Cuantificación del cambio: libro, lector y lectura en la era digital

Segundo Foro de la Edición Digital (CANIEM)
Conferencia de clausura, 25 de febrero 2011

Alejandro Zenker

En estos dos días en que se ha celebrado este Foro hemos recibido infinidad de información y opiniones, algunas encontradas, difíciles de digerir de buenas a primeras. Desde proyecciones tecnológicas en el sector, estadísticas, el uso de las redes sociales, los nuevos y diversos dispositivos electrónicos, los formatos actuales del libro electrónico, las diversas plataformas de comercialización de los contenidos digitales, las nuevas tecnologías de edición, el desarrollo de habilidades digitales, los aspectos legales de la propiedad intelectual y la distribución y venta de libros. Como hemos visto, el panorama, que ya pinta complejo, tiende a complicarse cada vez más y de manera acelerada.

La semana pasada, en un solo día, los periódicos hacían referencia, por ejemplo, a dos acontecimientos que pueden dar luz a lo que nos ocupa. Por un lado, la quiebra de la cadena de librerías Borders, que emplea a más de 19 000 personas en todo el mundo y que tuvo en 2009 un volumen de negocios de alrededor de 2 800 millones de dólares. Esa cadena, que en su momento representó la desaparición de infinidad de pequeñas librerías, no previó la rapidez de los cambios y no se preparó para la inminente revolución digital, a diferencia de Amazon y Barnes & Noble que no sólo ofrecen contenidos digitales, es decir, libros electrónicos, sino también sus respectivos lectores digitales. Por otro lado, The Wall Street Journal daba fe del embate de Google contra Apple al anunciar un sistema diferente de pago de contenido digital que permite a las editoriales quedarse con una mayor tajada de los ingresos que el servicio que Apple introdujo en esa misma semana.

Por lo pronto, Apple se queda con 30% y Google sólo con el 10%. Pero no sólo eso: grandes consorcios, como Axel Springer, la mayor editorial de diarios en Alemania, y Grüner und Jahr, la principal editorial de revistas, así como Prisa en España, Le Nouvel Observateur en Francia y Rust Communications en Estados Unidos, estudian optar por la propuesta de Google, aunque aún nada es seguro. Pareciera que la batalla por dominar el mercado de las comunicaciones en general, y el digital en particular, se está iniciando. Pero no es así. Ya lleva años, mientras gran parte de la industria dormía en sus laureles.

Vayamos un poco atrás en el tiempo. Cuando a finales de la década de 1990 surgió el término “bibliodiversidad”, el escenario parecía muy claro. En el mundo editorial se daba una concentración de capitales sin precedentes, que puso en manos de muy pocos no sólo el mercado del libro, sino también el poder para determinar las políticas editoriales y, con ello, lo que se podría leer y lo que no.

Conforme fue evolucionando el mercado globalizado, se perfiló con claridad hacia dónde irían las cosas: el mundo mediatizado buscaba cerrar las pinzas culturales mediante el uso de la mancuerna medios masivos de comunicación-industria editorial. Es decir, la industria editorial dejaba, poco a poco, de ser una actividad relativamente independiente, para convertirse en eslabón de la cadena de consumo masivo de contenidos mediáticos, como la TV, la radio, el cine, los periódicos y revistas, etc. Quizá fue la fusión que tuvo lugar en 2001 entre AOL y Time-Warner la que puso de manifiesto las nuevas reglas del juego. El enorme poder económico de la naciente industria de internet mostró su músculo… y su estrategia.

La compra de editoriales medianas o pequeñas por parte de los grandes conglomerados comenzó a ser noticia cotidiana. Con la concentración vino la disminución relativa de la oferta de títulos y un incremento de la publicación de autores conocidos en detrimento de los desconocidos.

La industria editorial globalizada dictó sus reglas: divulgación de libros de venta fácil que garanticen un retorno rápido del capital. Las librerías pronto se apegaron al esquema: presionadas por la creciente falta de liquidez de los lectores, cada vez más selectivos y más influidos por los medios, apostaron por lo que la industria editorial proponía. Se gestó así la “bestsellerización” del mercado y el empobrecimiento relativo de la oferta. La bibliopobreza se apoderó del mundo. La industria editorial tradicional globalizada ganó, pero por poco tiempo. La historia estaba, y está, lejos de concluir.

Analicemos, para comenzar, el complejo tema de la bibliodiversidad, entendida no sólo como la riqueza de títulos disponibles, sino sobre todo como nuestra capacidad de acceder a ellos. A mayor riqueza de títulos y mayor facilidad para adquirirlos, mayor bibliodiversidad; a menor cantidad y mayor dificultad para obtenerlos, mayor bibliopobreza.

Esto último, comenzó a ponerse de manifiesto no sólo a raíz de la “bestsellerización” del mercado, sino también de la incapacidad de las empresas editoriales de surtir la totalidad de su acervo.

Los libros, al finalizar el milenio —pero antes del surgimiento de la computadora y de los programas de composición tipográfica primero y de diseño gráfico después—, reposaban en los anaqueles de negativos en espera de una reimpresión. Pero la tecnología imperante, el offset, requería de tirajes largos para justificar una edición. Así, libros que ya habían “agotado” su mercado natural, tenían que esperar muchos años antes de ser reimpresos, cuando “alguien” en la empresa detectaba una nueva oportunidad de venta masiva. Pero tempus fugit, y muchos negativos languidecían, acumulaban hongos, se pegaban, resultaban inutilizables. Así, miles de títulos quedaron condenados a la desaparición. La tecnología que los hizo posibles se convirtió en la que determinó su paulatina destrucción.

