Retrospectiva tipográfica y nuevas tecnologías en el quehacer editorial

Conferencia Tipografilia 09 / Septiembre 2015

Alejandro Zenker

 

  1. En el principio no había congresos sobre tipografía, y el amante de esta disciplina vagaba solo mientras reinaba la obscuridad

 

Le ofrecí a Paco intentar una retrospectiva tipográfica en esta época de transición tecnológica con particular enfoque en el quehacer editorial y, para hacerlo, he escogido la narración de mi experiencia personal, pues creo que puede ejemplificar lo que hemos estado viviendo y la vertiginosidad de los cambios que a veces parecieran imperceptibles.

 

Pertenezco a una generación privilegiada —aunque quizá cada una lo ha sido a su manera—. A lo que me refiero es a que me ha tocado vivir épocas de transición en distintos ámbitos de mis competencias profesionales y abrirme paso en terrenos nuevos y complejos. Como traductor, impulsé no sólo la creación de la primera asociación de traductores en México, la ATP, sino que también diseñé las primeras licenciaturas en traducción e interpretación en el país. Fue una época apasionante, posterior a la segunda Guerra Mundial, cuando empezaron a surgir las asociaciones de traductores en el mundo y los intentos de convertir el oficio en profesión. Una situación similar enfrenté en el terreno de la edición, ya que en el país no había carreras que abordaran el quehacer editorial, de tal suerte que, en los años ochenta, organicé con otros colegas los primeros seminarios para la formación de editores, lo que puso de manifiesto el gran vacío imperante en materia de sistematización del conocimiento para su transmisión curricular. Yo estaba en esos entonces más centrado en los temas de la didáctica de la traducción, pero el quehacer editorial me había llamado la atención toda mi vida, pues mi padre fue encuadernador y nací y crecí entre libros, libreros, editores y demás fauna a su alrededor.

 

Fue en mi infancia cuando se dieron mis aproximaciones primeras a la tipografía debido al uso intensivo que se le daba para dorar lomos y ornamentar portadas de libros empleando el tipo móvil. Pero mi enfrentamiento con la complejidad tipográfica ocurrió cuando, siendo traductor, me inicié en la edición.

 

Una manera de ganarme la vida era haciendo corrección de originales, galeras y planas, lo cual significaba echarme un clavado en un aspecto fundamental del quehacer editorial: la tipografía.

 

Hablo de una época en la que no había en México escuelas, ni cursos ni diplomados para futuros editores, y menos congresos sobre tipografía. Sólo había dos maneras de allegarse los conocimientos: buscando literatura clásica al respecto, que era difícil de encontrar, o convirtiéndote en aprendiz de alguien reconocido y docto en la materia. En mi caso, tuve la extraña fortuna de encontrar varios maestros que, a cuentagotas, me fueron transmitiendo sus conocimientos.

 

  1. En la era analógica, la tipografía era cuestión de “iniciados”. Después, también

 

Cuando hablo de “maestros”, no crean que me refiero a personas que te transmitían de manera estructurada y sistemática los conocimientos de la disciplina en cuestión. Se trataba, más bien, de una suerte de “iniciados” a los que les arrancabas literalmente los conocimientos cada vez que cometías errores, pues no faltaban llamadas de atención, jalones de oreja o sabias admoniciones del tipo: “No seas pendejo, Alejandro; con esta interlínea harás que la mirada del lector se pierda y no encuentre con fluidez la línea siguiente”. Así, de manera escueta, habías recibido tu primera e inolvidable lección de lectotipografía.

 

Admito, sin embargo, que quienes me dieron entrada a los secretos de la tipografía aplicada al libro fueron muy generosos conmigo. Sin duda, uno de los primeros en despejarme dudas entre charla y charla y tequila y tequila en el Veracruz, fue Alí Chumacero, que oficiaba en el Fondo de Cultura Económica cuando tenía sus oficinas en la calle de Parroquia esquina con avenida Universidad.

 

Me hacía yo cargo de la preproducción de El Trimestre Económico, revista de gran complejidad tipográfica del Fondo. La preproducción abarcaba la lectura y el cotejo del original  —algunos de los artículos eran traducidos—, la tipografía, la formación y las lecturas de galeras y planas, así como la realización de la contraprueba.

 

En esas épocas me especialicé en libros de economía, de gran complejidad tipográfica, cuya producción muchos rechazaban pese a ser de las obras mejor pagadas. Aceptar el reto no sólo me permitió adentrarme en los secretos tipográficos: también me aseguró trabajo durante muchos años. Además de Alí, otros de mis maestros fueron Felipe Garrido, Gerardo Cabello y Rafael López Castro, discípulo, a su vez, de Vicente Rojo.

