El viejo sueño de ser, además de editor, librero…

Siempre quise ser librero. Quizás es un sueño de muchos de los que nos desenvolvemos en un entorno cultural. Mi padre, encuadernador, montó su pequeño taller en la Calle de San Luis Potosí, en la Colonia Roma. A un lado estaba una vieja librería, cuyo nombre no recuerdo, y cuadras más adelante, sobre Avenida Sonora, se levantaba la legendaria Librería Internacional, que pertenecía a Roberto Kolb, un austriaco de majestuosas proporciones. Roberto y Walter, mi padre, eran muy amigos. Yo solía ir a la Librería Internacional a comprar libros o a recoger un ejemplar de la revista Der Spiegel, lectura semanal obligada de mi padre. Allí conocí a Wolf, encargado de la sección alemana, de quien aprendí muchos aspectos del oficio librero. Esas eran épocas en que las librerías generalmente sólo contenían libros. La incorporación del servicio de cafetería y venta de objetos periféricos vino más tarde. Mi primer y único intento de crear una librería fracasó estrepitosamente. Se me dio, con mayor facilidad, convertirme en editor. Pero la ilusión de ser librero permaneció latente. Así las cosas, días atrás, de regreso de COLIME (Congreso de Libreros Mexicanos), me reuní con Rafael González, representante de Trevenque en México, empresa especializada en la generación de software para editoriales y librerías. Ya nos habíamos visto un par de veces antes. Primero en la FIL, luego en nuestras oficinas de Ediciones del Ermitaño. Habíamos hablado largo y tendido, mas nunca tanto como en esa cena en el restaurante francés Au Pied De Cochon, donde pedimos ambos una carne tártara deliciosa que acompañamos con un vino tinto Rioja de buen cuerpo. Conversamos de infinidad de cosas, todas vinculadas con presente y futuro de nuestro medio. Me sorprendió que pude entenderle casi todo. Y es que, cuando nos vimos por primera vez, concluí que es la persona que habla con mayor rapidez que yo haya conocido. Pese a eso me cayó muy bien, así que lo invité a acompañarnos a la función de teatro de “Para Eliza”, en la Cueva del Ermitaño. Lo que me sorprende gratamente de Rafael es que sabe de lo que habla. Es todo un profesional del mundo editorial. Por lo mismo, sabe escuchar, opinar y aconsejar. Cuando vino la noche del sábado a vivir la experiencia del teatro para departamentos, se quedó a platicar en nuestro ya célebre “after”. Si bien nos propusimos no hablar de trabajo, algunos comentarios se colaron en particular sobre nuestro proyecto de librería. Fue una noche memorable que terminó cuando Rafael se retiró y comenzamos a acomodar sobrevivientes de la desvelada. Noemí y yo nos fuimos a dormir con un grato sabor de boca. Con amigos como Rafael y como Arturo Ahmed, como que uno puede emprender ese viejo sueño librero con mayor tranquilidad.