En la última década del siglo XX, varias editoriales me llamaron para rescatar sus acervos. Yo había incorporado al flujo de trabajo de mi editorial la impresión digital y, con ello, soluciones innovadoras en ese entonces, como la impresión bajo demanda en tiros cortos. Una editorial mexicana en particular tenía ya un catálogo histórico de aproximadamente 6 500 títulos. De éstos, unos 5 000 pertenecían a la era predigital, es decir, se conservaban, si acaso, negativos o sólo ejemplares impresos. Al revisar los soportes físicos encontré que gran parte era inservible: negativos terriblemente deteriorados y libros dañados por los efectos del sol. No hubo previsión alguna. La bibliodiversidad moría por ignorancia y falta de perspectiva histórica. Algunas obras podían ser rescatadas vía OCR (Optical Character Recognition), pero eso significaba incurrir nuevamente en el costo de formación y corrección, y las editoriales no podían o no estaban dispuestas a afrontar ese gasto.

Se podrían hacer ediciones digitales facsimilares (cosa que han hecho en estos años Google y otras entidades con visión), pero el desastre era previsible. Las viejas tecnologías estaban poniendo de manifiesto sus limitaciones y su incapacidad para garantizar la bibliodiversidad. De esto ya teníamos antecedentes. La destrucción histórica de las grandes bibliotecas con ejemplares únicos ha sido un episodio recurrente a lo largo de la historia. Pero una y otra vez las nuevas tecnologías emergentes (prensa plana, offset) parecían prometer no sólo mayor difusión, sino también longevidad.

Así las cosas, llegamos a la segunda mitad del siglo XX con una industria editorial boyante y prepotente. Nunca se habían editado tantos títulos. Nunca habían llegado a tantos lectores. Nunca hubo tantas librerías. Sin embargo, estábamos lejos de una genuina democratización de la bibliodiversidad, entendida como el derecho y la posibilidad de todo ciudadano a acceder a los libros existentes.

La marginación, la pobreza, la ignorancia, el analfabetismo, la falta de bibliotecas, de políticas públicas y el centralismo seguían haciendo que el libro y la lectura, y la cultura en general, fueran privilegio de pocos. La libertad, la democracia, eran prerrogativas de un puñado de mortales.

A lo largo de los últimos meses hemos sido testigos en México de una “nueva” campaña mediática que pretende atraer a la gente a la lectura. En lo personal me parece fallida, producto de una total falta de comprensión de lo que está sucediendo en numerosos ámbitos que tienen que ver con el libro y, particularmente, con el lector y la lectura. Y hay quienes la critican severamente, como Juan Domingo Argüelles quien dice:

“Lo que le preocupa al sistema educativo son las estadísticas y, ahora, junto con el Consejo de la Comunicación, insistirá en desatinos tan evidentes como los Estándares Nacionales de Habilidad Lectora para alcanzar los 600 puntos en la prueba ENLACE. Es bastante probable que, en 2012, entregue excelentes resultados estadísticos (porque de esto se trata el asunto, y los responsables no van a decir que no lo lograron), pero formar lectores o conseguir mínimamente la afición por la lectura sería uno de esos milagros por los que habría que beatificar y santificar a quienes lo consigan, porque no es lo mismo leer para aprender (lectura instrumental, vigilada, promediada, cronometrada y medida en su velocidad) que leer para disfrutar sin tener que hacer tarea. A este último ejercicio, libre de toda coacción, se le denomina lectura autónoma, gratuita y feliz, que no se consigue con lemas promocionales, y menos aún cuando los que te invitan a leer son, en general, gente que, con su insalvable analfabetismo cultural está todos los días, desde los medios electrónicos, conspirando, implícitamente, contra la misma experiencia de leer. [Juan Domingo Argüelles, “Otra campaña nacional de vacunación contra la lectura”, El Financiero, sección Cultural, 9 de febrero de 2011.]

Pareciera que nos encontramos de nueva cuenta en una batalla que intenta demostrar que la lectura de libros y, especialmente la lectura de libros en papel, nos hace mejores seres humanos cuando no hay nada más falso que eso. La lectura, en sí, no nos hace ni mejores ni peores, y lo importante no son los libros sino lo que suscitan los libros y el desarrollo del pensamiento crítico que la misma escuela inhibe o, por lo menos, no alienta. Hoy en día muchos analistas, yendo contra la corriente y siendo políticamente incorrectos, entre quienes destaca en México Argüelles, se han esmerado por desacralizar, desmitificar el valor positivo per se de la lectura. Hay quienes leen, sostiene Argüelles, y sólo son consumidores de textos: lo importante sería que fueran también creadores de textos y creadores y recreadores de sentido más allá de los libros y, sobre todo, más allá del papel.

Hay que darle vuelta a la tortilla, proclaman. Y tienen razón. Una cosa es tener derecho a la lectura, y otra, muy distinta, tener la obligación de practicarla. Cuando hablamos de bibliodiversidad nos referimos al derecho que tenemos como seres humanos a tener acceso a ella mas no a la obligación de apropiárnosla. Analizar en qué consiste y qué implica la bibliodiversidad hace tambalear muchas reflexiones, muchos paradigmas, muchos axiomas que se repiten constantemente sin ton ni son.

Para entender el problema no sólo de la bibliodiversidad, sino de un fenómeno que es determinante y que se desprende de la transfiguración del lector y la lectura, partiré de un proyecto que ha impulsado Google llamado “Culturomics”. El 16 de diciembre de 2000, un equipo formado por el Cultural Observatory, la Universidad de Harvard, la Encyclopaedia Britannica, el American Heritage Dictionary y Google, publicaron un estudio que describe el proyecto en la revista Science.