 

El aprendizaje fue arduo. Si los rudimentos de la tipografía ya eran de por sí complejos, su aplicación a las ecuaciones matemáticas, a las tablas y a las gráficas presentaba cada vez mayores dificultades. Lo mismo ocurría con textos especializados en lingüística que incluyeran caracteres en griego antiguo, chino, transcripciones fonéticas, etc., a los que me fui enfrentando con el tiempo.

 

¿Cómo disponer los elementos en la página en blanco? ¿Qué reglas se aplicaban? Me preocupaba particularmente este punto, dado que solía tratar de ser metódico y aprender las normas para tomarlas como punto de partida. Abordaba, pues, el trabajo tipográfico siguiendo los mismos preceptos con que había desarrollado una didáctica de la traducción: no puedes romper las reglas sin antes conocerlas y dominarlas, aunque el buen Gerardo Cabello, insistía en lo siguiente: “Hay que obedecer las reglas, pero no aplicarlas a lo pendejo”. Y en el mundo editorial era más que frecuente encontrar aberraciones tipográficas que, más que invitar a la lectura, la entorpecían.

 

La tipografía debía, en mi opinión, responder a reglas precisas que facilitaran la labor del lector, a una especie de “ciencia lectotipográfica” (Lesetypographie) a partir de cuyas normas se pudiera jugar con las familias tipográficas y las variaciones que se desprenden de juego con los elementos. Posteriormente diferenciaría en mi estrecho mundo del desconocimiento los dos conceptos: la tipografía como arte de diseñar fuentes y técnica de composición tipográfica para la impresión, y la lectotipografía como el conjunto de ciencia, técnica y arte destinado a facilitar la lectura.

 

  1. Los “maestros” y sus “secretos” o la dictadura de la mancha tipográfica

 

Un aspecto interesante lo constituyó lo que podríamos llamar la “dictadura de la mancha tipográfica”. En la era analógica, los recursos para evitar o corregir viudas y huérfanos, colitas (también llamada línea ladrona, la que ocupa menos espacio que el blanco de la sangría), callejones y ríos, entre otros, eran limitados. Es decir, no existía la posibilidad, que emergió con el DTP, de ampliar con facilidad el interletrado y espaciado entre palabras. Por lo tanto, el corrector, particularmente el de planas (es decir, de segundas y terceras pruebas), se convertía en un genuino dictador que podía enmendarle la plana al autor y al traductor. Aunque al hablar de esto con una de mis colaboradoras, me dijo: “Objeción. Como corrector, era una auténtica monserga y una labor artesanal de paste up sacar adelante aquellos textos. Si acaso se tenía acceso al autor, había que explicarle la lógica del asunto —cambiar lo mínimo para que siga diciendo lo mismo, pero que quepa— para que lo resolviera, pero como casi nunca era factible, se hacían malabares.

 

Incluso pendía sobre nuestras cabezas la amenaza de que si tenían que volver a parar líneas completas, el costo saldría de nuestra paga. El tirano era el editor”.

 

El caso es que infinidad de textos fueron modificados para ganar una colita, evitar una viuda, etc. Como yo venía de la escuela de la traducción, donde el traductor suele ser muy celoso de su versión, la facilidad con que los correctores modificaban oraciones, incluso originalmente escritas en español de novelas y cuentos, por ejemplo, aquello no dejaba de sorprenderme. En buena medida se le daba más importancia a la estética tipográfica, que al contenido; es decir, se buscaba adaptar el contenido a la mancha tipográfica. Observando y aplicando aprendí muchísimo de quienes, como Alí Chumacero o Felipe Garrido, arrastraban la pluma sobre originales, galeras y planas. Entre las leyendas editoriales que circulan por ahí está la de que Alí Chumacero, que tuvo a su cargo la edición de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, hizo muchas correcciones al texto. En entrevistas posteriores admite la posibilidad de que Juan José Arreola haya, efectivamente, enmendado la plana, pero que él, como tipógrafo, jamás lo hizo.

 

Conociendo a Alí, dudo que no haya metido la mano mirando la mancha tanto o más que el garabato. Así nos las gastábamos en esas épocas.

