El dolor, mi fiel compañero…

Mañana cumplo años y no sé cómo sentirme al respecto. Apapachado por prietita y el Pichicuaz, hoy ya son 13 días que paso en cama en medio de la desaparición de Gabo, las tormentas de granizo y el temblor de ayer, y todo parece indicar que mañana seguiré, básicamente, en posición horizontal. Nada grave, por fortuna. Pero sí terriblemente doloroso. Cuando comencé a sufrir esta dolencia, me propuse reflexionar acerca del dolor, que me ha acompañado a lo largo de mi vida casi ininterrumpidamente. Sin embargo, ha sido el dolor, precisamente, el que me ha impedido explayarme en estos días. Para ir a tono con esta Semana Santa, mi actual “vía crucis” inició dos sábados atrás, luego de la escenificación, en la Cueva del Ermitaño, de la obra “Para Eliza”. Platicando con mi viejo amigo Víctor, a quien no veía yo desde la secundaria, tocamos inevitablemente el tema de la salud. Cojeando yo ya por un dolor en ciernes, me contó de sus recientes dolencias, que lo tenían a dieta y un tanto preocupado. Había sufrido, entre otras cosas, los estragos de la gota. Otros amigos míos, igual que yo o más dados a los desmedidos vicios y placeres de la vida, ya me habían referido sus perniciosas consecuencias. Al día siguiente amanecí sin poder posar mi pie sobre el suelo y ya para el lunes los dolores eran insoportables. El médico me diagnosticó flebitis agravada con gota provocada por un medicamento. ¡Sopas perico! Pedí las muletas que tenía guardadas en mi estudio, y armado con mi MacBook y mi iPad me dispuse a trabajar desde la cama y a esperar con dieta y medicinas a que pasara la tormenta. Y no ha pasado. Se quedó estacionada prodigándome generosas dosis de dolor constante. En una de estas largas noches de insomnio batallando con su tenaz presencia, comencé a recordar los episodios de dolor que me fueron marcando a lo largo de los años. Fue en las postrimerías de la adolescencia cuando comenzó a hacerse presente debido a que, como lo sabría años más tarde, tenía una pronunciada escoliosis y tres hernias de disco. Los analgésicos encontraron refugio en las bolsas de mis pantalones y de mi anorak cuando fui a estudiar a Alemania. Cada vez eran más frecuentes los “Hexenschuss”, los calambres de columna vertebral, que me tumbaban por días sin poder mover, literalmente, ni un dedo. Atormentado, además, por una alergia severa (Heuschnupfen), las hemorragias nasales eran pan de cada día. A los analgésicos se sumaron el algodón para taponearme la nariz (faena en la que me volví un experto) y los Kleenex para borrar las manchas de sangre. A los dolores de columna se incorporaron las contracciones musculares en la espalda y una persistente migraña. El dolor se convirtió en mi eterno acompañante y aprendí a convivir con él. Así iba a estudiar, trabajaba y me desplazaba tratando de hacerle el menor caso posible. A lo largo de mi vida hice mucho ejercicio. Pero, tiro por viaje, me lastimaba. Así, pese a todo eso que ignoraban los que me rodeaban, llevé una vida normal. Con disciplina aprendí a dominar mis demonios. Nunca permití que me operaran de la columna vertebral, y sigo pensando que fue una buena decisión, pese a que llevo ya más de treinta años sin poder solventar la vida diaria sin masajes terapéuticos cada semana. Tras unos seis años de tomar fuertes dosis de Vivimed en Alemania, un fuerte analgésico muy popular en los años setenta, cuando regresé a ese país, muchos años después, y compré de nuevo la medicina, me encontré con que tenía una enorme lista de contraindicaciones y severos efectos secundarios. Afortunadamente no engrosé la lista de los muertos en su haber.  Tras eso y una experiencia terrible previa con un doctor nazi que casi me mata al recetarme medicamentos sin ton ni son, me volví muy cuidadoso con lo que tomaba. Así fui deambulando por la vida, con dosis de ejercicio, terapias, cuidando mi alimentación pero dándome mis placeres. Llego así al presente, en medio de una espléndida coyuntura profesional pero postrado por una estúpida dolencia para la que no ha lugar. Tras muchos días con analgésicos, más de los que se recomienda, anoche decidí no tomarlos y recurrir a ejercicios de respiración para mitigar el dolor. Pero este se cagó de risa y me atormentó toda la noche con más saña que en días pasados. El dolor, en este caso, se hace presente de noche, precisamente cuando apagas la luz para dormir. Es un hijo de puta, pensé al amanecer, cuando, misteriosamente, decidió ausentarse un rato. Quienes hoy me vieron, demacrado y sacado de onda, ya ni siquiera me preguntaron cómo había pasado la noche. Las ojeras y el rictus pusieron de manifiesto que había sido de la chingada. Hoy veo, con preocupación, cómo se acerca el Coloquio sobre el Futuro del Libro que se celebra la semana entrante. No lo he podido preparar ni difundir como habría deseado y, si no mejoro espectacularmente en los próximos días, quizás ni siquiera pueda asistir. Pero algo bueno saco de todo esto. Incapaz de poder leer y escribir como habría deseado (dos semanas me habrían servido enormemente para avanzar en infinidad de proyectos), en estos días me chuté ya las primeras cuatro temporadas de “Breaking Bad”, lo cual habría sido impensable bajo otras circunstancias. Me llama la atención que, pese al cáncer de Walter, las madrizas generalizadas y los balazos que dejan postrado a su cuñado, el dolor no es un tema relevante. Pareciera que la adrenalina mata al dolor. De eso es muestra viviente el Pichi, que encontró una salida para escaparse a cazar pajaritos y pelearse con otros gatos y que llega más madreado que nada a acostarse en mi regazo para dormir larga y profundamente. Por las noches, antes de retirarse a la terraza, se me acerca y me da el lengüetazo de despedida mientras maúlla que no sea maricón y que me aguante como los machos. Le prometo que lo haré y clavo mi mirada felina en mi pie y le advierto que si me vuelve a hacer sufrir, le va a ir mal. Pero le vale una pura y dos con sal. Al que le va a ir mal es a mí. En fin, ya pasan de las cinco. En unas seis horas más me estaré revolcando, de nueva cuenta, de dolor. Miro al techo que traza los pliegues de unos labios desde los que una voz burlona me dice: “Bienvenido al inicio del resto de tu vida. Feliz cumpleaños.”