Se trata de una herramienta analítica con incontables aplicaciones para estudiar la cultura de la humanidad. Del proyecto extraeré algunos datos interesantes para nuestra reflexión en torno a la bibliodiversidad, las nuevas tecnologías y la transfiguración del lector y la lectura.

Google calcula que, a lo largo de la historia de la humanidad, se han publicado en total, aproximadamente, 130 millones de libros (~129 894 225). A esto habría que sumar periódicos y revistas, manuscritos, mapas, obras de arte, etc. De ese total, Google ha digitalizado más de 15 millones de libros a la fecha, que equivale aproximadamente a 12% de los publicados a lo largo de la historia. Google creó, a partir de esto, un corpus de 5 195 769 libros analizados que equivalen, aproximadamente, a 4% de los publicados en la historia de la humanidad. Ese corpus arrojó, a su vez, un subcorpus de 500 mil millones de palabras:

a. 361 mil millones en inglés

b. 45 mil millones en francés

c. 45 mil millones en español

d. 37 mil millones en alemán

e. 35 mil millones en ruso

f. 13 mil millones en chino

g. 2 mil millones en hebreo.

Las obras más antiguas digitalizadas son del año 1500. En las primeras décadas (es decir, de 1500 en adelante), el corpus abarca sólo unos cuantos libros por año y sólo unos cientos de miles de palabras. Sin embargo:

h. Para 1800 el corpus creció a 60 millones de palabras por año.

i. Para 1900 creció a 1.4 mil millones.

j. Para el 2000, a 8 mil millones.

Para hacer un símil: el corpus no puede ser leído por un humano. Si una persona quisiera leer el corpus de tan sólo el año 2000 a un ritmo de 200 palabras por minuto sin interrupción (sin comer, sin dormir) le tomaría 80 años. La secuencia de letras es mil veces mayor que el genoma humano.

Por otro lado, para comprender el vertiginoso avance de la lengua, su enriquecimiento léxico, Google estimó que en 1900 el léxico inglés sumaba 544 000 palabras. Para 1950 subió a 597 000, y para el 2000 a 1 022 000. Es decir, la incorporación de aproximadamente 8 500 palabras al año (y va en aumento) ha incrementado el léxico en inglés en más de 70% a lo largo de los últimos 50 años.

Ningún diccionario ha podido compendiar semejante corpus. La edición 2002 del Webster incluía 348 000 vocablos, y el American Heritage Dictionary 116 161 palabras. Aun si eliminamos palabras compuestas y nombres propios, la brecha entre los registros “oficiales” y la lengua viva (el corpus de Google) es enorme.

Si partimos de que los diccionarios buscan ser extensos y a la vez concisos, estas publicaciones logran más o menos su objetivo. La mayor parte del léxico (63%) está compuesto por palabras “infrecuentes”.

Por otro lado, si analizamos las palabras incorporadas en uno de estos diccionarios en el año 2000 (AHD), y analizamos el momento en que surgieron en el corpus, veremos que ya se utilizaban desde 1950, aunque el uso de dos terceras partes se incrementó notablemente en esos 50 años; más de la mitad de esas palabras ya eran parte del léxico entre 1890 y 1900, y algunas incluso muestran que, al momento de ser incorporadas al diccionario, su uso iba en declive.

Un análisis de la evolución gramatical arroja similares resultados, es decir, hay cambios en el uso que deberían llevar a una revisión de las reglas gramaticales entendidas no como las que imponen las academias, sino las que de facto rigen el uso del lenguaje.

Esta vertiginosa evolución, acelerada ahora a raíz de la ampliación progresiva de los sistemas de comunicación, acarrea innumerables consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, nuestra memoria histórica es cada vez más corta. Cada vez olvidamos con mayor rapidez lo “viejo” para incorporar con más facilidad lo “nuevo”. (Lo “viejo” envejece más rápido). Y es que nuestro imaginario enfrenta novedades cotidianas que transforman nuestra cosmovisión día a día.

Esto se pone de manifiesto en el rápido deterioro de la fama. Por ejemplo: a lo largo de los años la edad pico en que un personaje se vuelve célebre se ha mantenido constante: a los 75 años de nacido. Lo que ha cambiado es el tiempo en que se mantiene “célebre”. Del siglo XIX al XX declinó de 43 a 29 años promedio de “fama”.

Es decir, hoy la gente puede adquirir fama más rápido que nunca, pero por muchísimo menos tiempo. Los actores adquieren fama como a los 30 años, seguidos de los escritores a los 40, y los políticos a sus 50, pero el tiempo que se mantienen famosos es cada vez menor. Probablemente se deba a que cada vez es más fácil dar a conocer novedades, por lo que es menos necesario y probable centrar la atención en una cosa (persona, producto) por mucho tiempo.

Tan sólo esas cifras nos dan una idea del tamaño del corpus que compone parte de la bibliodiversidad. Con esos datos, ¿podemos en nuestro sano juicio pretender que haya una sola manera de aproximarse a la lectura cuando hay técnicamente millones de formas de hacerlo? ¿Existen los clásicos? ¿Debemos leer a los clásicos? ¿Tiene sentido hablar de clásicos? ¿Cómo debemos enfrentarnos a este nuevo entorno cada vez más bibliodiversificado?