 

  1. El surgimiento del DTP

 

Todo eso cambió con el surgimiento del DTP. Como ya había trabajado durante años con el tipo móvil, luego con el linotipo, más tarde con la fotocomposición y la Composer, esta última desarrollada por IBM, cuando emergió la posibilidad de hacer uso de la computadora con programas como Pagemaker y Ventura, el universo se amplió de una manera nunca antes vista ni concebida, y se plantearon interrogantes al modus operandi de quienes habían tenido en sus manos las publicaciones durante siglos, y viceversa, los tipógrafos clásicos se escandalizaron al ver cómo los advenedizos cometían barbaridades desatendiendo las reglas. Para evitar una viuda, ya no modificabas la redacción: contraías o expandías los espacios del párrafo. Era un despropósito particularmente porque, en sus inicios, los algoritmos que determinaban la ampliación o reducción proporcional de los espacios, o la aplicación de la división silábica, aún eran muy rudimentarios, lo que arrojaba líneas muy abiertas o excesivamente condensadas.

 

Los nuevos “tipógrafos” tampoco obedecían las normas elementales, como la limitación de signos de puntuación y la división silábica, por ejemplo. La estética tipográfica como elemento rector del quehacer editorial comenzó a desvanecerse.

 

A esto le siguieron fenómenos propios del mercado. Mientras que en una época el traductor y el editor contaban con el tiempo “necesario” para llevar a cabo su labor, lo que podía hacer que la publicación de una obra tomara literalmente años, de la noche a la mañana se exigió acelerar el proceso a toda costa. La estética tipográfica era lo de menos. Es más, el costo incidía con demasiada frecuencia en la determinación de las características tipográficas de una obra, lo que llevó a publicar libros en puntajes ridículamente pequeños con interlíneas casi nulas. La preocupación por la lectotipografía pasó a un plano secundario o dejó de existir.

 

A esto se sumaron dos fenómenos diametralmente opuestos: por un lado, el diseño de familias tipográficas profesionales que ofrecían cientos de combinaciones para un kerning idóneo, compuestas por fuentes especiales que permitían combinar armónicamente elementos con patines y otros sin patines, así como versalitas y cursivas adecuadas para el manejo integral de la familia tipográfica; y por el otro, una enorme cantidad de fuentes de todos los estilos, transicionales, modernas, egipcias, grotescas, geométricas, script, etc., que venían como parte de los paquetes de programas como Corel Draw y que en su mayor parte eran de muy mala calidad, sin definición de pares para un kerning armónico ni algoritmos propios para el interletraje y espaciado entre palabras. Las primeras, al ser profesionales, eran sumamente caras; las otras, al ser parte de un paquete, carecían de valor.

 

Eso vino a corromper terriblemente el escenario de la composición tipográfica en el terreno del quehacer editorial y a hacer de la experiencia lectora un criterio secundario o inexistente en la industria editorial contemporánea.

 

Un elemento adicional, y poco conocido, fue que durante años carecimos de muchas fuentes especializadas y de recursos para alterarlas o completarlas, de tal suerte que muchos libros con especialidades tuvieron que ser compuestos con recursos adicionales: desde intervención manual hasta uso de tipografías autoadheribles, como Letraset, con lo que se hacían milagros. Como, a fin de cuentas, del resultado final de la labor de composición tipográfica, es decir, de lo que llamábamos “original mecánico”, se pasaba a la elaboración de negativos, esos ajustes manuales, sumamente laboriosos en algunos casos, no eran tan perceptibles para el lector común. La transición tecnológica arrojó, pues, una época de grandes barbaridades tipográficas que algún día algún investigador masoquista rescatará para la memoria.

 

  1. Los programas para la modificación de fuentes tipográficas

 

Con todo, es importante señalar a estas alturas el surgimiento de herramientas imprescindibles para estas obras con especialidades tipográficas de las que he hablado: los programas para el diseño y modificación de fuentes. Mientras que en ese pasado reciente entregabas “cartones” o “pruebas finas” al fotolito para la realización de negativos, en la época del DTP se fueron exigiendo cada vez más resultados finales limpios, sin pegostes, lo que hoy es imprescindible, ya que los originales mecánicos son inimaginables en este mundo donde rigen netamente los archivos electrónicos. Así las cosas, tener la capacidad de modificar y complementar fuentes fue cada vez más importante. Hay que figurarse el salto mortal que implicó para un inmigrante digital como yo, proveniente de una vertiente pedagógica y luego literaria con especialización en traducción. Meterte en el corazón del diseño de la fuente, modificarla exitosamente y aplicarla a las publicaciones especializadas fue todo un reto. Pero, sin eso, gran parte de las publicaciones que tuve en mis manos no habrían podido realizarse.

