Baño de pobreza…

Hoy me di finalmente un buen baño de pobreza. La tecnología digital y analógica se colapsó. No hubo regadera que quisiera limpiar mi mugroso cuerpo. Me explico. Vivo en una casa que fue construida en 1935 más o menos. Mal orientada, es fría. Bajo el piso se extiende un sótano. Parte de media altura, es decir, propicio para duendes y enanos de la Tierra Media, y lo demás de altura humana. En uno de sus recovecos se encontraban dos calderas. Una de carbón, otra eléctrica. Eran enormes. Alimentaban el sistema de calefacción central. Construida cuando pocos pensaban en cuestiones ecológicas, la casa es básicamente un reducto ermitaño, que va muy bien conmigo. Sin embargo, si se hubiera edificado pensando en el aprovechamiento del sol, hoy sería igual un fracaso. Los edificios han ido surgiendo como hongos alrededor, tapando poco a poco el horizonte. El caso es que esas calderas las sustituí nueve años atrás con una caldera nueva, pequeña, como un calentador común de paso, que hacía circular el agua caliente por la casa. Se trata de una caldera “moderna”, española, dotada de una tarjeta electrónica. Pero esa tarjeta de alguna manera se quemó. Nueve años en materia electrónica es como hablar de noventa o más en la era analógica. Ya no hay tarjetas asequibles. Habrá que encontrar una. Los técnicos que llegaron son toda una especie. De que la consiguen, la consiguen, así sea con manchas de sangre fresca. Ya habrá tiempo de relatar la experiencia, común a nuestro México. El caso es que desde el viernes no podía bañarme en casa. Así que pensé en la regadera en mi oficina. Sin embargo el calentador tampoco funcionaba. ¿El del estudio de fotografía? Igual de jodido. Me quedé dos días sin bañar. Hasta que hoy Margarita me ofreció darme un regaderazo en su baño, cosa que agradecí. Todo esto me hizo recordar una época que me marcó cuando me fui a estudiar la prepa y la licenciatura en Alemania. Rentaba yo un departamentito que tenía cocineta y escusado, pero que no contaba con regadera. Tampoco tenía calefacción. Pero tenía un pequeño horno de gas que hacía las veces de calefactor. El gas era terriblemente caro. De tal suerte, aprendí a degustar el frío. En las noches de invierno, a 18 grados bajo cero, abría las ventanas y, desnudo, me refugiaba en un edredón de plumas de ganso que me habían regalado del que sólo asomaba mi nariz. El aire helado era una delicia para mis pulmones. Por la mañanas, al despertar, contaba hasta tres y me levantaba encuerado a cerrar las ventanas, prender el calefactor y echarme un clavado de nuevo en la cama. Veinte minutos después la temperatura era adecuada para salir a vestirme. La tortura apenas iniciaba. Si quería bañarme (cosa que hacía unas tres veces a la semana) tenía que salir en pleno invierno para encaminar mis pasos hacia un baño público que quedaba a unas cinco cuadras de donde vivía. El regaderazo de tres escasos minutos costaba cinco marcos si mal no recuerdo. Pagabas y te daban una moneda que introducías en la regadera e iniciaba el tic tac. La primera vez fue espantoso. Pagué, me metí a la regadera, introduje la moneda y, apenas me había enjabonado, los tres minutos habían pasado. Tuve que salir envuelto en mi única toalla a comprar otra moneda para enjuagarme, cosa que hice en chinga. Mi toalla ya estaba mojada, así que medio me sequé. Salí de allí a caminar esas cinco cuadras a 18 grados bajo cero. Medio seco, medio húmedo. Mi barba convertida en témpano de hielo. Al llegar a mi cuarto, mi cuerpo estaba cubierto de una fina capa de hielo. Me quité la ropa, prendí el horno, y me sumergí en el edredón. Creo que pasé dos días con fiebre. Pero esa rutina, ya sin fiebre, marcó mis siguientes años de temple. Lo de hoy fue leve. Pero me recordó esos antecedentes. A ver si mañana logro que un pinche calentador jale. Si no es el caso, seguiré haciendo uso de la hospitalidad de Margarita.