Pero si ya el tamaño del corpus analizado por Google es impactante, una investigación impulsada por el doctor Martin Hilbert y su equipo de investigadores de la Universidad de California, y publicada recientemente en la revista Science, estima que en el mundo tenemos hoy en día la capacidad tecnológica de almacenar y comunicar al menos 295 exabytes, es decir, cerca de 300 mil millones de gigabytes o el equivalente de lo almacenable en 1.2 mil millones de discos duros. Para simplificarlo, equivale a 315 veces la cantidad de arena que hay en el mundo (porque ya hay quienes han dedicado su tiempo a cuantificarla), si bien equivale a menos de 1% de la información almacenada en las moléculas del ADN del ser humano. El doctor Hilbert, al tratar de dar una idea de las dimensiones de lo que habla, dice que si almacenáramos toda esa información en papel, podríamos cubrir la totalidad del territorio de China con tres capas de libros.

Esos cálculos incluyen información de 60 tipos de medios, desde libros y periódicos hasta discos compactos y medios de almacenamiento como las unidades USB. Esa investigación aporta otros elementos valiosos de juicio. Establece que fue en 2002 cuando se inició la era digital, ya que ese año la capacidad de almacenamiento digital superó a la analógica, y para el año 2007, es decir, en sólo cinco años, aproximadamente 94% de la información de la humanidad estaba ya digitalizada. Ese año, 2007, la humanidad transmitió 1.9 zettabytes a través de tecnologías como radio y TV. Es como si cada persona hubiese leído 174 periódicos al día. El estudio analizó un periodo de 20 años, entre 1987 y 2007. Durante ese lapso, la capacidad de computación mundial creció a una tasa de 58% anual, 10 veces más que el PIB de Estados Unidos.

Y es que, a finales de los años setenta, el mundo comenzó a cambiar muy rápido. El primer sistema de intercambio de información (bulletin board system o BBS) apareció.

Luego, a principios de los ochenta, emergieron los grupos Usenet, organizados alrededor de temas de interés para ciertas comunidades de usuarios. El correo electrónico se hizo popular más adelante, también en los ochenta, y la web emergió como opción masiva en 1991, con navegadores cada vez más sencillos y poderosos pocos años más tarde. En los noventa aparecieron los buscadores, los portales y el comercio electrónico. Al inicio del nuevo milenio surgieron las redes sociales y los blogs que atiborraron la red. En 2001, Polaroid anunció que estaba en bancarrota cuando apenas iniciaba el despegue de las cámaras digitales.

A la postre, toda la industria de la fotografía analógica cerró operaciones y se volcó sobre la tecnología digital (Canon, Nikon, Kodak, etc.). En 2006, Tower Records liquidó sus tiendas de discos, y ya en 2008 iTunes se había convertido en el mayor vendedor de música en Estados Unidos. Y éste es un recorrido muy elemental de lo sucedido en los últimos 30 años.

En comparación, los chinos inventaron la imprenta cientos de años antes que Gutenberg, pero no lograron “globalizarla”. Y en la época de las emergentes y novedosas imprentas europeas, pocos eran los que podían comprar las biblias de este último. La imprenta representó un avance significativo, pero de lenta adopción y propagación si lo comparamos con lo que ha sucedido en estos años.

En contraste, hoy son casi dos mil millones de personas en el mundo las que han acogido las nuevas tecnologías de la información y están conectadas a internet, a tal grado que el funcionamiento de los gobiernos, la industria y, sí, la educación también, ya no se comprende sin su uso intensivo. En Latinoamérica son ya más de 200 millones los usuarios, con una penetración de más de 34% que, poco a poco, se irá acercando al 77.4% de Estados Unidos y al 58.4% de Europa.

Pero más allá de esto, lo trascendente es analizar hasta qué punto la era digital ha transformado la manera en que vivimos y nos vinculamos entre nosotros y con nuestro entorno. En Estados Unidos, 85% de los adultos poseían un teléfono celular en septiembre de 2010, 59% una PC, 52% una laptop, 47% un reproductor MP3, 42% una consola de juego, 5% un dispositivo electrónico de lectura y 4% un dispositivo tipo iPad. También sorprende que si bien la mayor parte de la gente dedica más de la mitad de su día al consumo de medios, ahora el tiempo dedicado a estar frente a la PC es casi igual al que se dedica a mirar programas de TV. El crecimiento del uso de los nuevos medios lo podemos medir con el uso de los MSM o textos que se envían vía celulares. Simplemente, de septiembre de 2009, en que 65% de los adultos se “mensajeaban”, se pasó a 72% en mayo de 2010. En nueve meses hubo un crecimiento de 7%.

Hoy, según un análisis de la empresa Nielsen, los usuarios de internet en EUA le dedicaron 23% de su tiempo en internet a las redes sociales, donde Facebook lidera el mercado con ya más de 500 millones de usuarios. En 2010, 53.3% de las entradas a blogs las incorporaron usuarios de entre 21 y 35 años; 20.2%, usuarios de menos de 20 años; 19%, usuarios de entre 36 y 50 años y, finalmente, los usuarios de más de 51 años sólo incorporaron 7.1% de los contenidos.

Y así podría seguir aportando infinidad de datos estadísticos sobre lo que estamos viviendo. Pero sólo añado uno: el tiempo que los niños y adolescentes dedican a estar en la computadora se ha triplicado a lo largo de los últimos 10 años. Y si bien estas son cifras de Estados Unidos, la tendencia global es a igualarlas o superarlas.