 

  1. Cómo allegarse los conocimientos en la época de transición

 

Quizás aprender a modificar o rediseñar fuentes constituyó uno de los desafíos más exigentes. Sin embargo, en la época de la tipografía analógica uno se convertía en aprendiz de quienes dominaban hasta cierto punto los rudimentos. ¿Qué hacer, entonces, en una época en que los paradigmas cambiaban rápida y radicalmente y no había maestros ni referentes en ese terreno —el de las nuevas tecnologías—, o al menos no en México? ¿A quiénes acudir? ¿Cómo aclarar las numerosas dudas que surgían no sólo de los nuevos procesos de composición tipográfica, sino también de las reglas de mercado? Uno estaba prácticamente solo y su alma. A menos, claro, que te allegaras recursos, como las publicaciones que comenzaron a surgir en esas épocas y que abordaban todos, o al menos gran parte de los aspectos que te preocupaban.

 

Los que fuimos pioneros en esa época de transición tuvimos que vérnoslas solos, leyendo vorazmente cuanta información caía en nuestras manos, buscando revistas especializadas, algunas de las que aún guardo celosamente en uno de mis roperos, y localizando interlocutores en ese amplio desierto de desconocimiento e incertidumbre. Por supuesto, hablo de una época donde no existían las redes sociales, de manera que buscar a los otros que seguramente también batallaban con los mismos problemas, o que quizá tenían respuestas a preguntas a las que uno no les hallaba la cuadratura, era casi imposible.

 

Tuve la fortuna de coincidir con algunos colegas, particularmente Carlos Palleiro, con quienes intercambiaba información y opiniones. En esa época volví a refrendar un principio que hoy debe regir nuestra vida profesional: nunca puedes dejar de aprender, pues en épocas de transición tecnológica, las interrogantes superan las certidumbres. Y en el terreno tipográfico eso es aún más válido.

 

  1. Solar y Ediciones del Ermitaño como proyectos permanentemente experimentales

 

Permítanme contextualizar toda esa experiencia. Ediciones del Ermitaño nació en 1984 y, durante diez años, editó de manera tradicional en muchos sentidos. Un año después de su fundación, surgió Solar como empresa de servicios. A ambas las fusioné años más tarde. De 1986 a 1994 me tocó experimentar en el terreno del uso de la computadora y dispositivos periféricos para la preproducción editorial. Fue la época en que pasamos de la fotocomposición y medios alternativos, como la Composer y el mismo linotipo, cuyo uso sobrevivió unos años más, a las fuentes digitales.

 

De esa época, pocos guardan recuerdos porque fui de los escasos aventurados que exploró casi todo lo que emergió en ese entonces. En un principio, la tipografía que podías imprimir en impresoras láser estaba compuesta por simples bitmaps, o mapas de bits, con una resolución máxima de 300 puntos por pulgada. Su baja resolución, que arrojaba un resultado “pixelado” a ojo pelón, hizo que en sus inicios los editores la rechazaran.

 

Fue en ese momento cuando surgió una compañía llamada LaserMaster, que pocos recuerdan, que desarrolló tanto hardware como software que permitía elevar la cantidad de bits de los que se componía la tipografía en aquel entonces. Así pasamos de los 300 a los 410 puntos por pulgada y, luego, a los 600, a los 800, a los 1000, y así sucesivamente hasta llegar a los 1800. Los resultados ya eran sorprendentes y rivalizaban, hasta cierto punto, con la fotocomposición. Su tecnología combinaba las LaserJet II de HP con tarjetas de procesamiento de datos de LaserMaster, que eran muy costosas pero lograban su objetivo. Nosotros, en Solar, incorporamos desde sus inicios esa tecnología y seguimos todo su proceso. Más adelante, LaserMaster creó el primer monitor monocromático WYSIWYG que permitía incluso ver las complejísimas formulas matemáticas en el monitor conforme las componías con un lenguaje de programación que luego fue sustituido por programas más intuitivos, Ventura, por ejemplo. Fue la época en que pasamos también de la fuente compuesta de bitmaps a las fuentes vectorizadas, y del punto de tamaño fijo de las impresoras al desarrollo del punto variable que, mediante interpolación, lograba mejorar notablemente el resultado visual de la tipografía.

