que no todos los editores pertenecen a la Cámara. Pero sin duda es significativo de lo que sucede en el ámbito “informal”. De acuerdo con la INEGI, esa reducción produjo un descenso importante de empleo en el sector editorial. Los libros, por otra parte, se encarecieron paulatinamente, y las importaciones crecieron mientras que se registró una reducción en las exportaciones, tendencia que ha disminuido ligeramente a partir del 2001. En el periodo registrado (diez años) las materias primas para la industria editorial han aumentado gradual pero significativamente. Eso ha hecho que la rentabilidad del quehacer editorial en México haya sufrido una reducción constante.
Si a esto añadimos el fenómeno creciente de la piratería a través del fotocopiado y de las impresiones ilegales, la embestida del gobierno a través de la eliminación de los incentivos a la industria editorial mediante la exención parcial de impuestos y la pretensión de imponer el IVA sobre libros sin contemplar medidas adicionales para paliar el impacto que eso generaría, podemos comenzar a imaginar el escenario de desastre que enfrenta una industria impopular a los ojos de gobiernos nacionales, estatales y regionales que no comprenden la importancia estratégica de la educación y de la cultura, elementos que van de la mano con la capacidad lectora de la población.
El país requiere de una política estratégica, no sexenal, a largo plazo, que impulse una labor sistemática, constante, articulada, en materia educativa y cultural que privilegie el acceso al conocimiento, particularmente a través de la lectura. En la medida en que el gobierno siga pretendiendo monopolizar la producción editorial en aras de un “ahorro” económico, seguirá destruyendo una industria ya de por sí en franca picada, frenará la competencia, siempre sana, y por tanto la bibliodiversidad a la que todos tenemos derecho.