Hoy en día, lo importante es analizar las tendencias, no tanto el statu quo. Pensar que las cosas permanecerán como hasta ahora no sólo es ingenuo, sino terriblemente riesgoso. La falta de previsión conduce a la toma de decisiones erróneas. Lo importante no es medir si hoy se consumen más libros con soporte papel que electrónico, sino identificar cuál es la tendencia y anticiparse a su llegada para que, en lugar de que sea fatal para el segmento de la industria que representamos, la enfrentemos adecuadamente preparados, e incluso haciendo que juegue a nuestro favor. Por otro lado, poco a poco va quedando más claro que es la gente la que se apropia y hace uso de la tecnología de maneras que ni quienes las crearon ni los gobiernos se imaginaban, como lo han demostrado los hechos recientes en Túnez, Egipto, Argelia, Libia, etc. Tampoco es posible pretender reglamentar el acceso a contenidos y evitar que la población, cada vez más ávida de conocimientos y de acceso ilimitado a todo tipo de información, se apropie de ella.

La bibliodiversidad es patrimonio de la humanidad y, como tal, un recurso al que tiene derecho. Pero… ¿cómo acceder a ese recurso en la medida en que estemos atados por un soporte obsoleto y rígido, cuyas limitantes son cada vez más evidentes?

Podemos intuir, a partir de los datos anteriores, el tamaño de la riqueza de información que hoy tenemos y en medio de la cual vivimos. Y, sin embargo, para quien crea que es demasiado, es infinitamente insignificante comprada con la magnitud de la información de un Universo que como humanos estamos tratando de comprender desde hace miles de años. ¿Podemos procesarla? Por supuesto que no. O al menos no los cerebros de quienes hoy constituimos la mayor parte de la humanidad adulta, que no tiene la capacidad de hacerle frente adecuadamente. Pero las cosas, nos dice la ciencia, están cambiando. ¿Cómo?

A raíz de la aparición de una nueva generación de seres humanos que se ha dado en llamar “nativos digitales”, es decir, los nacidos entre 1980 y 1990 en adelante; las actuales generaciones de jóvenes. Para entender su trascendencia echemos un vistazo al comportamiento de la configuración generacional mundial.

De acuerdo con estimaciones del Banco Mundial, la población en México en el año 2009 fue de casi 108 millones de habitantes. De éstos, y ya con datos de 2003-2004, alrededor de 28 millones cursaban la educación básica, la media superior, licenciaturas y posgrados. Es decir, casi 30% de la población, con edades que oscilan entre los 3 y los 30 años, realizaba algún tipo de estudios. Por supuesto, hay un grupo aún más numeroso dentro de ese rango que queda fuera de las estadísticas de los educandos.

Por otro lado, mientras que en algunos países la población “rejuvenece”, como es el caso de África, en que 44% tiene menos de 15 años, en otros, la población envejece, como en Europa, donde tan sólo 15% entra en ese rango de edad. En un futuro próximo, nos dicen las estadísticas del Population Reference Bureau, la mayoría de la población mundial vivirá en áreas urbanas.

La población urbana en 2004 era de casi la mitad de la mundial, mientras que en la década de 1960 era alrededor de una tercera parte. El mundo comienza a dividirse en dos partes: la juvenil y pobre (es decir, los países en vías de desarrollo), y la vieja y rica (Europa, particularmente). Mientras eso sucede, ante nuestros ojos acontece una revolución que va más allá de lo simplemente “tecnológico”. La humanidad se está transformando. Y con ella, el lector. Y con el lector, las perspectivas de un cambio radical en este mundo regido, hasta ahora, por mentes predigitales. Pero vayamos por partes.

Hasta ahora, la discusión a lo largo de los últimos años se ha centrado en un aspecto que ha sido el que más le ha preocupado a la industria editorial, es decir, la evolución del libro electrónico, el surgimiento de dispositivos de lectura y la migración de una creciente parte de los contenidos a los nuevos soportes. Si bien esa discusión continuará por un tiempo, mientras desaparecen las viejas generaciones predigitales aferradas al soporte papel, hay dos aspectos sustantivos que nos ayudarán a comprender lo que está sucediendo y qué y por qué estamos frente a una inmensa revolución que se desprende no tanto de la simple migración de los contenidos del papel a los soportes electrónicos. Se trata de la transfiguración del lector y, por lo tanto, de la lectura. Sólo si entendemos lo que está sucediendo con los lectores, particularmente con las nuevas generaciones, podremos abrir nuestra mirada a lo que se avecina y tratar de entenderlo.

A estas alturas, todos aquí han escuchado ya los conceptos de “nativo digital” e “inmigrante digital”. Se trata básicamente de términos que identifican como “nativos” a quienes nacieron y crecieron en la época de los dispositivos electrónicos, es decir, consolas de juegos, teléfonos celulares, computadoras, internet, etc. (de 1990 para acá más o menos), con cerebros en plena evolución, versus los “inmigrantes”, que somos todos aquellos que ya teníamos un cerebro adulto, desarrollado, cuando aconteció esta revolución tecnológica. Inicialmente, al hablar de libros electrónicos partíamos de que el rechazo a los mismos era simplemente una cuestión generacional, es decir, unos estábamos acostumbrados a leer sobre papel y los dispositivos de lectura electrónica eran aún muy primitivos, mientras que los otros, los nativos, nacieron leyendo sobre esos dispositivos, ya más desarrollados, y por tanto mostraban menor resistencia a su uso. Pero el problema va mucho más allá.

A lo largo de los años nos hemos acostumbrado a especular con lo que pasa y pasará. Poca investigación se ha realizado en los terrenos de la transfiguración del lector y la lectura. Sin embargo, en años recientes un equipo de investigadores de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) estudia el fenómeno del que hablamos (y que por cierto mencionó ayer Alejandro Pinsanty). Con la ayuda de las doctoras Susan Bookheimer y Teena Moody, especialistas en neuropsicología y neuroimagen, formularon la siguiente hipótesis: “las búsquedas en internet y otras actividades on-line provocan alteraciones apreciables y rápidas en el cableado neuronal del cerebro”. Para comprobarlo, usaron imágenes por resonancia magnética y midieron los caminos neuronales en el cerebro durante una tarea habitual con la computadora, específicamente buscar información exacta en Google.