 

 

En los medios profesionales esa batalla la libraba LaserMaster contra el Postscript, inicialmente terriblemente lento, lenguaje que se fue imponiendo en la tecnología de impresión. El desenlace lo conocen: el Postscript de Adobe finalmente se impuso, fue ganando en capacidad de resolución en la combinación hardware y software y LaserMaster desapareció. Durante años, el estándar en materia de resolución en blanco y negro se fijó en los 600 puntos por pulgada, pues a partir de los 410 puntos el ojo dejaba de percibir la diferencia. Hoy, la resolución estándar es mucho mayor.

 

La revolución que significó el surgimiento de la impresión digital para la industria editorial a principios de los años noventa partió de la tipografía vectorizada y la resolución de los 600 puntos por pulgada interpolados que habíamos alcanzado con las LaserJet II de escritorio. Se trataba de las famosas impresoras Docutech de Xerox, las cuales incorporamos en Solar y Ediciones del Ermitaño en 1994.

 

A partir de ese momento, vivimos toda la evolución en materia de impresión digital, pues en el 2000 cambiamos de Xerox a Heidelberg, poco después a tecnología de Océ y, finalmente, hoy, volvimos a Xerox, con impresoras que rondan los 2800 puntos por pulgada de resolución.

 

Esa tecnología planteó desde un principio lo que apenas hoy estamos haciendo exitosamente: la producción de libros a nivel internacional sin necesidad de exportarlos físicamente: los que viajan son los archivos. Así, el tiro corto que uno imaginaba en los noventa, hoy es posible de uno en uno; es decir, es rentable imprimir un solo ejemplar digitalmente. Esto ya lo hacemos a través de una alianza que hemos forjado empresas de México, España, Argentina y Colombia, con más países a punto de unirse.

 

Explico todo esto porque la tipografía también implica resolución y, por tanto, calidad de impresión para el lector. Y todo esto, que menciono muy someramente aplicado a la producción de libros con interiores en negro, aplica también para el color, que vivió evoluciones y revoluciones similares.

 

Ya entrados en el tema, un dato que no quisiera soslayar es el de las resistencias a imaginar e incorporar el futuro.

 

En el 2001 llevé a cabo una insólita alianza entre Heidelberg, fabricante de impresoras digitales, Adobe y Apple con objeto de montar en la FIL de Guadalajara el Pabellón Tecnológico que tuve el gusto de idear y dirigir.

 

Llevamos a la FIL toda la tecnología, impresoras en negro y a color, guillotinas y encuadernadoras, además de computadoras de Apple cargadas con el software de Adobe y les mostramos a los editores lo que sería el futuro próximo: el libro electrónico basado en el Content Server o Content Guard. Todo el futuro del libro, de la tipografía, del quehacer editorial lo tuvimos allí, en México, ante los ojos de cuantos quisieron verlo, pues fue el pabellón más grande del que se tenga memoria en la FIL. Pero nadie hizo caso. Pocos años después aparecerían el Kindle, el iPhone y la iPad. Me gusta decir que tuvimos aquí, en México, el futuro y la posibilidad de adelantarnos a él en nuestras manos, pero la ceguera prevaleció, como escribió Saramago: “No nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven”.

 

  1. La desaparición de los editores clásicos y la explosión demográfica de los diseñadores gráficos vs. los diseñadores editoriales

 

Pero regreso al tema de los editores con un tema que levanta ámpulas hoy en día y que es la oposición entre la formación del diseñador gráfico vs. la del diseñador editorial debido a la desaparición del editor de la vieja guardia, que se fue replegando hasta desaparecer ante la imposibilidad de comprender los nuevos paradigmas que enfrentábamos. Quienes estamos en el frente editorial, es decir, en la edición de libros, tenemos que abordar el reto del diseño editorial contemplando un sinfín de elementos que la educación del diseñador gráfico actual no incluye usualmente y que se resume en ese concepto que he mencionado varias veces: el de la lectotipografía. La falta de un conocimiento preciso de las ciencias detrás de la capacidad de leer textos largos es uno de los impedimentos para que la lectura prospere. El editor clásico, del tipo de Alí Chumacero, prestaba particular atención a la estética tipográfica del libro —ya fuera de narrativa, poesía o de temas científicos y tecnológicos de la época— partiendo del lector.

 

Carecíamos en ese entonces de los elementos científicos de los que hoy disponemos para determinar la elección de los rasgos de la familia tipográfica idónea en función del tipo de texto, así como de la disposición de los elementos en la caja, o en la página, o en el espacio sobre el que serán desplegados.