Dejando de lado los pormenores, los experimentos mostraron patrones perfectamente diferenciados de actividad neuronal mientras unos y otros hacían las búsquedas. En síntesis, los estudios demuestran que “el hecho de que el cerebro humano haya tardado tanto en evolucionar hasta alcanzar tal complejidad (como la de los inmigrantes digitales, es decir, nosotros) hace que la actual evolución de la alta tecnología y en una sola generación resulte tan extraordinaria. Estamos hablando de cambios importantes del cerebro que se producen en sólo unas décadas, y no a lo largo de milenios”.

¿A qué nos lleva todo esto? Antes que nada, a identificar que la nueva generación de nativos digitales procesa la información de una manera distinta a la de los inmigrantes digitales. Y hablamos apenas de la primera generación. Es previsible que dichos cambios generen mutaciones del ADN que se transmitan de una generación a otra. Las implicaciones de esto sólo las intuimos.

Pero así como podríamos pensar que la digitalización, la universalización y el abaratamiento del acceso a la tecnología democratizará la evolución de la especie, también podríamos vislumbrar la posibilidad de que vivamos transformaciones que acentúen las desigualdades en nuestro planeta.

Como comprenderán, todo esto abre un enorme campo tanto de experimentación, como de investigación y elucubración. Una pregunta que aflora, y que está siendo discutida en muchos ámbitos universitarios, se refiere al mismo sistema educativo. ¿Podemos nosotros, inmigrantes digitales, educar a una generación de nativos digitales cuyo patrón de procesamiento de la información no acabamos de entender y comprender? Y, por otra parte, ¿acaso nuestros sistemas educativos no están anquilosados y estructurados para educar hacia el pasado y no hacia el futuro y, por tanto, son totalmente inadecuados para las nuevas generaciones?

¿No serán, quizá, los mismos nativos digitales quienes tengan que tomar en sus manos la restructuración de todo el sistema educativo para que responda a los nuevos patrones derivados de la evolución de nuestros cerebros o, mejor dicho, de los cerebros de las nuevas generaciones?

Esto viene a colación como reflexión previa al análisis del lector y la lectura. La transformación de la mente digital sugiere una transfiguración profunda del lector y de los procesos implicados. La crítica se ha centrado en los desajustes que las nuevas tecnologías han traído consigo en las nuevas generaciones: la desatención, la incapacidad de concentración en una sola tarea, la suposición de que la televisión y otros medios provocan autismo, la fragmentación o descomposición de la familia, la pérdida de contacto humano, las adicciones a las tecnologías, etc., pero si bien por un lado es importante entender estos desajustes, por el otro hay que reconocer que los cambios en las nuevas generaciones nos tomaron desprevenidos.

Y que hay que actuar con rapidez en todas las esferas académicas. El problema es: ¿cómo hacerlo responsable y rápidamente cuando tenemos autoridades políticas y académicas con mentalidad prehistórica? En muchas universidades del mundo los profesores han explorado el uso de las nuevas tecnologías con sus alumnos, de preescolar en adelante. Algunos han experimentado exitosamente el blogging en clase y han descubierto, entre sus beneficios, el incremento en las capacidades de lectura y escritura, el saber que se están dirigiendo a una audiencia real, el incremento en la percepción de pertenecer a una comunidad académica, la capacidad de establecer nexos globales, mayor integración de escuela-hogar, mayor confianza en sí mismos de los alumnos, etc. Pero todo esto no es sino tocar la periferia de lo que es posible.

El problema de la transfiguración del lector, y por tanto de la lectura, pasa por la cabal comprensión de todo esto.

Los editores tampoco han acabado de entender lo que está pasando y hacia dónde se dirigen las nuevas generaciones. Siguen apanicados con la velocidad de los cambios que el texto tradicional, cuyo soporte ha sido el papel, está teniendo. Dispositivos como el Kindle, Sony eBook Reader, el iPad ahora, etc., no representan más que la migración de un contenido lineal a otro soporte con contenido lineal y, si acaso, hipertextual. La referencia que se hace a los hipervínculos como elementos de distracción no tiene nada qué ver con lo que se avecina, es decir, una profunda transformación en la manera de leer y, por tanto, de escribir. La apropiación del conocimiento no tiene que ser como la conocemos hasta ahora. Es probable que vaya migrando a formas que hoy apenas intuimos y que se han definido con el término de “ciberliteratura”.

Hoy identificamos varios tipos de ciberlitertura, entendidos como expresiones literarias, técnicas, científicas o visuales destinadas a visualizarse en dispositivos electrónicos o, mejor dicho, binarios.

Para analizar el fenómeno de la ciberliteratura concebí un portal con ese nombre: www.ciberliteratura.com. Sin embargo, pronto la reflexión combinada entre la evolución de la mente digital y la ciberliteratura hizo aflorar un sinnúmero de preguntas. Partíamos en un principio de ciertos géneros, como la narrativa hipertextual, la escritura colaborativa, la ciberpoesía y el ciberdrama, entre otros. Y se han hecho ya innumerables experimentos en cada uno de estos terrenos, incluyendo los juegos, por ejemplo. Pero la mente digital, con su capacidad multitareas, puede afrontar infinidad de variantes que hoy sólo imaginamos. Si pensamos en el cerebro como una herramienta capaz de realizar múltiples procesos la vez, entenderemos a qué me refiero. En el terreno del cómputo, por ejemplo, se fue pasando del desarrollo de procesadores cada vez más poderosos, que de acuerdo con la Ley de Moore no alcanzaban a crecer a la velocidad requerida, al desarrollo de computadoras dotadas de varios procesadores o de procesadores con varios núcleos .

Por ejemplo, la computadora que hoy tengo en mi escritorio tiene ocho núcleos trabajando simultáneamente. Pero nuestro cerebro es infinitamente más poderoso que la más compleja computadora hasta ahora concebida. Es capaz de pensar y procesar información “matricialmente”, por llamarlo de alguna manera; es decir, puede leer varios discursos no sólo paralelos, sino también verticales atravesados por otros paralelos. Que no lo haga es cuestión de falta de formación y entrenamiento. Por lo tanto, nuestra capacidad actual de procesar información es infinitamente menor que la que tendrán las nuevas generaciones. Para que eso suceda, para que las nuevas generaciones aprendan a usar y aprovechar su cerebro digital, necesitamos cambiar la estructura académica, educar a los nativos digitales de acuerdo con sus capacidades y generar nuevos contenidos. La ciberliteratura será probablemente la que se encargará de afrontar ese reto.

Eso significa, por supuesto, no sólo la transfiguración de los lectores y de la lectura, sino también de los autores, porque ya no se escribirá, ya no se podrá escribir igual que hoy. Veámoslo como la transición que se está dando de películas en dos dimensiones a las que ya exploran la tridimensionalidad. El vertiginoso desarrollo de la tridimensionalidad en los dispositivos ha sido pasmoso. En unos cuantos años hemos pasado de ver novedosas películas impactantes en el cine a la adopción de la tecnología del 3D en televisiones caseras, cámaras fotográficas y de video, dispositivos de juego, e incluso al desarrollo de tecnologías que prescinden de lentes especiales para su visualización.

Y si incorporamos a nuestras reflexiones los nuevos dispositivos, como el Kinect y su vasto panorama de aplicaciones, así como la robótica aplicada a terrenos sociales y educativos, nos encontramos ante un universo infinito de posibilidades que, evidentemente, cambiará por completo el panorama editorial, transformará a los autores que se ajustarán a las nuevas capacidades de lectura de los lectores y nos llevará por caminos que difícilmente entenderemos basados en nuestras capacidades actuales.

Hoy estamos ante un nuevo panorama ineludible, incuestionable, pero a la vez lleno de incertidumbres. Si ya desde hace décadas hablábamos de la falta de profesionalización del sector editorial como una de las grandes debilidades de nuestro medio, hoy esa falta de profesionalización es aún más preocupante pese a los esfuerzos que han emergido con la maestría en la UAM y los diplomados y cursos que se imparten en otras entidades.

Cambiar por completo nuestra comprensión del quehacer editorial a corto, mediano y largo plazos es vital. Por supuesto que nos encontramos en una época de transición en la que el soporte papel coexistirá con todo lo que está emergiendo, pero no sabemos qué tanto durará ni si quienes constituyen la industria editorial sobrevivirán para contarlo. Hoy es impostergable demandar una verdadera legislación en materia del libro y la lectura que considere no los intereses de una industria anquilosada, sino los del país, que son los de las nuevas generaciones que requieren una revolución en todo el sistema educativo antes que nada. Es absurdo insistir en bibliotecas para libros con soporte papel pobremente equipadas y surtidas cuando hablamos de 130 millones de libros producidos por la humanidad hasta ahora, muchos de ellos ya inexistentes, y más de 15 millones que están o estarán disponibles en formato digital en cada vez más países, más no en México si no hacemos algo para posibilitarlo.

Este formato permite poner al alcance de la población gran parte de esa riqueza si trabajamos en la creación de una infraestructura digital amplia que acabe con los monopolios de la información, que desarrolle redes de conexión gratuitas a lo largo y ancho de la República, que permita poner en marcha programas para la creación de novedosas bibliotecas digitales para toda la población, establecer ambiciosos programas para la adquisición de dispositivos electrónicos de lectura que sean actualizados regularmente —como hemos visto en este Foro, los precios están bajando y seguirán bajando geométricamente—, invertir en serio en investigación interdisciplinaria, en becas y créditos educativos; educar a la población en general y a la estudiantil en particular, para que sepan usar cada vez mejor la infraestructura digital y la riqueza bibliográfica que ya existe y la que podemos generar, al capacitar a los maestros de hoy para que formen adecuadamente a las generaciones digitales del futuro y generen programas que hagan de las nuevas generaciones de nativos digitales una legión de maestros e investigadores de primer nivel que sepa educar a las siguientes en función de sus crecientes capacidades.

Si algo nos deja en claro este Foro es que hay que actuar hoy, es decir, ¡YA!, pues no hay tiempo que perder. En esta época de globalización digitalizada, la lucha por los mercados será cada vez más despiadada. La miopía de nuestros gobernantes es no sólo exasperante, sino criminal. Tenemos que tomar las riendas de nuestros destinos los ciudadanos, la sociedad civil y sus organizaciones, así como los empresarios, porque esperar a que lo haga la clase política es poco más que suicida.

No quiero caer con esto en un populismo simplón. La preocupación del sector editorial es claro: ¿cómo sobreviviremos económicamente? ¿Dónde está el negocio del futuro? Quizá donde menos lo imaginamos.