 

En los dos terrenos que podrían ocuparnos en el marco de esta temática, es decir, el del diseño de fuentes, de familias tipográficas, así como de su uso con propósitos específicos, el fin último y, por tanto, fundamental, debe ser el de la lectura, el de facilitar que el lector tenga una experiencia grata y exitosa al enfrentarse a un texto. ¿Cómo responder a esto cuando se carecen de los conocimientos necesarios propios de la lectotipografía?

 

Un problema que evidencia la imposibilidad de crear hoy en día reglas estáticas, es la constante transformación de los medios de lectura. Si bien la lectura sobre papel sigue predominando, la lectura sobre dispositivos electrónicos va en rápido ascenso.

 

Esos cambios en los medios, por lo general, se anticipan a la evolución del conocimiento científico de los procesos que llevan a la adecuada percepción de los impulsos visuales o auditivos que enfrentamos.

 

Como supondrán, a lo largo de los años he participado en todas las discusiones imaginables en torno a ventajas y desventajas de las nuevas tecnologías. La relativa desaparición de la estética tipográfica en dispositivos como Kindle constituye un tema en sí. No sólo se desvanece la percepción de página, sino también de gran parte de los elementos estéticos de la tipografía clásica. No obstante, pese a que en términos de libros cada vez se lee menos, en cuanto a textos se lee quizá cada vez más.

 

Los diseñadores de fuentes y familias tipográficas enfrentan ahora retos complejos: un mismo archivo pretende navegar en distintos soportes (papel, lectores de tinta electrónica, tabletas, teléfonos inteligentes). A los diseños de páginas responsivas (es decir, que se adaptan al tipo y tamaño del dispositivo) corresponden familias tipográficas también responsivas.

 

Un entorno tipográfico tan complejo requiere diseñadores y tipógrafos que sepan dar soluciones adecuadas en función de las necesidades de lectores diversos y que comprendan la complejidad del reto. Es allí donde encuentro una gran laguna en la actual formación de diseñadores carentes, en gran medida, de los conocimientos necesarios para acometer las tareas específicas del diseño tipográfico destinado al libro y publicaciones en general, de lectura parcial o totalmente lineal o inmersiva.

 

  1. Retos para la comunicación basada en la tipografía

 

Otro aspecto fascinante de la transición tecnológica de la tipografía lo constituye la posibilidad de generar, en el ámbito del libro electrónico, pero también en el del libro impreso, soluciones para satisfacer las necesidades de una población con capacidades visuales y de comprensión diversas. Durante siglos se ha editado para un lector genérico con capacidades visuales digamos “estándares”. Así como en un principio las dificultades visuales (miopía, astigmatismo) les impedían a las personas desenvolverse normalmente hasta la invención de los lentes, otros trastornos visuales pueden hoy en día dificultar o impedir la lectura. El libro electrónico tiene avances y ventajas notables en ese ámbito, pues ofrece la posibilidad de que el usuario modifique el tamaño de la letra, el color del fondo e incluso la familia tipográfica.

 

A finales del siglo pasado, un grupo de investigadores australianos me visitó para plantearme un proyecto que estaban realizando en su país y que deseaban explorar en México.

 

Se trataba, precisamente, de juegos con la disposición de los elementos que complementan la tipografía en la plana, por ejemplo, una línea sobre fondo claro, la siguiente calada sobre fondo obscuro, o secuencias de fondo claro y obscuro palabra por palabra.

 

Técnicamente, la impresión digital, de la que fuimos pioneros en México, abría la posibilidad de elaborar e imprimir libros ad hoc según las necesidades visuales de cada usuario. Diversas dificultades nos impidieron realizarlo en México en ese entonces. No obstante, hoy estamos en condiciones de producir libros impresos de uno en uno y la personalización en función de las necesidades visuales de cada individuo sería técnicamente posible. Por supuesto, el surgimiento de los dispositivos electrónicos de lectura hace menos plausible la exploración de este ejercicio sobre papel, debido a las capacidades infinitamente más flexibles de los nuevos dispositivos. Pero nos da una idea de la viabilidad e importancia de explorar desde el punto de vista del diseño editorial la adaptabilidad del texto a las circunstancias del individuo, incluso en esos casos extremos en que se requiere de una diferenciación de cada elemento.