¿En la producción editorial concebida como la edición y, por tanto, la generación de libros electrónicos? ¿En su comercialización? ¿En la explotación de los derechos de autor tan cuestionados por sectores cada vez más amplios en el mundo? ¿En la mercadotecnia? Si vamos a pasar de un mercado extremadamente limitado, con librerías que ofrecen unas cuantas docenas, cientos o, si bien nos va y en contadas ocasiones, unos miles de títulos, a las librerías que ofrezcan millones de obras para venta o lectura gratuita, ¿cómo llegará nuestra novedad, nuestro “bestseller” o “longseller” a su público? ¿Y cómo podrá el lector en el futuro discriminar entre esa inmensa oferta de obras, de información, y encontrar lo “pertinente”? ¿Qué podríamos definir como pertinente? ¿Podrá el nativo digital hacer la tarea o requerirá de la labor algorítmicamente digital y robótica para llegar al meollo del asunto? ¿Y no equivaldrá eso a caer en una manipulación de la información, a una canalización hacia fuentes “políticamente pertinentes”?

¿O es el interés de la industria editorial seguir con la bestsellerización del mercado y oponerse a la apertura, a que se tenga acceso a esa bibliodiversidad que amenaza su negocio? ¿Será el estado quien asuma la difusión de la bibliodiversidad y, en ese caso, no será el estado el peor enemigo de la libertad, como generalmente lo ha sido, como lo hemos visto en China y Cuba y, más recientemente, en el norte de África? Y desde esa perspectiva, ¿no serán quienes están del otro lado, es decir, del de la difusión de la información, de lo que hoy llamamos “piratería” aunque no tenga fines de lucro, quienes determinarán el futuro?

El nuevo orden de la información digital globalizada ofrece muchas oportunidades. No todos sabremos entenderlas y aprovecharlas. A lo largo de mi vida he visto a numerosas empresas emerger y sucumbir, grandes, medianas y pequeñas, y ya nada me sorprende.

Pero más allá de mi desempeño profesional y empresarial, de mi necesidad de sobrevivir mediante lo que ofrezco como impresor y editor, me queda claro que debemos estar del lado de la libertad de expresión, del libre flujo de la información, así sea a costa de muchos sacrificios, como los que tantos han tenido que hacer a lo largo de la historia.

Esto, señoras y señores, no es ciencia ficción ni alarmismo, ni siquiera desesperación. Si este país ha dilapidado sus riquezas naturales y ha dedicado decenios y más decenios a mantener a políticos corruptos y partidocracias ineficientes, si hemos tolerado sindicatos cuya función ha sido el enriquecimiento de sus líderes y la paralización de los segmentos que supuestamente representan, si ha perdurado nuestra sumisión ante esta indignante situación, financiada con la miseria de la población sobreexplotada a la par que mediante la malversación de los recursos naturales…

¿no es hora de que quienes hemos asumido la tarea de impulsar la cultura a través de mecanismos para acceder a ella hagamos algo realmente significativo para cambiar las cosas? ¿Es este país violento, bárbaro, con decapitados, descuartizados, asesinados por estar en el lugar y la hora equivocados el que queremos? ¿Qué es lo que nos puede sacar de esa situación? ¿La acción policiaca? ¿La acción militar? No lo creo. Lo que nos puede sacar adelante en México y en el mundo es la civilización. Y la civilización es cultura. Y nosotros somos promotores, gestores de la cultura. De nosotros, y de nadie más, depende salir de este círculo vicioso. En la medida en que México sea un país culto, es decir, con cultura, con justicia y libertad, con una distribución equitativa, o al menos justa, de la riqueza… un país en el que predomine la inteligencia, la justicia, la igualdad, la tolerancia, la educación, la investigación, la creatividad, la libertad ante todo, podremos aspirar a lo que dio inicio a este Foro: a que la digitalización del quehacer editorial, lejos de amedrentarnos, nos de un nuevo empuje.

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Éste es, en mi opinión, el panorama y la disyuntiva que se está abriendo ante nosotros, en particular derivada de la investigación multidisciplinaria que se lleva a cabo en cada vez más universidades en el mundo. Ojalá en México rompamos la inercia y comprendamos que si no nos organizamos e invertimos seriamente en investigación y en el cambio en materia educativa y editorial, permaneceremos al margen de una transformación fascinante que ya está ocurriendo ante nuestros ojos.

NOTAS:

1. Pablo Oliveira y Silva, Borders, la segunda librería más importante de EEUU, en quiebra, http://www.publico.es/culturas/361684/borders-la-segunda-libreria-mas-importante-de-eeuu-en-quiebra.
2. Reforma, “Negocios”, 17 de febrero 2011, p. 1.
3. Reforma, “Negocios”, 17 de febrero 2011, p. 8.
4. Jean-Baptiste Michel, Yuan Kui Shen, Aviva P. Aiden et al., Quantitative Analysis of Culture Using Millions of Digitized Books, .
5. Esta aplicación parece ser incluso más poderosa para el análisis lingüístico y de tendencias culturales que Google Trends: y se puede ver en .
6. Books Ngram Viewer tiene disponibles todos sus listados en .
7. Para el caso del español, el corpus posee 45 000 millones de palabras, unas 100 veces más grande que el Corpus Diacrónico del Español (Corde), que abarca ejemplos desde los orígenes del español hasta el límite cronológico con el CREA (Corpus de Referencia del Español Actual), que contiene ejemplos de los últimos 25 años del idioma, hasta ahora los corpus públicos más voluminosos en nuestra lengua.

8. Puntos relacionados: obsolescencia programada , permaculture .
Science, febrero 2011, “The World’s Technological Capacity to Store, Communicate, and Compute Information”, < http://www.sciencemag.org/content/early/2011/02/09/science.1200970>.
Gord Hotchkiss, Are Our Brains Becoming “Googlized?”, y ; Rachel Champeau, UCLA study finds that searching the Internet increases brain function, .
Kathleen Morris, A Reflection on the Benefits of Classroom Blogging, .

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