 

Sin ir tan lejos, mucho ayudaría impulsar una cultura del diseño editorial con la mira puesta realmente en el lector. Cuando las encuestas hablan de lo poco que se lee y los encuestados aducen que leer los adormece, que les cuesta trabajo concentrarse, que pierden el hilo, etc., generalmente atribuimos el fenómeno a una falta de educación y cultura y no a la posibilidad de que a algunos (o a muchos) el erróneo diseño tipográfico les impida leer. Basta que la caja sea excesivamente ancha, que el tamaño de la letra sea muy pequeño o que la interlínea sea inadecuada, para que propiciemos una experiencia lectora frustrante.

 

Como ejemplo cabe señalar que los dispositivos electrónicos de lectura han tenido creciente éxito entre la población adulta y de la tercera edad, precisamente porque pueden adaptar el tamaño de la fuente a sus necesidades visuales. Infinidad de adultos mayores habían dejado de leer precisamente porque les resultaba imposible lidiar con textos parados de 11 en 13 o, peor aún, de 10 en 11 puntos por ejemplo. Eso pone de manifiesto también la necesidad de diseñar fuentes para vista cansada.

 

  1. El futuro del libro, la lectura… y la tipografía

 

En ese contexto, desde hace años me he preguntado no sólo cuál será el futuro del libro, tema sobre el que he organizado varios coloquios, sino también cuál será el futuro de la lectura. Un problema que enfrentamos en el terreno editorial tiene que ver con esa interrogante, de cuya solución se desprendería la respuesta a un tema espinoso: ¿cuál debe ser el perfil del editor del futuro? De igual manera podríamos preguntarnos cuál sería el perfil del tipógrafo del futuro. En el caso de la edición, el problema es mayúsculo, debido a los rápidos cambios que se están dando en nuestro medio. Sabemos que hoy en día, particularmente en ámbitos tan dinámicos como los nuestros, cuando formamos profesionales no lo podemos hacer con la mirada puesta en lo que prevalece, a menos que queramos formar legiones de editores disfuncionales probablemente destinados a engrosar las filas del desempleo. La formación del editor debe considerar una serie de destrezas derivadas de esta época que llamo “de transición”.

 

Es decir, por un lado, debe poder enfrentar necesidades de la edición tradicional, digamos, de la edición del libro impreso. Eso ya implica el conocimiento de las normas tradicionales bajo las que, digamos, Alí Chumacero trabajaba, por dar un ejemplo. Pero podemos anticipar que la mayor parte de los editores necesitará al menos dos soluciones adicionales: por un lado, la generación de archivos PDF tanto para publicaciones electrónicas estáticas como para lo que llamamos la e-distribución y la producción digital bajo demanda, como la elaboración de ePubs, que están en constante evolución, para el mercado del libro electrónico. Y cada uno de estos aspectos tiene su carga de complejidad tipográfica.

 

Si nos vamos a los libros de texto, o de difusión científica y tecnológica, los problemas comienzan a aumentar por la cantidad de variables que involucran. Tanto en la Maestría en Diseño Editorial de la UAM como en los diplomados de la UNAM/Caniem, donde he dado clases, al enfrentar a los alumnos a ese creciente universo de posibilidades, más temprano que tarde les quedan claras sus limitaciones y el reto que enfrentan a futuro.

 

Se tienen que allegar permanentemente conocimientos no sólo de los que hoy carecen, sino de los que están surgiendo día a día. Un editor en esta época de transición, en suma, no puede dejar de aprender. Es más, tiene que ser capaz de ir a la vanguardia y, de ser posible, tomar la delantera. ¿De dónde saco esa conclusión? Del rápido cambio generacional que hoy presenta una variable inédita en la historia de la humanidad: el surgimiento del nativo digital.

 

Esa categoría, la del nativo digital, tan en boga por un lado y tan incomprendida por el otro, es la que, en mi opinión, nos enfrenta a quienes estamos en el frente editorial, al igual que en el académico, a constantes retos.

 

Para quien no lo sepa, entendemos por nativo digital a quien ha nacido y crecido expuesto al uso constante de medios electrónicos, digitales, como computadoras, tabletas, teléfonos inteligentes, consolas de juegos, etc. Partimos —por investigaciones realizadas— de que éstos constituyen no sólo un cambio generacional evolutivo, como muchos otros del pasado, sino cualitativo, pues su cerebro comienza a procesar la información de manera distinta. Es decir, para hacer lo mismo que un inmigrante digital, que sería alguien de mi edad, activa regiones distintas del cerebro.

 

Esto, aunado a los avances neurocientíficos a los que se le están destinando hoy en día inmensos recursos, dará por resultado una revolución educativa cuyos inicios estamos viviendo, y, por ende, transformaciones radicales no sólo en la manera de apropiarse de la información, sino también de generarla. De allí la importancia de hablar del futuro del libro, del imaginarlo y de anticiparlo. No es difícil intuir que, junto con el libro y el documento en general (libros, revistas, periódicos, boletines, etc.), vendrá una transformación tipográfica. Me entusiasma pensar, en un futuro próximo, en organizar un coloquio sobre el futuro del libro y de la tipografía a la luz de los nuevos conocimientos científicos y de las elucubraciones de quienes han estado a la vanguardia en el análisis de todo esto, como Bob Stein, director del Instituto del Futuro del Libro, quien hace un par de años estuvo en México.

 

  1. El futuro aún no está aquí: apenas lo estamos construyendo…

 

En años recientes se realizaron numerosos coloquios, simposios, congresos internacionales donde solía asegurarse que “el futuro ya estaba aquí”, como si de veras lo que se estaba planteando representara el futuro. Muchos de los que allí presentaron sus proyectos, sus soluciones, han cambiado de trabajo, quebrado como empresas o modificado su percepción del hoy y del mañana.

 

Es probable que no estemos del todo preparados para hablar realmente del futuro, pues lo que podamos imaginar intimida a cualquiera. Apenas en estos días, por ejemplo, Oyster, que se anunciaba como el Spotify de los libros, anunció su cierre, y empresas como Publidisa, que quiso ser la trasnacional de la impresión digital, quebraron aparatosamente.

 

Lo cierto es que estamos en un proceso de rápida transformación evolutiva que tarde o temprano acabará dando un salto cualitativo para acabar de cambiar todo lo que conocemos. Hoy podemos navegar en esta maravillosa diversidad propiciada por la transición.

 

Mi empresa, Solareditores, por ejemplo, ha estado construyendo una alianza internacional para ofrecer servicios editoriales integrales a través de una plataforma que ya nos permite imprimir indistintamente en tirajes cortos, largos, o uno a uno, en México, España, Argentina y Colombia, lo que abre un mundo de posibilidades tanto para las editoriales grandes y medianas, como particularmente para editores pequeños o autores que se quieren autopublicar. Acabo de regresar de Buenos Aires, donde asistí a un encuentro de la Alianza Internacional de Editores Independientes que se realizó en el marco del Mercado de la Industria Cultural Argentina, donde tuvimos un intercambio muy interesante de ideas. A mi regreso a México llevamos a cabo el Festival Cultural de la Bibliodiversidad en San Pedro de los Pinos, donde la editorial que dirijo, Ediciones del Ermitaño, tiene su librería de barrio, que es un proyecto experimental de librería encaminado a generar un modelo de negocio librero sustentable, independiente y encapsulable o franquiciable para detonar las actividades culturales en el país. En el marco de este festival, que estuvo muy concurrido, por cierto, reunimos no sólo a editores independientes, sino también a artesanos, encuadernadores y calígrafos.

 

Además, en breve llegará a México Uberto Stabile, que durante casi veinte años ha venido realizando los encuentros de editores conocidos como EDITA, tanto en España como en América Latina, y con quien he trabajado para reunir a toda esa fauna de pequeños proyectos editoriales de carácter alternativo que están teniendo gran auge mundial.

 

Les cuento esto porque demuestra que en esta época de transición todo tiene cabida. Mi padre fue encuadernador y profesor de encuadernación, y cuando cerró su taller pareció que se abría un abismo en el terreno de la encuadernación artística y artesanal en México.

 

Sin embargo, de pronto me he encontrado no sólo con este grupo de jóvenes encuadernadores, sino también, entre ellos, una empresa que se dedica a la fundición de tipos móviles en México. Además, a un maravilloso carpintero que fabrica toda esa arcaica herramienta para la encuadernación artesanal. Y en el ámbito internacional se cuentan por miles los que se dedican al libro de artista.

 

Ésa es la maravillosa riqueza que nos brinda la diversidad en medio de la cual nos encontramos y que se resiste a la avasalladora predominancia de gigantes como Amazon o Google.

 

El presente y el futuro del libro, de la tipografía y de la lectura se dirimen hoy en día entre esas fuerzas que parecieran antagónicas. En este escenario, espero que editores y tipógrafos trabajemos más de la mano con objeto de diversificar y ampliar las opciones, pues en la diversidad radica no sólo nuestro futuro, sino particularmente nuestra supervivencia como entidades libres e independientes.

 

 

*azh/24/09/2015